– Hay que contar también con Luis Lage, cuando salga de la Modelo, y con Jaime Viñas -muy animado Palau.
El Ford girando en la plaza Calvo Sotelo dirección Pedralbes, un día de esa primavera que llegó riente y perfumada y empolvada de sol como una puta barata. Desfilan cegadores los plátanos reverdecidos, el fantasma del bar Mery y sus aperitivos esmeralda, las fachadas con cristales nuevos, las colchas de seda y las banderas rojo y gualda colgadas en los balcones, adheriéndose como una piel joven y lustrosa a las palmas secas del Domingo de Ramos. Pasando ante el portalón chamuscado de una iglesia abarrotada de fieles postrados de rodillas: el himno parece darle alas a la hostia, allá al fondo, por encima del mar de cabezas rendidas. Frescos despojos de la iglesia derruida, es decir, edificada al fin según la profecía bíblica: el ábside quebrado, el carbón de la viga y la vidriera rota justificaban finalmente todos los salmos.
Fueron a la comarca del Penedés a rescatar a Meneses del odio y la venganza de un pueblo enlutado, y a la vuelta enfilaron la Diagonal muy despacio por deseo de Bundó: tengo un plan, a ver qué os parece. Frente al Palacio Real una nube de polvo envuelve a una Centuria de flechas famélicos desfilando con la cabeza rapada, negros correajes, boina roja y machete al cinto: ahí van nuestros hijos, ríe Palau, vivir para ver esto. Bundó obsesionándose con su idea del atentado, ahora o nunca, coño, su dedo negro de mecánico apuntando más allá del parabrisas: la verja del parque. ¿Llegó a proponer en serio minar el Palacio cavando una galería subterránea durante noches y noches, y hacerlo volar con dinamita después que entrara el coche blindado? No vendrá, no le esperéis, diría Palau, pensar en liquidar a este cabrón son ganas de hacerse una paja porque sí.
– Tienes razón, hay otras formas de joderles -Esteban Guillén a su lado, tan pulcro y elegante pero con maullidos en las tripas
– . Limpiar sus Bancos, sus fábricas, sus oficinas de Abastos. Sus propios bolsillos, sus carteras.
– Eso lo primero -Palau -. Sin pela no haremos nada.
– Que no somos atracadores, tú -Meneses el «Taylor» con la blanca cara picada de viruela y las negras cejas casi femeninas, el maletín en las rodillas y dos maletas llenas de libros en el portaequipajes. Y en el recuerdo, una pizarra escolar y en ella «vete rojo» escrito con tiza, el pueblo con la giralda y las jóvenes viudas de guerra, una mujer bonita mirándole llorosa y asustada, la espalda contra un muro cubierto de lilas. Salvado del odio por los amigos, casi llorando él también en el momento de la partida, hundido al fondo del automóvil con los ojos bajos que sólo alzó un instante para mirar por última vez el corro de niños rodeando el coche, la blanca escuela y el camino blanco. Los cables del tendido eléctrico dejaban oír un zumbido de lejanías y de futuro. A un kilómetro del pueblo, la joven enlutada, ceñida la cabeza con un pañuelo negro, esperaba de pie junto a la tapia encalada del cementerio. Entre el son de las chicharras, igual que si la vida se hubiese paralizado en torno, un abrazo interminable, unas palabras de despedida, volveré a buscarte, el viento peinando los altos cipreses.
Muchos no aprobaban que Bundó tuviera contactos con Toulouse, pero él argumentaba:
– Ahora todos somos iguales.
– Iguales nunca, faieros, les dije -Palau sentado frente a mí en el bar Alaska, tanteando con la llama mi cigarrillo tembloroso-. Menos el «Taylor» y Guillén, que tienen estudios, ya sabes lo que han sido y lo que son. Unos fanfarrones. Tú eres distinto, musarañas, a ti también te enredaron, eras bueno en el frente pero aquí en la retaguardia ellos te pudrieron. El niño bonito de los faieros. Y mira cómo has de verte ahora. Cagado de miedo.
