Una señora enguantada hasta los codos a pesar del calor, alta, de una severa elegancia, con gafas oscuras y un pañuelo lila anudado bajo la barbilla. Tan pegada a la silla de ruedas, empujándola con el amplio regazo de apretadas formas aún juveniles, y sin servirse de las manos, que más que conducir al inválido parecía dejarse llevar por él, sin capacidad de maniobra ni voluntad de reacción. Confusamente unida a la parálisis orgánica que la precedía y la arrastraba, sin perder su vientre en ningún instante el contacto con el respaldo de la silla, su turbia dependencia o su inconsciente entrega, mal encubierta la cárdena ruina de su cara, la gran mancha rugosa que asomaba bajo el pañuelo lila y ponía un rictus amargo en la boca, había sin embargo en la inercia diabólica de sus manos enguantadas y atroces, yertas junto a las caderas, un resto de enfurecida sumisión, de crispada aceptación de la derrota. Ella, que fue la sal de nuestras aventuras, el tibio sol de nuestras esquinas.
En cuanto a él, era un anciano calvo y lívido, con derramadas mejillas sanguíneas y un lento parpadeo de muñeca. Su mano de artrítico, al indicar la terraza del bar donde probablemente le apetecía tomar un refresco, repitió como en sueños aquel firme ademán que en su juventud ostentó la fusta y el poder, y aún levantó sobre el cuello de tortuga su rostro ultrajado por los años, los insomnios y la memoria. Qué párpado triste, qué silencioso pus en la pupila. La metralla lo había acompañado durante casi cuarenta años y por supuesto lo había corroído con más meticulosa perfección que no lo hizo con Aurora Nin en un segundo. Todo se reducía, en definitiva, a una supervivencia vejatoria de la corrupción y el dolor, a una macabra pérdida de tiempo.
Inclinada sobre él, su compañera le susurró algo, nada de refrescos, le convenció que era mejor seguir paseando o irse a casa, arropó sus piernas y alisó con el guante de manopla negro sus escasos cabellos de la nuca, y él asintió rindiendo la cabeza.
Se reconocieron y se palmearon los hombros bajo un paraguas maltrecho, una tarde emborronada de llovizna, arrimados al muro de la iglesia de Pompeya donde los letreros raspados y la araña desdibujada por el tiempo parecían mensajes prehistóricos. Intercambiaron su júbilo y sus puños ancianos fingiendo fogosidad y golpes bajos, cuántos años, carota, te hacía muerto o en la Modelo, lo mismo te digo, ya ves, mala hierba nunca muere. Casualmente los dos iban a coger el metro y cruzaron la Diagonal, Lage mirando en profundidad la amplia avenida gris donde la doble hilera de plátanos se juntaba al final, entre una espesa neblina de monóxido de carbono, allá lejos en el tiempo:
– ¿Te acuerdas -dijo-cuando nos hicimos los amos de esta calle?
Palau ahogó un amago de tos o de risa en la nariz, la envolvió en mocos, carraspeó y escupió al suelo.
– No para de llover -dijo-, no para.
Bajaron al andén. Sentados en un banco, dejaron pasar vagones que soltaban bocanadas de gente mientras intercambiaban preguntas, nombres y fechas, poniendo orden en aquel túnel de veinticinco años que dejaron atrás: no fue la niña que se les murió en el cuarenta y seis, decía Lage, fue el chico, ¿no te acuerdas?, la Trini bien, la niña ya nos hizo abuelos, ¿y sabías que Esteban Guillén murió del tifus hará unos quince años?, dejé de verle cuando volvió a su antiguo trabajo de viajante, pobre, al final estaba hecho un gorrón y un perdulario… Lage apretaba al costado una sobada cartera de piel marrón, esgrimía en la otra mano el paraguas cerrado y con la contera trazaba líneas en el suelo mojado. Cabeceaba pensativo, entornaba los ojos frente al resol de la memoria, maldiciendo como si le hubiesen robado algo: lo que más sintió entonces fue no poder asistir al entierro de su propio hijo, sólo eso. Después de la muerte del «Taylor» y de Navarro, añadió, se fue a Bilbao, donde Guillén tenía familia, estuvo un tiempo escondido y luego trabajó cinco años en los astilleros, y cuando volvió aquí la rubianca ya no le esperaba pero hicieron las paces, se empleó en las cocheras de tranvías hasta que los cambiaron por autobuses y me jubilaron, ahora cobro letras a domicilio, nada, caca de la vaca, para ir tirando, ¿y tú?
