Los camilleros la llevaron hasta la ambulancia. Las vecinas se persignaban y los hombres iban de un lado a otro, excitados, masticando una atmósfera calcinada, un familiar sabor a bomba. Cuando se llevaron el cuerpo del desconocido, Sarnita se acercó tanto a la camilla que el empujón del guardia casi lo tiró al suelo. Los faros amarillos de la ambulancia, al maniobrar ésta, estamparon su flaca silueta en la tapia, deformándola grotescamente mientras, cegado por la luz, explicaba a sus amigos: es él, no puede ser más que él. Debían llevar bastante tiempo sin verse y por culpa suya, que no de Ramona. Por alguna razón, tal vez porque se había cansado de ella, porque le deprimían a más no poder su miedo y su miseria, o porque a su lado el peligro aumentaba día tras día, decidió mantenerla apartada de su madriguera y de sus noches blancas; y no es que la sustituyera por otra más complaciente y más guapa, que no era nada fácil encontrar fulanas de confianza para este trabajo, y además su hermano se negaba a llevárselas; precisamente podría ser que la hubiese repudiado obligado por Java, al que ya le urgía liquidar aquel asunto y limpiar de ratas la trapería que provisionalmente habría de ser su hogar de casado. De cualquier forma, y aun sabiendo que el cerco se cerraba cada vez más en torno a ella, la puta perseguida lograría hacer llegar su beso de plata al marinero. Un día, al disponerse él a liar un pitillo después de comer a la luz de la vela, se encontró con la llamada urgente en las manos. No en el papel de fumar que sacó, sino en la mitad visible del siguiente prendido aún en el librillo, una hojita rasgada más por la impaciencia que por la punta del lápiz, una caligrafía rota por la desesperación, el terror y la soledad. Un mensaje improvisado, aprovechando quién sabe qué oportunidad. Por miedo es capaz de todo, piensa él, capaz de perderse y perderme. Sólo eran cinco palabras: si me abandonas me mataré, y firmado Aurora. Marcos echó la picadura en el papel, lió el pitillo, lo ensalivó cuidadosamente y lo prendió en la llama de la vela cuando ya sus ojos azules rebosaban de lágrimas por ella y por él, por los dos unidos en su destino de ratas acorraladas, por su amor imposible.
Al día siguiente su hermano se asomó un momento con su chaleco floreado y el pelo lamido de brillantina y le dijo: tu amiguita te espera, que vayas que es muy urgente, ayer estuvo en comisaría y teme que vuelvan por ella y le obliguen a decir lo que no quiere… Entonces se decidió, tuvo pena de ella y al anochecer apartó con la mano la montaña de papeles y se echó a la calle con sus gafas de ciego, su barba de miel y su boina que no conseguía retener los rizos rubios. Ella se había encerrado en su cuarto con la Singer y los nervios rotos, temblorosa, devorada por la fiebre y los presagios; le mostró la cabeza rapada, los golpes en las costillas, las patadas en el vientre, las quemaduras de cigarrillos en los pezones y las señales de puñetazos en los ojos que el maquillaje azul como un antifaz disimulaba un poco. No puedo más, dijo, qué vamos a hacer. Él había corrido a su lado de una manera tan irreflexiva, que sólo entonces debió pararse a considerar que podían haberla soltado para juntarles y matar dos pájaros de un tiro. Estaban junto a la ventana, mirando a la calle: debes irte lejos en seguida, Aurora, dijo, a cualquier parte, menos mal que esta vez el cabrón de mi hermanito se ha portado bien pasándome tu recado… ¿Qué recado, dijo ella, si no le he visto hace dos meses?, y él: ¿cómo qué recado…? Pero demasiado tarde comprendió, desde la ventana ya les veía doblar la esquina: el tuerto y detrás dos de la Social, sin contar el otro que se apostaba al final de la calle. Decidió rápido, y cogiéndola de la mano casi la levantó del suelo al echar a correr escalones abajo. Salieron a la calle, saltaron la tapia y pasaron volando bajo el almendro en flor sin verlo siquiera, no vieron el cascarón del Ford varado entre la hierba ni la mesa de operaciones, no vieron nada. Corrieron cogidos de la mano por esta tierra devastada y sepulcral, dejaron atrás las ruinas y las cenizas y alcanzaron las palmeras, desapareciendo luego tras los altos zarzales y los terraplenes, por un momento lo lograron, trágame tierra, su sueño se hizo realidad y fue como si se fundieran en el ocaso rojo del cielo y el mundo los olvidara por fin…
– Pues no sé -dijo José Mari, distraído, siguiendo con los ojos a una de las muchachas enlutadas -. Podría ser, pero…
La aventi ya era solamente una verdad como cualquier otra, oída demasiadas veces. Perfectamente posible y espantosa, aburridamente cotidiana y atroz. Historia reconstruida también con desechos, aventurada por los intrépidos hijos de la memoria.
