– A mi madre le gustaría que yo fuera a Las Ánimas -dijo Luis -. Dice que así estaría menos en la calle.
Liberada de la puerta-camilla, con las manos ahora atadas a la espalda, la prisionera era empujada por Sarnita hasta el centro del corro fantasmal, junto al bidet con la vela. El último empujón dio con ella en el suelo. Java hacía rodar en sus manos la linterna de pilas. Sarnita se acuclilló ante Juanita y la llama relumbró en su cabeza rapada, llena de costras curándose con polvo de azufre. ¿Quién encontró las municiones?, dijo. Habla, desgraciada. Java se incorporó. Martín rugió: Nos ha tomado por el pito del sereno. Se abalanzó sobre ella y rodaron los dos en medio de un polvillo de yeso. Juanita quedó a gatas y a él se le vio un instante fugaz pegado a sus nalgas y agitándose frenéticamente, golpeándola con la pelvis como un perro. Pataleando, ella se dio la vuelta y mordía el aire, hasta que se vio aplastada bajo el peso y el ansia de Martín y se inmovilizó. Ladeó la cabeza lentamente y escupió en el polvo, y levantó despacio las rodillas, y luego, más despacio todavía, buscó a Java con los ojos y desde su ambiguo sometimiento le dedicó aquella sonrisa como una mueca. Acercándose, Java la cegó con la luz de la linterna, pero ella siguió retándole con los ojos y la boca torcida, emborronada por el polvo y una saliva sanguinolenta. Me ha mordido, el bestia, dijo con una extraña indiferencia, lamiéndose el labio, escupiendo.
– Suéltala -ordenó Java.
Martín se hizo a un lado, de rodillas, y sacudió el polvo de la falda y de las piernas de Juanita, que ya se incorporaba. Animal, murmuró ella, bestia.
– Ven aquí, acércate a la luz -dijo Java -. ¿Cómo te llamas?
– Lo sabes muy bien, trapero.
– Cómo te llamas.
– Juanita. Tú, quítame esta porquería del pelo ¡Con cuidado, bruto!
Martín le expurgaba la cabeza, tironeando briznas de hierba. Luis dijo:
– La «Trigo». Juanita la «Trigo», así la llaman.
– ¿Por qué?
– Por el color del pelo, tonto -Juanita sacudió la melena airosamente-. ¿Que no lo ves? ¡Ay…! ¡Manazas! Y acabemos, venga, que tengo que volver a la calle Sors, la señorita ya me habrá echado en falta. Vaya jaleo por dos zarrapastrosos almanaques de Merlín, y sin tapas.
Se apresuró el Tetas a precisar: un almanaque y vas que ardes, chata, y ella protestó indignada, me habíais dicho dos, jolín, un trato es un trato. Sarnita intervino diciendo que sí, bueno, pero tienes que dejarte pichar.
– Nanay, listo. Qué te has creído.
– Pues todas os dejáis tocar por los Dondi en el portal de la Casa de Familia…
– Mentira -dijo Juanita-. Quiero irme. Ojalá me hubiese quedado en la Fiesta Mayor. Cochinos.
Java, que se paseaba cabizbajo en torno a Juanita y la vela, dijo sin mirarla:
– Tendrás lo prometido, más otro tebeo de Monito y Fifí de propina. ¿Contenta? -se paró ante ella, sonriendo-. ¿Te gusta la Fiesta Mayor del barrio?
Algo en su sonrisa hizo pensar a Juanita: ahora sí, ahora me podría dar el verdadero miedo, podría sentirlo sobre mí, y nadie me oiría gritar, nadie acudiría si me desangrara.
– Si una pudiera quedarse toda la noche y bailar con quien le gustara… -dijo-. Pero la señorita, se lo decía a éste mientras me traía aquí, la señorita sólo nos deja un rato. Un paseo para ver las calles adornadas, las orquestas, los vestidos de las chicas…
De todos modos, que se había divertido mucho, añadió, primero fueron todas a la Parroquia y desde allí, en compañía del mosén y algunas catequistas, a recorrer calles; que en la calle Sors el mosén había subido al tablado de la orquesta para inaugurar las fiestas, y también subieron Pilar, Virginia y Rosita, y el mosén había hecho un bonito sermón, bueno, un discurso, dijo que era el primer año que la junta de vecinos lo invitaba a la inauguración y que esto satisfacía mucho a la Parroquia y a Dios también, que así la iglesia volvía a participar de la sana alegría del pueblo, después de tantas desgracias y penalidades con la guerra, y al recordar a los caídos algunas mujeres lloraron, pero entonces el mosén cogió la trompeta de uno de los músicos y tocó, todo el mundo se rió mucho y decían qué campechano es este cura, y lo dijo uno que dicen que era rojo, fíjate.
– ¿Tampoco tú tienes padre? -dijo Java. Juanita se encogió de hombros, los labios prietos.
– Como todas las de la Casa -gruñó contrariada, escupiendo las palabras -. Los nacionales lo fusilaron, por si te interesa. Bueno, qué más quieres saber, presumido. Para qué me quieres. Martín me ha dicho que es por las municiones… ¿O no es por eso?
Java se quitaba el pañuelo del cuello y ella dijo intrigada: ¿me vas a vendar los ojos? Mientras él se lo anudaba en la nuca, cuando ya no veía nada, pudo oler la misma colonia que usaba el alférez Conrado y que a veces gastaba la Fueguiña. La voltearon como una peonza y notó bajo la falda la rápida mano, adivina quién es, ella se revolvió pataleando, se desequilibró, las manos de Java la sostuvieron por la cintura: tranquila, Juanita. Y la voz ansiosa de Sarnita: ¿es verdad que un moro te pichó en tu pueblo, golfanta, y delante de tu padre? Y las risitas del Tetas y de Amén.
– Callaros, coño -dijo Java, pero ella notó que no ponía autoridad en la voz -. Juanita, no tengas miedo. Ahora te quito el pañuelo y podrás volver al baile. Confía en mí. Sólo quiero que me digas una cosa.
– Si la señorita se entera que me he escapado, me mata.
– Dime, ¿quién es ahora la directora de la Casa?
– La señorita Moix. Ya es vieja y no guipa nada, pero se entera de todo. La Fueguiña y yo siempre nos escapamos. Claro que la Fueguiña tiene la suerte de trabajar fuera de Casa…
– ¿Trabajáis?
– ¡Que si trabajamos! Coser, bordar, lavar y planchar y fregar. Casi nada. Todo el santo día. Y fabricamos flores de papel, esas que adornan las calles para el baile. Y también hacemos encaje de bolillos, y la Biblia en pasta, hijo. Otras tienen más suerte y trabajan fuera, de criadas o de asistentas, como la Fueguiña. Lolita va a una academia de corte y confección…
Alguien que no era Java la cogió por los hombros y de nuevo le hizo dar vueltas, y una voz carrasposa para darle miedo: ¿ves algo, niña? Pero la voz del trapero, tan cerca de su oído, era la única que le causaba escalofríos:
– La directora que había antes, ¿cómo se llamaba?
Juanita se estremeció. Su cabeza, con los ojos vendados, se irguió un momento como si hubiese captado una señal en la noche, más allá de la música de grillos y orquestas. Los altavoces de la calle más próxima soltaban una voz nasal de vocalista: el mar, espejo de mi corazón.
– ¿Cómo se llamaba? -insistió Java.
– Yo no sé nada. Yo llegué a la Casa hace cuatro años, ya habían entrado los moros en mi pueblo -las veces que me ha visto llorar-. Yo, cuando me trajeron aquí a Barcelona, ella ya no estaba de directora, ya había la señorita Moix -la perfidia de tu amor.
– Pero has oído hablar de ella -dijo Java-. A las otras huérfanas.
Juanita oyó una voz que subía irritada desde el suelo, la de Sarnita: serás cabrito, ¿qué cuento es ése de la otra directora? ¿Qué buscas, Java, qué investigas en realidad, qué tiene eso que ver con nuestras municiones? Pero el trapero no le hizo ningún caso, y dirigiéndose a Juanita, en el mismo tono afable pero frío de antes, repitió:
– Habrás oído algún comentario sobre ella, a que sí.
– La señorita Moix no quiere que hablemos de ésa… Alguna chica habrá que la haya conocido, supongo, entre las mayores. Pero está prohibido nombrarla. Yo ni siquiera sé cómo se llamaba.
– ¿Por qué está prohibido?
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