Dadas las circunstancias, Standish estaba condenado por su educación a ser un caballero incluso en ese momento. Los Standish no eran gritones; tres generaciones de caballeros habían convertido la trompeta de la antigua laringe Standish en un melodioso violoncello. Ni siquiera había sido necesario enseñarle al niño Henry Preston Standish a no gritar; instintivamente había sabido que el fuerte de los Standish era una voz modificada con un tono circunspecto, uno de los tantos rasgos suavizados que habían permitido que los Standish prosperaran en el mundo cosmopolita.
De modo que después de volverse tan racional como podría haberlo hecho cualquier caballero que acabara de caerse de un barco, Standish le informó al Arabella sobre su indiscreción.
—¡Hombre al agua! —gritó—. ¡Hombre al agua!
Solo que se dio cuenta —y le dio mucha gracia— de que no estaba gritando. Era necesario lanzar un tremendo alarido para hacer mella en el océano Pacífico, y Standish tuvo la ridícula sensación de que solo estaba susurrando.
—¡Hombre al agua! —dijo por tercera vez, haciendo un esfuerzo adicional por hacer oír su voz. Pero aparentemente el Arabella era indiferente a su queja; aquel trasero observaba con rostro inescrutable al hombre en el océano.
—¡Oigan! —dijo Standish, viendo cómo el Arabella se alejaba otros diez, veinte, treinta metros—. ¡Oigan, les digo! ¡Hombre al agua, al agua, al agua! ¡Oigan…! ¡Oigan!
Ignorando que uno de sus huéspedes se debatía en el mar, el Arabella seguía su debido curso. Las voces llegan lejos cuando el mar está calmo, pero algo conspiraba contra Standish: cierta falibilidad humana en el castillo de proa del barco.
El castillo de proa tenía dos sectores: uno en estribor, donde dormían los marineros, y otro en babor para los fogoneros, los engrasadores y los limpiadores. Uno de los marineros era un finlandés llamado Bjorgstrom a quien Standish nunca había visto. Bjorgstrom era un buen hombre, de modales humildes, capaz de permanecer respetuoso y sonriente ante sus superiores… si estaba sobrio. Pero no entendía que su raza no estaba hecha para beber, y había escondido en su armario un okolehao comprado en Honolulu. Durante toda la noche, enojado temporariamente con la vida, había estado tomando okolehao; y ahora el potente líquido estaba en el pico de su efecto. Cuando Standish realizó su ineficiente pedido de ayuda, Bjorgstrom armaba tremendo escándalo en el castillo de proa. Había estado cantando y hablando solo en voz muy alta; finalmente otro marinero llamado Gaskin, que intentaba dormir, le había pedido que se callara: Bjorgstrom se había negado rotundamente y se había puesto muy agresivo. Una palabra llevó a la otra y pronto los dos hombres estaban a punto de llegar a los golpes. Bjorgstrom tenía la lengua floja por el alcohol y Gaskin era naturalmente locuaz, con lo que cayeron en una estrepitosa discusión que no dejaba de subir de tono y de volumen. Si no la escucharon los pasajeros ni los oficiales, sí lo hizo la tripulación de ambos sectores del castillo de proa. El ruido despertó a todos los que descansaban, que agregaron sus gritos iracundos a la vorágine de sonidos, exigiendo silencio total para poder seguir durmiendo.
Pronto una batahola de abucheos, silbidos y reclamos a todo pulmón reverberó entre las placas de acero del castillo de proa del Arabella. Durante esos momentos tan angustiosos para Standish, las cosas finalmente llegaron a tal punto que Bjorgstrom sacó un cuchillo y Gaskin se vio forzado a dejarlo inconsciente pegándole en la cabeza con un zapato viejo. Bjorgstrom se disculpó con Gaskin más tarde, cuando se despertó después de un largo sueño, tomó varios litros de agua y volvió a estar sobrio. Los dos hombres se dieron la mano, se palmearon la espalda y son amigos hasta el día de hoy. Sin embargo, es fácil entender que con toda la batahola fue imposible escuchar la débil voz de Standish clamando en el agua.
Standish, por supuesto, no era consciente de estas circunstancias. Cuando vio que el Arabella seguía alejándose, le ocurrió lo que debía haberle ocurrido unos minutos antes. Se dio cuenta de cuál era su destino, perdió la razón y recuperó su verdadera voz. Profirió unos gritos tan feroces y cargados de terror que el primero de los Standish, establecido en suelo americano alrededor de 1650, habría hecho un gesto de entusiasta aprobación de haber podido oírlos en su tumba.
—¡Hombre al agua! —gritó Standish—. ¡Hombre al agua, hombre al agua, hombre al agua!
Diez, veinte, treinta veces repitió Standish la cantinela hasta que se puso levemente morado y empezó a jadear. Pero el Arabella prefirió hacer oídos sordos mientras continuaba su camino. El tercer oficial estudiaba cartas de navegación en la cabina del piloto; el cabo soñaba despierto, los ojos sobre la brújula y las manos apenas sobre el timón; el capitán Bell tomaba café en su camarote, mirando orgulloso su goleta de cuatro mástiles, casi terminada; el cocinero fregaba platos en la cocina, y todos los demás trabajaban abajo o bien dormían.
Standish dejó de gritar tan repentinamente como había empezado. Ahora el Arabella estaba como mínimo a cuatrocientos metros. La estela en la que Standish pedaleaba se había mezclado con el mar, deshaciéndose en él. Una cosa era nadar en la estela espumosa y muy otra balancearse en el mar calmo. Una era efímera, parte de la vida que Standish conocía, algo creado por algo que había sido creado por el hombre. La otra era eterna e incomprensible. En la estela, la dificultad se percibía como temporaria. ¡Pero en el mar…!
Inexplicablemente, Standish se empezó a reír. Era difícil; tenía que tenderse de espaldas y mirar hacia arriba, directo al cielo pálido, pero lo logró. Rio como nunca antes había reído en su vida, o como nunca volvería a reír; carcajadas, risotadas, risas que le hacían saltar las lágrimas y le inundaban la garganta. ¡Henry Preston Standish cayéndose de un barco! ¡Henry Preston Standish solo en medio del océano! Era verdaderamente cómico; era la médula de todo humor. Si pudiera verlo Olivia… ¡los niños!
El sol naciente, que había quedado fuera de su vista por haber caído del lado del vapor y dentro de él, de pronto se hizo visible en el horizonte; o Standish se había desplazado un poco con la corriente o bien el cabo había permitido que el Arabella modificara levemente el rumbo de brújula. Standish se elevó un poco sobre el agua y se le rio en la cara al sol naciente. Había salido, entero y redondo, en el cielo bajo del este; el mentón se apoyaba, impaciente, sobre el horizonte. El sol lo observó despótico, como exigiendo que se le explicara quién era el pez extraño en ese mar familiar.
Y de pronto Henry Preston Standish comprendió la verdadera soledad de su situación. Era un endeble montoncito de vida en un mundo inmenso. El sol era muy fuerte y él muy débil. Aquel océano sin medida, tan seguro de sus poderes, le recordó que no era más que un hombre asustado muy lejos de su hogar. Varios segundos pasaron antes de que notara que había dejado de reírse.
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