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Dedicatoria A Gita
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
Posfacio
I
II
III
Herbert Clyde Lewis
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A Gita
CUANDO HENRY PRESTON STANDISH CAYÓ DE CABEZA AL OCÉANO PACÍFICO, el sol empezaba a trepar por el horizonte oriental. El mar estaba calmo como una laguna; el clima tan templado y la brisa tan suave, que era imposible no sentirse gloriosamente triste. En esa parte del Pacífico, el amanecer se realizaba sin fanfarria: el sol simplemente colocaba su bóveda naranja en el borde lejano del gran círculo y se impulsaba hacia arriba, lento pero persistente, dándoles a las débiles estrellas tiempo de sobra para difuminarse con la noche. De hecho, Standish estaba pensando en la enorme diferencia entre la salida y la puesta del sol cuando dio el desafortunado paso que lo mandó al agua salada. Pensaba que la naturaleza prodigaba toda su generosidad a los magníficos atardeceres, pintando las nubes con haces de colores tan brillantes que nadie con un mínimo sentido de belleza sería capaz de olvidar. Y pensaba que por algún motivo incomprensible la naturaleza era extraordinariamente tacaña con sus amaneceres sobre aquel mismo océano.
El buque de vapor Arabella avanzaba, puntual, desde Honolulu hacia la zona del Canal; en ocho días con sus noches llegaría a Balboa. Pocos barcos hacían el trayecto entre Hawai y Panamá; ese único barco de pasajeros y algún que otro carguero de servicio irregular. Las naves extranjeras rara vez tenían motivo para pasar por allí, ya que Estados Unidos controlaba la mayor parte del comercio con las islas y casi todo el tráfico se dirigía a San Pedro, San Francisco y Seattle. En los trece días con sus noches que el Arabella había pasado en alta mar se había avistado un solo barco, en dirección opuesta, hacia Hawai. Standish no lo había visto. Estaba en su camarote leyendo una revista; pero el jefe de cubierta, el señor Prisk, se lo contó más tarde. Era un carguero con algún tipo de nombre escandinavo que olvidó de inmediato.
Hasta el momento el viaje había sido tan afablemente plácido que Standish no se cansaba de agradecerle a su estrella de la suerte por haber decidido viajar en el Arabella. En una vida abrumada por cuidados y deberes, como correspondía a alguien de su posición, aquel viaje siempre se destacaría como algo simple y bueno. Si nunca volviera a experimentar tranquilidad no se preocuparía, porque ahora sabía que existía tal cosa. Su estrella era la Estrella Polar, baja en el cielo en aquella latitud, y la había elegido de entre todas las demás porque no sabía mucho de estrellas y esa era la más fácil de localizar y recordar.
En realidad, el Arabella era un carguero con unas pocas plazas para pasajeros. Había ocho pasajeros a bordo además de Standish. Estaba la productiva señora Benson, que le había obsequiado a su marido cuatro niños en poco más de cuatro años y medio. El propio señor Benson no estaba presente, pero sí lo estaban cuatro de sus imágenes, tres niñas y un niño cuyas edades iban de casi cero a tres años y ocho meses. Y el señor Benson era casi como si estuviera, con todo lo que la señora Benson le contaba sobre él. El señor Benson trabajaba para un banco como auditor itinerante; por algún motivo habían quedado separados y ahora la señora Benson iba a reunirse con él en Panamá.
De los tres pasajeros restantes dos eran misioneros, unos tales señor y señora Brown, que parecían levantar una barrera cada vez que Standish se les acercaba, como sugiriendo que sabían tanto más sobre Dios que no tenía sentido tratar de hacerse amigos. El último de sus compañeros era un granjero norteño de setenta y tres años llamado Nat Adams, que no tenía una explicación sensata para estar donde estaba. Después de toda una vida de honesta labor, dos cosas trascendentales le habían sucedido al mismo tiempo: una buena cosecha de papas y un fuerte ataque de ansias de viajar. Había dejado el arado y comprado los pasajes al azar; ahora, a bordo del Arabella, era el amigo leal de Standish, incansable al exponer las virtudes de sus dientes postizos, que se sacaba de la boca y exhibía con orgullo ante la menor provocación.