– Bueno -dijo Martín chasqueando la lengua, palmeando la espalda de Sarnita con cierta conmiseración-, Vámonos, aquí ya no hay nada que ver.
Se habían ido la ambulancia y la policía, la gente desfilaba y Sarnita fue a sentarse con parsimonia bajo el almendro, abrazado a sus rodillas y con aire pensativo. Amén y José Mari intentaron congraciarse con él, reanimarle clavando por sorpresa el dedo-pistola en su espalda y diciendo ¡manos!, pero él ni pestañeó. Marchaos, dijo, largo, si no queréis escucharme, y allí se quedó, acurrucado bajo el almendro florido, no hubo forma de sacarlo.
Nunca hubo ningún almendro en flor en aquel solar inmundo, gruñó la monja con una mueca persistente y resentida: nunca, que yo sepa. Le ocurría al celador, explicó, algo así como si hubiese llovido mucho en su memoria y sufriera corrimientos de tierra: este famoso almendro que cobijó tu infancia desamparada sería de la comarca del Penedés, pero tu memoria siempre atrafagada lo ha trasplantado, y lo mismo haces con las personas y con lo que dicen. Hay más desorden en tu cabezota que en este almacén, que ya es decir.
– No se enfade conmigo, Hermana.
Casi tres semanas tardó Sor Paulina en hacer las paces con él, obligada no tanto por la mansedumbre de la edad o la fuerza de la costumbre como por imperativos de la curiosidad, por saber si ya cumplió el encargo de entregar las maletas y qué pasó, cómo es el piso, quién le abrió la puerta, ¿la misma asistenta que vino con las huérfanas? La misma, pero mucho más dispuesta a contar cosas; que le hizo pasar al recibidor, pero que no dejara allí las maletas, le dijo por favor sígame, las abriré en el dormitorio de los niños, perdone la molestia.
– Para servirla, señora. Qué piso tan grande.
– Por aquí, tenga cuidado, todo está un poco revuelto.
Con una maleta en cada mano el celador sorteaba los cestos de la mudanza, siguiéndola por el pasillo de techo y paredes artesonadas, todavía con alguna cornucopia, dos espadas cruzadas, un busto de mármol y varias antiguallas, pero sin cuadros ni armaduras, sin aquel sordo fragor de batalla. La mujer iba con las mangas arremangadas y el negro sombrerito puesto, como un familiar que está de visita y aprovecha para ayudar un poco en las tareas del hogar, dispuesta a irse en seguida.
– Ya estamos terminando. Venga, por aquí -pasaron por delante de la salita, donde tres muchachas envolvían la vajilla en hojas de diario, llegaron a la puerta ya no forrada de terciopelo color vino, entraron-. Todo lo tenía muy ordenado, pobre Pilar. Pase, póngalas aquí en la litera, la de abajo.
– ¿Éste era el cuarto de los niños? Qué bonito, ¿verdad, señora?
Empapelado con caballitos blancos empenachados, rosados elefantes en equilibrio sobre pelotas multicolores, jirafas, ositos, payasos y palomas, el mundo de la inocencia cubriendo de arriba abajo unas paredes que habían visto cuánta humillación, cuánta ignominia. Colgaba del techo la lámpara de cristal abriéndose en docenas de cuellos de cisne, pero ni rastro de las cortinas, del biombo con los querubines, de la gran alfombra cuyo dibujo reproducía un cuadro famoso ni de la cama con la colcha roja. En el ambiente flotaba un desasosiego, las alas de la muerte. Ahora, el recuerdo triste de las personas que un día se afanaron en esta habitación se mezclaba con el de los niños ahogados en el mar.
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