Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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Sarnita no lloró la muerte de su padre, nadie lloró en aquella casa y después del entierro él y su madre estuvieron un par de semanas en el pueblo de la giralda, y cuando Sarnita volvió encontró muchas cosas cambiadas. En la trapería le dijeron:

– Agárrate: ahora Java se pasa al día en Las Ánimas.

– No puede ser -con la mano tiñosa rascándose la cabeza pelona, todo vestido con ropas mal teñidas de negro, parecía salir de no sé qué enfermedad o peligro venéreo. Introdujo lentamente la mano en el cálido montón de pajaritas de papel y añadió -: No me lo creo.

– Te lo juro por mi madre -insistió Mingo-. Y va a misa.

– ¿Java a misa?

– Gorigori habemus, Sarnita.

– Tú reparte la pegadolsa y calla, Tetas -dijo Mingo-. En serio, va casi cada día.

– ¿Y vosotros?

– También, pero menos -dijo Luis.

– ¿Y qué puñeta hace allí Java?

– Juega al ping-pong, canta en el coro, chafardea con las niñas, pregunta, mira y calla -dijo Martín-. Quiere ser artista de teatro, dice.

– Le chifla, va a espiar los ensayos sin que le vean -dijo Amén -. Se sienta en el último banco, en lo oscuro, más callado que un muerto. Algo está tramando.

– Haría cualquier cosa por conseguir un papel en la función.

– Ya lo ha hecho -dijo Martín-. Tenía su plan. Seguro.

– ¡Pues claro! -Sarnita se dio una fuerte cachetada en la

frente -. Ahora lo entiendo.

– ¿El qué, Sarnita? -dijo Amén-. ¡Cuenta!

Eran las seis de la tarde y corría por las calles heladas con los puños prietos en los sobacos, pero no era el hambre ni el frío que lo apuraban. Le cortó el paso cuando el otro salía del Palacio de la Cultura con su cartera y su álbum de campeones de boxeo, y le dijo: ¿tú eres Miguel, el que hace de Demonio en la función de la Parroquia? Sí, qué pasa. Ven, y sacó la navaja pero no la abrió, lo acorraló en lo más oscuro de la calle Larrad y le dio un rodillazo en los huevos. Cuando lo tuvo en el suelo le pateó los riñones y las costillas dejándole casi sin respiración, que no pudiera gritar. ¿Eres tú el que anda por ahí diciendo que la madre de Luis hace pajas en el Roxy?, pues toma. Sentado sobre su pecho, le golpeó cuidadosamente los ojos con los nudillos, toma y toma: cegato no podría hacer de Luzbel. Sin malicia, Hermana: sólo quería dejarlo inútil por un tiempo, no tenía nada personal contra el chico y por eso inventó vengar a la madre de un amigo. ¿No sabes que la madre es sagrada, chaval? Toma y toma.

Reflexionó, se quedó mirando atentamente aquellos ojos hinchados, las cejas partidas, la cara tumefacta, temiendo la posibilidad de que se recuperase en unos días. Así que decidió asegurarse: le tenía de bruces en la hierba, lloriqueando junto al álbum abierto y los cromos repes sin pegar, esparcidos en torno suyo, y primero se los recogió uno por uno y los guardó en el álbum, y el álbum en la cartera, que dejó al alcance de su mano; ya le he dicho que no tenía nada personal contra el pobre chico. Luego le estiró el brazo en tierra, puso el pie sobre el codo y pisó fuerte al tiempo que lo doblaba hacia arriba, un tirón, se oyó el crac: esta vez sí gritó, pero dice que tardó un poco, Java ya había soltado el brazo y al soltarlo cayó doblándose al revés, como si fuera de trapo. Escapó corriendo calle abajo, por la acera de las farolas ciegas, hacía mucho frío, una noche de perros.

– Es por la calientabraguetas de la Fueguiña -dijo Martín-. Todo lo hace por ella.

– No es por eso -dijo gravemente Sarnita, pensativo. Miraba a la abuela Javaloyes envuelta en su gran bufanda, al fondo de la trapería. Expurgaba el trapo de una pila de papeles, sentada debajo del calendario petrificado en mayo del treinta y siete, el mes que amarilleaba un poco más cada año. Las sarmentosas manos ocupadas, sostenía con los dientes dos ejemplares de la revista Crónica. Sarnita le preguntó por señas si quería que la ayudaran un rato, y ella respondió golpeándose el antebrazo con la mano: largaros de una vez, quería decir. Sarnita se volvió a los otros:

– No es por eso, no. Busca estar cerca de las huérfanas, donde sea, incluso en Las Ánimas. Por eso hace Java lo que hace. Vámonos, la abuela está cabreada.