Los propietarios del Arabella no ganaban dinero con el viaje; se comentaba que el servicio entre Panamá y Hawai sería interrumpido el año entrante. La carga era escasa en aquella travesía, y el buque viajaba parcialmente en lastre. El señor Prisk estaba francamente preocupado, porque él envejecía y sus dos hijos, allá en Baltimore, crecían. Hacía tres años que no veía a sus hijos ni a su esposa, pero la empresa le enviaba a la señora Prisk, automáticamente, el ochenta por ciento de su sueldo como primer oficial de cubierta, y a él solo le quedaba lo justo como para tabaco e impermeables.
El capitán Bell no les prestaba atención a sus pasajeros. Cenaba con ellos la primera noche en alta mar. Luego se retiraba a su camarote y pasaba en reclusión los días subsiguientes. El señor Prisk decía que el patrón era fanático de los barcos a escala y durante los últimos tres viajes había estado reproduciendo una goleta de cuatro mástiles en miniatura. El segundo y el tercer oficial de cubierta, así como los ingenieros y radiotelegrafistas, eran todos tipos sociables que llevaban adelante, a toda máquina, una clase particular de torneo de bridge; el que dejaba la guardia retomaba la mano del que debía suplantarlo. Eran amables con los pasajeros y el señor Travis, jefe de máquinas, le mostraba a quien lo solicitara las profundidades de la sala de máquinas; pero el bridge siempre estaba primero. El señor Prisk, que había llegado a jefe de cubierta por medio del antiguo expediente de comenzar como marinero común para luego ir subiendo de rango, no sabía jugar al bridge, salvo por el innombrable “bridge de subasta”. Se veía así obligado, a fuerza de soledad, a mezclarse con los pasajeros de vez en cuando.
Standish la pasó bien desde el primer momento. Sin resultar demasiado misterioso, se las arregló para restringir al mínimo las averiguaciones sobre su propia vida, entrometiéndose con ingenio en la vida de los demás. No era nada difícil; todos (excepto los misioneros) estaban más que dispuestos a desahogarse. Standish observó que tenía un urgente afán por descubrir tanto como pudiera sobre aquella gente; por primera vez en su vida estaba de verdad interesado en seres humanos desconocidos. Pasaba horas contemplando la cara marchita de Nat Adams, o examinando los ojos azules y satisfechos de la señora Benson. Y los niños Benson eran una ilimitada fuente de deleite. Standish reconocía que le proporcionaban más placer los pequeños Jimmy y Gladys Benson que el que jamás le habían proporcionado sus propios hijos allá en Nueva York, aunque bien sabía Dios que los amaba tanto como cualquier padre. Con Jimmy y Gladys no jugaba; solo los observaba desde su cómoda reposera mientras ellos hacían todo tipo de locuras. Sus cómicas risas, sus cuerpos saludables y esa piel tan bellamente bronceada lo llenaban de una agradable forma de melancolía.
El viaje en su totalidad era realmente espléndido. Después del primer día de navegación, en que el mar estuvo un poquito agitado, el agua se puso tan increíblemente tersa que era como navegar por un océano de cristal. El clima era perfecto; era esa la única palabra que Standish podía pensar para describirlo. De hecho, los superlativos más comunes le bastaban a Standish para describir mentalmente el viaje. Había cosas que no podían ponerse en palabras, como los colores del atardecer, el suave oleaje del mar y la galaxia de estrellas en los cielos por la noche. En cuanto al resto: el camarote que le habían asignado, la comida, el aire, la litera no muy blanda con sus sábanas limpias y sus mantas fragantes, todo le parecía maravilloso, magnífico y fantástico. Comía mucho y hacía ejercicio en la piscina de lona que habían instalado en la cubierta, y por las noches simplemente se sentaba a fumar sus cigarrillos y escuchar a Nat Adams, que intentaba explicar cómo las ansias de ver mundo habían asaltado de un momento a otro a un frugal granjero de Nueva Inglaterra.
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