El sueño de mis comienzos profesionales emergía con fuerza del hoyo en que había estado sepultado. Ezequiel recuperaría su escuela, nuestras vidas volverían a discurrir por cauces serenos. Era posible imaginar un futuro para Juana. También nuestro inmediato futuro cambiaría.
– No debemos quedarnos aquí. Debíamos pensar en pedir un traslado a un lugar más sano, cuando sea posible. No me gusta el polvo del carbón, la competencia con las escuelas de la mina, la división del pueblo en dos zonas.
Ezequiel no contestaba. Desde su regreso hablaba poco.
«Es la cárcel», trataba de razonar conmigo misma. «Irá pasando el tiempo y olvidará.»
Domingo no había vuelto a Los Valles. «Se habrá ido al encuentro de ella, allá donde esté», apuntó Marcelina.
En un principio me encontré alegrándome de la ausencia de la pareja. Un impulso irracional me hacía rechazarla influencia que habían ejercido sobre Ezequiel. Yo trataba de neutralizar esa influencia.
– Nuestra revolución está en la escuela -le repetía-. Tú sabes muy bien que no se puede salvar a un pueblo ignorante.
Pero Ezequiel no me escuchaba. Aunque Domingo no estaba, él regresó a la mina.
– Otra vez a organizar, otra vez a comprometerse -se indignaba Marcelina-. Pero Gabriela, ¿usted por qué le deja? Lo suyo es enseñar al que no sabe y que se deje de minas ni mineros. ¡Ay los hombres, qué bien sueñan y qué mal despertar tienen!
Ezequiel no renunciaba a sus sueños. Vivía en la frontera de la Plaza. Dedicaba su día a los asuntos de la Casa del Pueblo.
No había hecho el menor intento de agilizar su rehabilitación, retrasada sin duda por trámites burocráticos. Llegué a pensar que había solicitado la excedencia sin yo saberlo.
– Es un líder, Gabriela -me dijo don Germán-. Le siguen y le admiran. Los compañeros de la mina y muchos otros que estuvieron con él en la cárcel. Cada uno elige la responsabilidad de su destino. Usted debe respetar la elección de Ezequiel.
Respeté su elección. Respeté hasta el último de sus compromisos. Respeté su renuncia a la vida familiar, cada día más exigua. Respeté su deseo de continuar en Los Valles. «Iré cuando pueda», había dicho cuando terminó el curso; y yo corrí a cuidar a mi padre enfermo.
Aquel verano hizo mucho calor. Encontré a mi padre extenuado. Se ahogaba en el intento de respirar un aire sofocante. Una grave enfermedad de pulmón lo tenía agotado, incapaz ni de mantenerse erguido sobre una montaña de almohadas. Yo velaba sus horas turnándome con mi madre.
Una tarde… Estábamos solos los dos, se oía en la huerta el incansable charloteo de Juana y la sosegada réplica de mi madre. Por la ventana entreabierta se filtraba la sombra movible de la parra. Yo había cerrado los ojos un instante, abrumada de cansancio y de pena. Cuando los abrí, él me estaba mirando y por su rostro exangüe se deslizaban dos lágrimas. En aquel momento supe que iba a morir. Esto ocurrió el doce de julio. El dieciséis le puse un telegrama a Ezequiel: «Mi padre ha muerto. Ven en seguida.» No llegó la respuesta. Pero apenas acabábamos de enterrar a mi padre ya estaban llegando las primeras noticias de una sublevación militar, allá en Canarias. Las noticias eran confusas. «El Gobierno garantiza… El pueblo resiste… El Ejército avanza.»
En quince días la sublevación se había extendido por la provincia de León y había triunfado en la ciudad. Tras la ocupación trabajosa de Los Valles, de mano en mano, de mensajero en mensajero, llegó hasta mí la carta de Eloísa: «Han matado a mi padre y a Ezequiel. Los fusilaron al amanecer con otros muchos, a la entrada de la mina. El Señor les perdone su crimen.»
El coche de línea daba tumbos. Cada golpe me dolía en el hueco del estómago vacío, del corazón vacío. Al salir de la ciudad, tapé la cara de Juana con la mano para que no mirara afuera.
En las cunetas había muertos. Vi en seguida el primer brazo rígido elevado hacia el cielo. Luego descubrí cuerpos abandonados sobre la tierra. Unos con la cara escondida, otros bien visible: boca sin voz, arriba; ojos ciegos, arriba; frente dormida, arriba.
Una vieja susurró a mi lado: «Los fusilados de esta noche.» El autobús saltaba en los baches. El cuerpo de Ezequiel, la tumba de Ezequiel, la ausencia de Ezequiel… Las palabras golpeaban mi cabeza. A golpes llegaríamos al río, al pozo de las truchas, al puente reconstruido. Por él habrían cruzado los camiones cargados de soldados para subir por la carretera hasta el muro de los encastillados en la mina.
Delante de nuestro asiento un hombre desplegaba un periódico abierto. Por encima del respaldo vi la fotografía.
«El General Francisco Franco…» Inesperadamente recordé esa cara, la mañana de Oviedo, aquella boda, su nombre en la reseña del periódico. Recordé su mirada. que navegaba más allá del Paseo sobre las cabezas de la gente.
Yo era muy joven y creía en los sueños que estrenaba ese día. No podía imaginar en qué horizontes se perdían los suyos. Acaricié el pelo de Juana. Miré al frente, a la carretera recta. A las orillas, los árboles formaban, tiesos y vigilantes, como soldados uno al lado del otro.
Contar mi vida… Estoy cansada, Juana. Aquí termino. Lo que sigue lo conoces tan bien como yo, lo recuerdas mejor que yo. Porque es tu propia vida.
Las Magnolias, agosto 1989
[1]Presentación de las Misiones. Texto de Manuel B. Cossio