Antes de levantarse miró el portal en lo alto de los escalones: la calle y la noche, el frío invencible. Luego miró al Tetas y Amén enterrados hasta el cuello en la montaña de pajaritas, y dijo qué tristeza el pueblo, chavales, qué aburrimiento con tantos muertos y funerales y viudas, ya tenía ganas de volver, ¿dónde estará Java, vendrá hoy o qué?

– Ya no vendrá. Vámonos -dijo Martín. Por señas le dijeron adiós a la abuela, que ni les vio-. Tú aún no conoces el sitio, te gustará.

– Yo lo que no entiendo es cómo Java se ha apuntado al

ping-pong, que siempre dijo que era un juego de maricas -dijo Luis -. ¿No te parece, Sarnita?

Sarnita no respondió. Caminaban de prisa, apiñados y tumultuosos. En la calle de las Camelias, la noche o la nostalgia de otras noches menos inhóspitas derramaba un olor a jazmín desde las verjas hasta la acera.

– Hacerse amigo del señorito Conrado -dijo Amén -. Eso quiere Java. Y de las catequistas y las beatas, para sacarles botes de leche condensada y ropa usada…

– Tú qué sabes, tótila -dijo Sarnita-. Ya veo que todos estáis en babia.

– Pues habla, Sarnita, qué esperas.

– Ya llegamos -dijo Mingo-. Silencio.

Era en la misma calle Escorial. Un rótulo acribillado de balines y salpicado de puñados de barro, medio desclavado en la tapia del parvulario de las monjas, junto a la araña negra estampillada, decía borrosamente: Capilla Expiatoria de Las Ánimas del Purgatorio, y al lado las enormes columnas como troncos cortados de pie, alineadas y tocándose, formando una barrera que había que escalar. Dos metros más allá estaba el refugio, cuya entrada en forma de herradura se recostaba hacia atrás sobre la tierra roja, entre el amontonamiento de ladrillos y cascotes de la obra interrumpida: boqueaba bajo el cielo estrellado como un enorme pez agonizando y hundiéndose en arenas movedizas. Dentro, la pequeña puerta de tablas, y una de las tablas era de quita y pon: por allí pasábamos, Hermana.

– ¿Municiones…? -preguntó Sarnita.

– Nada. Una carretilla rota y picos y palas -dijo Amén-. Pero nadie más que nosotros lo conoce.

Una vez todos dentro, clavetear la tabla en su sitio, con verdadera furia: el frío acechaba a través de las tablas podridas. La oscuridad era cálida. Os voy a contar lo que hay, dijo Sarnita, ¿os acordáis de aquel domingo por la mañana este verano, antes de la Fiesta Mayor, que vino un taxi? Sí, se acordaban: nunca se había visto un taxi en aquella callejuela de mala muerte, y menos parado frente a la trapería; le salía tanto humo del gasógeno que todos pensaron que tenía una avería.

– Pues venía de Las Ánimas -dijo Amén-. Cada domingo la señora Galán lleva a su hijo a misa, en taxi. Pero sólo los domingos: los martes y los viernes oyen misa en su capilla particular del piso de la calle Mallorca, ¿verdad, Tetas?

El Tetas y él ayudaban a decir la misa, Amén iba los martes y el Tetas los viernes. Siempre volvían desayunados bestialmente, con tostadas y mantequilla y tazones de leche, y con galletas y chocolate en los bolsillos, y contaban del inmenso piso de la doña y no paraban: que si olía a pastelitos de ricos hechos en casa y que si en las vidrieras de colores había bergantines piratas y faros y olas enfurecidas, y en las paredes pistolas antiguas y espadas y puñales con sangre seca y negra de siglos; y Amén juraba que el alférez Conrado tenía en su mesa del despacho cinco balas de plata engastadas en un pisapapeles en forma de cinco rosas, y una foto dedicada donde se veía a Juan Centella calvo calvorota conduciendo una potente motocicleta con su jersey blanco de gola, su pantalón bombacho y sus botas altas.

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