– Quieren que me una al grupo…
– Bien clarito se lo dije a todos. Y que de octavillas y petarditos y todo eso yo nada, no estoy para perder el tiempo con mariconadas. Yo al grano, tú. Nuestra primera obligación es limpiarles el billetero, no me cansaré de repetirlo. Anarquistas de mierda, le dije.
– Qué importa ya eso, Palau, hasta cuándo vamos a discutir de lo mismo.
– A ver si nos metemos la lengua en el culo, ¿eh, Palau? -me dijeron Bundó y el Fusam encabronados, tenías que verles-. Cantamañanas. Capullo. Que mientras muchos de los vuestros se escondían aquí, bajo las faldas de las viejas, los nuestros organizaban la resistencia en los campos de concentración de los boches, gente del POUM que acabaría en las cámaras de gas de Matthausen y Dachau, ¿lo sabías? ¿Qué dices a eso, carota, había huevos o no? Así que a ver si nos guardamos las ideas, que ahora todos somos iguales. Yo no soy un hombre de ideas, pavero, le dije.
– Tú lo que eres un carota -riéndose el Fusam-. Cuando consigues cinco duros ya estás en el Bolero con una furcia. Tarambana.
– ¿Y pues? ¿De dónde quieres sacar la información, ignorante? ¿Adonde crees que van las palomitas de los fabricantes, a misa, gamarús?
Siguiendo al aprendiz del taller de joyería Munté sin dejarse ver. La fachada del hotel Ritz recibiendo la lluvia. El ascensor que huele a piso de ricos. Por la puerta entornada de la habitación 333 verás a la rubia platino poniéndose la bata y echándose de bruces en la cama, pidiendo el desayuno por teléfono y sin pensar: hay un hombre oculto en el pasillo, sin pensar: será un viejo cenetista, un socialista, un comunista, un simple separatista. Qué más da, carota, qué nos distingue ahora, qué nos separa después de haberlo perdido todo.
– Que no, que todavía hay clases, faieros.
– Está bien, Palau, cómo quieras, dejémoslo ya.
– Póngame con recepción -riéndose la fulana, sacudiendo la rubia cabellera hacia atrás, descubriendo una garganta de nieve. Se revuelca en la cama y queda cara al techo. Bata de seda abierta, medias transparentes hasta medio muslo, labios y uñas de un rojo sanguíneo. Dos pekineses trotando sobre la colcha lamen sus rosados tobillos y sus zapatillas de raso.
– ¿Aló, recepción? Vendrá el aprendiz de la joyería, que suba en seguida.
Se levanta y mira por la ventana el asfalto acharolado de la Gran Vía. Qué piensa una querida de lujo mientras ve caer la lluvia desde una ventana del Ritz, una fría mañana de invierno, calentita ella con su calefacción, sus pekineses, sus estolas de visón, sus turbantes de colores. Sencillamente piensa en lo que era siete años atrás, una muchacha pelirroja tambaleándose sobre unos altos zapatos verdes que le han regalado unos soldados envueltos en mantas; el camión erizado de fusiles parado ante el jardín de Las Ánimas, la joven miliciana de pie en el estribo, su pañuelo rojo al viento, su cabellera rizada y negra; las huérfanas repartiendo café caliente y cigarrillos. La más pequeña, una niña de siete años, mira con ojos hipnotizados la fogata que languidece. Alrededor, los milicianos discuten roncamente, por qué se ha perdido el Norte, maldita sea, mueran los curas, ¡tú, imaginaria, chúpamela! Detrás de las llamas ven a la niña inmóvil, terrible, alimentando el fuego con su extraña mirada de ceniza, ve, niña, le dice el soldado piojoso y sonriente que hace girar con el dedo índice la cadenita de oro con la cruz de rubíes, sin duda robada, ve y dile a la pelirroja ésa que si quiere venir a calentarse, que en mi manta caben dos… Y se veía acudiendo a él, ya cuando todos dormían, para dejarse abrazar bajo la manta y colgarse al cuello la cruz roja, se veía a sí misma desfalleciendo en medio de un intenso olor a sobaco y a vino, y a la pequeña plantarse de nuevo ante el fuego mirándolo con sus ojos glaucos y decir si vosotros dejáis que se apague, soldados, yo lo encenderé otra vez.
Así se habla, niña.
Читать дальше