Cegado por la luz, Sarnita aún no veía nada. Le dieron un codazo en los riñones.
– Despierta -dijo Martín -. Estás en los infiernos de Lucifer.
Era una parte de la cripta, o lo que sería la cripta, enclavada entre los cimientos de la obra inacabada que gravitaba ruinosamente sobre sus cabezas, la iglesia futura. Servía de vestuario al Grupo Escénico de Las Ánimas y era un local subterráneo con columnas, techo alto y abovedado y paredes de ladrillo recubierto a trechos de cemento sin pulir. El piso era de tierra roja y dura, amazacotada. Tenía forma de media luna, esa parte, porque se alzaba un parapeto provisional, de ladrillos, combado, con una abertura y una arpillera colgada a modo de puerta, dividiendo lo que se usaba como vestuario del resto de la cripta: el teatrito y el pequeño patio no de butacas sino de bancos de iglesia, con respaldo y reclinatorio. Sarnita olía a crema de cacao, a sudor agrio, a cabellos de vieja. Con cierto asombro observó a su alrededor: arrimados a las paredes, grandes paisajes pintados en telas bamboleantes y armadas con listones de madera, un mundo chato y sorprendente, violento de luz y color; había montañas de cumbres nevadas, verdes y frondosas arboledas, floridos jardines con surtidores de agua clara y arcos de boj, casitas blancas en la lejanía de fértiles valles, calles con farolas encendidas, fachadas con puertas y balcones y alfombrados pasillos que no conducían a ninguna parte. También había cortinajes rojos y negros, troncos de árbol de cartón y yeso en forma de media caña, sillas antiguas, butacas desvencijadas y candelabros, un viejo diván de seda verde, baúles y cajas de madera conteniendo terciopelos y gasas con lentejuelas, una consola con pelucas y barbas, cuadernos de la Galería Dramática Salesiana, un bidet, espejos y una campana de bronce sobre cuatro pilas de ladrillos.
Sarnita silbó de admiración: mejor que los Encantes, dijo, y al darse la vuelta le vio de espaldas, mirándose de cuerpo entero y plenamente satisfecho en el espejo ovalado: vestido de rojo desde los tobillos hasta los cuernos sulfúricos, con calzas rojas y airosa capa roja de alto cuello duro, el mismísimo Luzbel ensayando malvados ademanes de poder, apretando con rabia los lívidos puños de nudillos despellejados y manchados todavía con la sangre inocente de Miguel: Java.
Al principio sólo tenían un viejo revólver de culata de nácar y tambor desencajado. Se establecería por fin el primer contacto en la boca del metro Diagonal. Dos cenetistas de los viejos tiempos que se reconocen, que no necesitan pronunciar las palabras clave. Pero Bundó sabría más tarde que Palau le había marcado hasta allí, desapareciendo seguidamente por las escaleras del metro al ver que se abrazaban.
– Salud. Ya era hora que os decidierais a venir -diría Bundó-. ¿Cuántos sois?
– Tres. Sendra, el Fusam y yo.
– ¿Nada más?
– Y gracias. La Central aún no quería enviarnos, sobre todo al saber lo de Artemi. Ha sido iniciativa de Sendra.
– Ya. Pocos y mal avenidos -suspira Bundó.
– Paciencia. Lo primero es establecer contacto. Ya te contará Sendra, vamos caminando.
Subían por el centro del Paseo de San Juan, entre niños y palomas. El fotógrafo ambulante comía de pie, la fiambrera a lomos del caballo de cartón, la botella de vino en el sobaco. Entraron en el bar Alaska y escogieron una mesa apartada.
– ¿Es un sitio seguro? -Navarro recelando.
– Ninguno lo es y todos lo son, te darás cuenta cuando lleves una semana en Barcelona. ¿Qué tomas?
– Un vino.
– ¿Seguro que vendrá Sendra? No conoce el sitio. Sonreía Navarro con aire de suficiencia:
– No tardarás en verle entrar por esa puerta. Paladeando: vino del país, coño, aunque esté bautizado cómo entra, casi tres años sin probarlo, blanco del Penedés un poco ácido. Con Sendra se siente uno seguro, añade, yo creo que hasta se hace invisible, Bundó, en serio. Tenías que verle guiándonos con sus prismáticos y su mochila llena de petardos, ni un tricornio se nos cruzó. Y calcula: de Perpigan a Berga bordeando Puigcerdá, cruzar la Sierra de Montgrony hasta Montemajor y luego por la ruta de Guardiola, recuerda: en una época en que aún no tenían bases, anticipándose a los mejores guías y abriendo una de las rutas que años después tanto habría de utilizar el Masana. Y su labor en Toulouse desde el principio, reclutando los camaradas de la brigada mixta dispersos en los campos de Argeles y Barcarés, en Montpellier y en Carcassonne, camaradas maltratados por los senegaleses y luego penando en fábricas y viñedos, en minas, embalses, carreteras, recibiendo una paga miserable, ya, la dulce Francia. Y piensa en las tormentosas reuniones en la Sindical de la rue Belford, formando el primer grupo que quería pasar clandestinamente, en las discusiones interminables con los que recelaban de Sendra por su pasado comunista, en la decisión final de Sendra de llevar adelante el plan y venir a pesar de todo, sin tropezar con un solo tricornio, es un jabato, Bundó, verás cuando le conozcas.
Siempre volvía a la puerta con dos o tres pesetas de propina, a veces un duro.
– Gracias, señorita.
Los ojos clavados en su escote hasta que ella cerraba la puerta, sonriéndole. Esperando el ascensor, el aprendiz vigila con el rabillo del ojo el bulto azul agazapado detrás del tiesto. Apenas distingue el sombrero gris, las gafas negras, la perilla y los grandes bigotes, el carota, siempre le gustó disfrazarse de payaso. Estaría atándose el cordón del zapato hasta que vio cerrarse la puerta del ascensor con el aprendiz dentro.
Amartillando la Star en el fondo del bolsillo del gabán. Tranquilo. Con los dientes apretados, un sabor metálico en la boca. Recto hacia la puerta 333, que no tiene echado el seguro. Entra y cierra la puerta con el pie, clava el cañón de la pistola en la barriga de la rubia, que retrocede hasta topar con la butaca. Atenaza su muñeca y con la otra mano, sin soltar el arma, le tapa la boca ahogando el grito. Golpea con el codo un jarrón y lo estrella en la alfombra.
– Quítate eso, guapa. Rápido.
– ¿Qué quiere, quién es usted?
– Y los pendientes. No te haré daño. De prisa.
El brazalete de un tirón, los pendientes, la medalla con la cadena. Debatiéndose aterrada ella le hace caer las gafas oscuras de un manotazo: la mirada furiosa, sobre la narizota postiza y los grotescos mostachos, se fija unos segundos en la fresca boca roja de la rubia, y levanta la mano armada.
– Quieta.
– ¿Qué va a hacer…?
– No dolerá mucho.
– No, por piedad…
– Quieta, hermosa.
– ¡No!
Recibe el golpe en el parietal izquierdo y se desploma sordamente sobre la alfombra, la bata abierta deja ver un muslo redondo y satinado. Sin quitarle ojo, manipulando el carota con rapidez: guardar las joyas en el bolsillo de la americana junto con la pistola y el sombrero estrujado, recoger las gafas, quitarse la nariz de cartón y el mostacho y esconderlo todo en el otro bolsillo, antes de salir. En la puerta se quita el gabán, lo vuelve del revés y se lo pone nuevamente, luciendo ahora el forro Príncipe de Gales. El muslo broncíneo de ella un poco alzado, moviéndose. La cara interna del muslo como una seda cariñosa, luminosa. El temblor de un tendón.
Juan Sendra apenas se acordará de nosotros, y menos del carota. Entrando en el bar Alaska sus ojos tristones de púgil miran a Navarro y a Bundó sentados en el rincón igual que si no les viera, pide una cerveza en la barra, vigilando la calle y los pocos clientes, luego pasa por su lado sin mirarles camino del lavabo. Sólo al salir del lavabo, y no sin antes echar un último vistazo a la calle desde la puerta, se decide a sentarse con ellos, gruñendo:
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