– Yo, pues ya me conoces -bajo una gorra de payés le observaban unos ojos lacrimosos y amarillos -. Yo no trabajo para ésos, coño,no me da la gana. El carota no se rinde, collons.
– No me digas que aún vives del cuento -riendo Lage-. Mira lo que le pasó al marinero: apuró tanto la cosa que no se enteró que la trapería fue destinada al derribo y dicen que un día encontraron un esqueleto aplastado con el gato y las ratas, quizá llevaba veinte años allí…
Dejó de reír añadiendo oye, puedes creerme, hablo en serio: no es bueno vivir de recuerdos, carota. Palau parpadeó sobándose la pelambre canosa de las mejillas, respirando con dificultad, golpeándose el pechugón asmático lleno de silbidos y resonancias: ¿Marcos Javaloyes?, dijo, éste se unió al otro grupo, en el cincuenta y nueve calculo que sería, y los trincaron a todos. Que no, hombre, replicó Lage, que acabó de mala manera mucho antes, parece que iba por ahí recogiendo colillas con una ninfa, se sentaron un rato en un descampado y volaron por los aires, ni se enteró, el pobre, sería una Laffite de la guerra que quedó sin explotar. Meneó Palau la cabeza, la sonrisa renegrida y llena todavía de dientes en su cara de caballo: hace años, una pila de años, un domingo que mi chico fue a la playa con los amigos vieron a un pobre de pedir metiéndose como una rata en el túnel de Montgat. Por mi parte juraría que un día le vi haciendo de hombre-anuncio en las Ramblas, pero… Se encogió de hombros y añadió: no sé, a veces me gusta creer que aún puede estar escondido en alguna parte, pensando en las musarañas.
– No sería el único, no.
– Ya ves, tanto bregar y para qué.
Hablarían de armas que nunca llegaron y de oscuros desalientos, de aquel desamparo y aquella obstinada soledad del escondido tejiendo laberintos en la memoria, de amigos torturados y baleados hasta los huesos; hablarían de la noble causa que acabaría sepultada bajo un sucio código de atracadores y estafadores, de un hermoso ideal cuyo origen ya casi no podían precisar, de una ilusión que los años corrompieron. Evocarían hombres como torres que se fueron desmoronando, compañeros que no regresarían nunca de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo, ni una imagen: ni la postura en que cayeron acribillados, quedaría.
Y repasando una larga lista de fantasmas, se pararon en la rubia asesinada, salió en los diarios, quién iba a decirnos que Jaimito acabaría así: le calentaron los cascos el cuñado y su hijo, que al final también se entendía con ella a espaldas del querido y del mismo Jaime Viñas, ¿no lo leíste, Palau?, el crimen de la calle Legalidad, en aquel solar donde luego edificaron pisos de la Caja de Ahorros, hoy está muy cambiado, sólo quedan las cuatro palmeras. Y qué pronto los pescaron, a Jaime en la cama de un meublé, se envenenó con cianuro y dejó un papel que decía no se culpe a nadie de mi muerte, la vida es sueño, qué gansada, ¿tampoco leíste eso? No, dijo Palau, yo no leo los diarios que escriben ésos, collons, todo es propaganda del régimen, mentiras, cuentos de la mariasalamientos…
Y sin embargo, aún veía tan vivas y cimbreantes las palmeras con nombres de muchacha escritos a punta de navaja, veía las alambradas y el chasis del automóvil pudriéndose entre la alta hierba, veía la tierra abierta y la rubia cabellera flotando, como los cabellos de una ahogada, en el torbellino de un cuarto de siglo. Nunca se sabrá lo que pasó verdaderamente, dijo, como en tantas cosas. Observaba sus viejas manos quietas sobre las rodillas, y sus ojos líquidos parpadearon lentamente: unos aficionados, añadió, unos desgraciados, gentuza pagada por alguien de arriba, ya conocemos el paño. Eso creo yo, dijo Luis Lage, un ajuste de cuentas. Porque si era por las joyas, ¿cómo se iban a olvidar del brazalete? El cerrajero resultó ser un viejo amigo del alcalde de barrio, aquel desgraciado cabrón con el parche en el ojo, y esa mujer sabía demasiado, seguro, fue una furcia de lo más tirado que llegó a fulana de postín…
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