– Ni tanto ni tan poco -dijo Palau -. No exageremos. Ni fue tan rubia platino, ni fue una pobre meuca que no tenía donde caerse muerta. Fue una de tantas.
Suspiró Lage, luego sonrió con aire nostálgico.
– Y hablando de aquellas meucas, ¿sabes que a veces aún pienso en ellas?
– ¿Verdad, tú? -Palau cabeceando cachazudo, con una repentina luz en los ojos-. Lo mejor era cuando te la lavaban con jabón en el bidet. Aquel jabón malo de entonces, que escocía… Volvería a ir sólo por eso.
Tosiendo entre la risa encoge las piernas para dejar pasar a una señora vestida de morado y, aprovechando la inercia del movimiento, se incorpora. Lage va a las Ramblas, a Palau le da lo mismo, y no me mires como si fuera un carterista, coño, al fin y al cabo ¿quién nos ha enseñado a vivir del cuento?, esos que mandan. Antes sí que movía bastante el pico en los tranvías, y si no fuera por el asma volvería a coger la vieja Parabellum, esto no puede durar, ya no saben qué hacer, pero me ahogo, Lage, me falta el aire, cualquier día reventaré en este metro y mierda para los que queden, bueno, adiós, recuerdos a la rubianca…
Tosía apretándose la hernia con la mano y viendo llegar los vagones llenos hasta los topes, van como borregos, dijo, ni más ni menos lo que son. Palmeando Lage su espalda agitada por la tos, sintiendo de repente una pena de él y de sí mismo, lo acompañó hasta la puerta del vagón, oye una cosa, carota, no es por nada, y con el tiempo que ha pasado te vas a reír, pero dime, ¿tú oíste decir de la rubianca aquello de que iba al cine sola y en las últimas filas…? Y Palau carraspeando, mira éste ahora con qué sale, todavía preocupado por eso y a tus años, qué quieres, se decían tantas cosas, anda anda, adéu, salud.
La puerta automática se cierra entre los dos y Lage con la mano dice adiós a la cara que se aleja pegada al cristal, que parpadea, que abre la boca como si le faltara el aire. Palau aplastado por la gente sin poder revolverse, aquel pesado corpachón rodeado de espaldas y nucas sin poderse acomodar ni imponer, quién lo hubiera dicho de él hace tiempo, cuando aún nos bullía la sangre joven y todo se había perdido menos la esperanza, entonces todos pensábamos esto no puede durar y ahí están todavía los que hoy siguen pensando todavía esto no puede durar, algún día tiene que acabarse, no aguantará, sin saber que estas palabras llegarían con la vacuidad del eco hasta los sordos oídos de sus hijos y sus nietos: estaban tan ciegos, tan irremediablemente vencidos, tan lejos de verse empuñando las armas otra vez, de hecho ya ni siquiera podían imaginarse así, ya ni arrestos mentales tenían para verse con la cara tapada por el pasamontañas y pistola en mano empujando la puerta giratoria de un Banco o colocando un explosivo.
Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños.