Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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– Seré médico -dijo Sarnita-. Operador.

– Ja, ja, ¡Animal!

– ¿De qué te ríes, mamona? ¡Luis, el boniato! -ordenó Sarnita, abriendo la palma de la mano con la fulminante autoridad de un cirujano en el quirófano-. ¡Rápido!

Se acercó Luis y ella notó el olor a café tostado que desprendían sus ropas. Cerró los muslos y clausuró una vez más el dulce ensueño de aquello. Con sus rugosidades y sus pelajos, crudo y frío, puntiagudo y al mismo tiempo sobado por el roce de tantas manos y bolsillos: así lo imaginaba ahora abriéndose paso. Todas las manos no tenían sin embargo bastante fuerza para separar sus piernas, toda la diabólica habilidad de Sarnita no alcanzaba a introducir siquiera la puntita nada más. Huy, huy, hablaré, dijo Juanita con una urgencia fingida, pero soltadme, dejadme respirar…

Luis encendió una colilla de rubio en la llama del cirio. Se oía en la noche el chinchín de las orquestas lejanas, una mezcla de briosos bailables que llegaban de varias calles: Legalidad, Providencia, Encarnación y Argentona. Aullaban las sirenas en las atracciones de la plaza Joanich. Dentro del amplio solar de Can Compte, cuya tapia mellada se recortaba negra contra el cielo estrellado, ellos miraban con malignos ojos a la huerfanita sujeta con cinturones de piel de serpiente a la puerta chamuscada y apoyada horizontalmente sobre pilas de ladrillos, en medio del sembrado de escombros: un páramo desolado y yermo, viejos árboles medio carbonizados por rayos o bombas, una tierra que a trechos parecía castigada por dientes y garras. A ratos el viento levantaba del suelo una efusión de cenizas y humo. Colgaba la enredadera de la tapia como un encaje antiguo y polvoriento, y cobijaba a la niña prisionera y semidesnuda el ramaje de un viejo almendro cuyo tronco habían mordido las balas; alrededor de cada impacto, un corazón y un nombre grabados a punta de navaja, Susana, Menchu, Fueguiña, Rosita, Virginia y Trini. Acuclillado junto a Juanita, Martín jugaba con la navaja entre las manos. En voz baja casi de enamorado le decía no tengas miedo, chavala. Java sigue durmiendo en el coche, a lo mejor ni se acerca por aquí. El Tetas y Amén se sentaron junto a Luis, que repartía pastillas juanola. Mingo, acodado a la improvisada mesa de operaciones, miraba las braguitas blancas de la prisionera bajadas hasta las rodillas sucias de polvo de reclinatorio. En todas las caras bailaba la luz amarilla del cirio que ardía en medio del bidet, clavado en su propia cera derretida. Hosti, Juanita, eres fermi, dijo Mingo, no creí que aguantaras tanto.

– Un respiro, trinxes -dijo ella-. Tápame un poco, tú.

Mingo le bajó la falda hasta la mitad de los muslos. Cerca se oía el canto de los grillos y lejos la música de la Fiesta Mayor. Martín se incorporó rascándose con las uñas el flaco pecho, allí donde se balanceaba el cordel con la bolita de alcanfor, y lanzó una torva mirada a través de la noche clara, al ras de los hierbajos y la tierra blanquecina y sepulcral que iba desde Legalidad hasta Encarnación, hasta las ruinas de la masía inmemorial custodiada por cuatro palmeras. Más allá de las zanjas y rastrojos se veían empalizadas rotas y alambradas abatidas, arrasadas como por un huracán. Desde la calle Escorial, asomando por encima de la tapia, una farola bañaba de azul el chasis oxidado del Ford tipo Sedán sin ruedas ni puertas, un cascarón abandonado, podrido por la lluvia. Dentro yacía una sombra inmóvil sobre arpilleras deshilachadas, Java alumbrando el dorso de su mano con una linterna de pilas, mirándolo como si leyera en la piel. Martín tocó su hombro: Java, dijo, vienes o qué. Voy, incorporándose pensativo, el pulgar engarfiado en la gran hebilla de latón del cinto. Al llegar junto a ellos apoyó el pie en el borde esmaltado del bidet, el codo en la rodilla, miró un buen rato la llama temblorosa de la vela y luego a la prisionera, de pies a cabeza: su tosco uniforme azul, la corbatita blanca, el moño de beata, las braguitas bajadas, el sucio escapulario cruzado en la cara. Sobre todo, su sonrisa torva y descarada.

Juanita miraba al trapero con ansiedad y malicia, las orejas encendidas como ascuas:

– Ya tenía ganas de verte, fanfarrón. ¿Qué quieres saber? Venga, pregunta. ¿Qué buscas?

Java no dijo nada, todavía. Fue Martín:

– ¿Es verdad que tú y tus amiguitas habéis encontrado municiones enterradas aquí?

– Mierda -dijo Juanita.

– ¿Así es como os enseñan a hablar en la Casa de Familia? -dijo Amén.

Martín limpiaba la hoja de la navaja en el borde de la falda de la prisionera.

– Este territorio es nuestro -dijo-. Habla, o te operamos la pendiz.

– Márcala, Martín -sugirió el Tetas.

– Primero le pondremos mistos encendidos en las uñas. Luis sacó la caja de fósforos. El miedo asomó a los ojos de Juanita, fijos siempre en Java. Parpadeó.

– Algo oí decir en Las Ánimas, pero no me acuerdo -masculló.

– Vomita, chavala -Sarnita esgrimiendo el boniato peludo, esperando una señal de Java-. ¿Qué fue lo que oíste?

– Que uno de Los Luises había encontrado algo por aquí.

– ¿El qué?

– Una bomba de mano.

– ¿Dónde?

– Yo qué sé, por aquí -Juanita empezó a culear furiosamente sobre las tablas desencajadas de la puerta-. Desátame, tú, que me sangran las muñecas.

– Oye, ¿tú vas mucho a Las Ánimas? -le preguntó Sarnita.

– Sí, qué pasa.

– Más alto, no te oímos -dijo Luis rascándose el ojete con el dedo-. Canta o te hacemos la vaca. ¿Quién encontró las municiones?

– ¿Qué te rascas, gorrino? -Súbitamente puso cara de pena -.¿Tienes cucs? Huy, qué mal lo vas a pasar. ¿Quieres saber cómo se curan en seguida?

Luis asintió. Ella volvió a mirar a Java, pero el trapero seguía inmóvil y silencioso.

– Las preguntas las hacemos nosotros -dijo Sarnita-. Y no intentes desviar la conversación, muñeca.

– Pues no me sacaréis nada -dijo ella-. Trinxes. Kabileños estropajosos. Indecentes gorrinos.

Sarnita reflexionó, paseó en torno al descascarillado bidet donde Java apoyaba el pie, y leyó en la cara de Java, en su extraño silencio: las oscuras manos colgando inertes, cruzadas sobre la rodilla, el pañuelo de colores anudado al cuello, la pescadora azul, el rostro impasible sobre la luz inquieta de la vela. ¿Qué esperaba el legañoso, por qué no la interrogaba él, si había sido suya la idea de hacerla prisionera?

– Vamos a ver -dijo Sarnita volviendo junto a ella -. ¿Quién de vosotros ha estado en Las Ánimas, aparte de Amén y el Tetas?

– Yo fui una vez -dijo Mingo.

– Nada. Beatas y gorigori.

– Tú qué sabes -dijo el Tetas-. Tienen mesas de ping-pong y equipo de fútbol, con un balón de reglamento, y botas y camisetas y todo. Y además hacen funciones de teatro.

– Sí, pero a cambio te hacen tragar hostias y pasar el rosario todo el puto día -insistió Mingo-. Y te enseñan el catecismo, esas beatorras.

– Son muy buenas -dijo Juanita-. Pregúntale a Amén, que es monaguillo. Y dan merienda… ¡Las manos quietas, tú!

– Pero bueno, ¿quién habló de ir a Las Ánimas? -dijo Sarnita furioso.

– Java.

– ¿Y por qué?

– Así podrá currelar a las huerfanitas, ¿no lo entiendes, tarugo? -dijo Martín-. Podrá interrogarlas. Investigarlas.

– Ya.

Java no metía baza en la discusión. Se había sentado en un pedrusco bajo el almendro y miraba a Juanita. Resonó lejano en la noche un estallido de voces y aplausos desde una calle en fiestas, pero los músicos debían estar ya cansados y la melodía se perdía en el camino: llegaba sólo un monótono pulso de bombo y contrabajo, un sordo latido que más parecía pertenecer a la noche que a la orquesta.

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