Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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Juanita suspiró. Adivinaba una tensión en todos menos en el trapero. Ellos no entendían las preguntas de Java. Este interrogatorio es una tifa, dijo Sarnita. Se oyó el clic de la navaja.

– Habla o te marco la cara -dijo Java-. Yo no bromeo, chavala.

– Por algo malo que hizo una vez -susurró Juanita-. Dicen que una noche cortó las cabezas de todas las muñecas de las chicas de la Casa. Y además ahora hace la mala vida, dicen, igual que Menchu.

– Una furcia.

– Eso.

Notó los dedos de Java en la nuca, el pañuelo resbaló por su cara y lo primero que vio fue a Sarnita sentado a sus pies, mirando al trapero con impaciencia y fastidio. Por fin, dijo Juanita, ahora las muñecas, creo que tengo sangre. ¿Me puedo ir ya? Luis ofreciéndole una pastilla en la palma tiñosa de la mano: ¿quieres una juanola?, con la otra hurgándose el trasero. Pónmela en la boca, así. Oye, ¿de verdad tienes cucs?

– ¿Habéis tenido noticias de ella? -dijo Java -. ¿Sabéis dónde vive ahora?

– Pregunta a la Fueguiña. Ella la conocía, creo.

Java le dio la espalda, alejándose hacia el chasis del Ford. Sarnita protestó de nuevo: esto es muy aburrido, y empujó a la prisionera hasta obligarla a sentarse en el bidet. El cirio ardía entre sus rodillas. Java se había recostado en el interior del automóvil y desde allí contemplaba la escena, sin mucho interés. Luis y el Tetas la sujetaban por los tobillos, Mingo le juntaba las muñecas a la espalda y Sarnita le cerraba los muslos en torno a la llama. Verás ahora si cantas o no, verás si le dices a Java dónde vive esa meuca. Y volviendo la cabeza hacia el Ford: ¿es importante, Java? El trapero frunció la boca y Sarnita añadió: ¿lo ves, perra? Vomita.

– Pero si yo no sé nada, si nunca la he conocido. Qué vergüenza, virgen, qué vergüenza.

– Se está poniendo cabrona, Sarnita -dijo el Tetas -. ¿Le bajamos otra vez las bragas?

– Te vamos a quemar el conejo, chavala -dijo Mingo cortándole el paso a Martín -: Tú quieto, no te acojones, que no pasa nada.

– Se va a quemar.

Con ojos desorbitados ella miraba la llama de la vela a unos centímetros de los muslos polvorientos y rasguñados. Debatiéndose consiguió liberar una mano y arañar la cara del Tetas, que rodó por el suelo exagerando un aullido.

– Juani la intrépida -dijo Sarnita.

– Canta, mala zorra.

– Te vamos a meter el boniato por el ojete.

– ¡No sé nada, os digo que no sé nada!

– A ver una cosa -intervino Java alumbrándoles con la linterna. Ellos cejaron en su empeño, pero no le quitaron las manos de encima. La respiración entrecortada de Juanita aplastaba la llama de la vela -. A ver, si me dices la verdad te soltamos. ¿Sabes si tenía una marca especial, alguna vez oíste decir a las huérfanas si tenía una señal en la piel, una cicatriz?

– ¿Una cicatriz en la piel?

– Sí. Unos costurones…

– No. Y te lo repito: pregunta a la Fueguiña. Yo no sé nada.

Java se quedó pensando y todos protestaron de nuevo: cabrón de legañoso, ¿qué misterio se trae? Cuéntanos de una vez qué buscas, quién es la meuca de la cicatriz. Java sólo dijo:

– Soltadla, y que se vaya a bailar.

Juanita sonrió entre las lágrimas, frotándose las doloridas muñecas. Luego sacudió su falda y su pelo.

– Con esta facha -dijo Mingo-nadie te sacará a bailar.

– ¡Y a mí qué! Yo bailo con la Trini.

– Luis, acompáñala -ordenó Java, y a ella-: Ya sabes, si hablas de esto, si se lo cuentas a alguien, entonces sí, entonces te rajo esta bonita cara de un tajo y además te pelo al rape.

– No me digas -canturreó Juanita-. ¿Nada más? ¿No queríais nada más de mí, esta noche? Os creéis muy listos, ¿no? Lo único que sois unos cochinos.

Y dando media vuelta se alejó en dirección al boquete de la tapia que daba a la calle Legalidad, tropezando con matorrales y escombros pero decidida y ágil. Rascándose el ojete, Luis se precipitó tras ella y al ir a cogerla de la mano ella le esquivó furiosa. Pero le dijo en voz baja, casi dulce: conozco un remedio para los cucs que no falla, un collar de ajos. Te regalaré uno, aunque no te lo mereces, no, guarro.

Y fue esa misma noche cuando Java empezaría a interrogar a todas las huerfanitas, buscando alguna pista que le llevara a la puta roja. El verano del cuarenta, debía ser. Calle por calle, custodiado por los kabileños de bolsillos repletos de pólvora y pellejos de serpiente por cinturón, durante cerca de dos horas recorrió inútilmente el barrio en fiestas. Encontró a varias muchachas de la Casa, pero no a la Fueguiña. El Tetas y Amén le abrían paso penetrando en las riadas de gente con violencia, a codazos y levantando las faldas de las chicas y tirándolas del pelo. Volaban serpentinas de balcón a balcón y de una acera a otra, por encima de parejas y mirones que transitaban apretujados en ambas direcciones. La pandilla permaneció un rato frente al tablado de la calle Sors, admirando una frenética exhibición del batería de la orquesta Melody. En la esquina de la calle Laurel, en medio de un corro de excitadas muchachas que lamían polos de limón y naranja, un artista joven y vestido pobremente pintaba bonitos paisajes al pastel con asombrosa rapidez y los vendía allí mismo a perra chica la media docena. Un anciano barquillero que había instalado su ruleta con cigarrillos de anís, boquillas de papel y botellines de vermut, fue expulsado de mala manera por un guardia civil vestido de paisano, vecino de la calle Argentona. Casi nadie se fijó en el joven perdulario con macuto y cabeza rapada que se inclinaba muy despacio sobre el bordillo de la acera; parecía agacharse a recoger algo, pero en realidad se estaba cayendo de debilidad. Lo incorporaron a medias y lo sentaron recostado en la pared, y tenía una brecha en la frente y la hija de una vecina, una muchacha con un ceñido vestido verde, trajo un vaso de leche que el joven vagabundo no quiso beber.

Al final de la calle se oían aplausos. Con los negros cabellos engomados y la chupada cara de tuberculoso, un fino bailarín de entoldado evolucionaba elegantemente con su rubia pareja en medio de un círculo de mirones. Frente al portal de la Parroquia, las huérfanas de la Casa de Familia bailaban entre sí empuñando monederos de plexiglás verde. Al preguntarles Martín, dijeron no saber dónde estaba la Fueguiña, riendo como tontas, ¿pues qué le queréis a ésa?, aquí tenéis a la Pili… En un callejón oscuro y desierto se besaba una pareja y ellos se pararon a escudriñar las sombras con sus vertiginosas pupilas, habituadas a cazar gatos en la tiniebla más densa. Las campanas de Las Ánimas dieron las doce. La sombra silenciosa que en este momento se cruzó con ellos era el novio pistolero de Margarita: pasaba sin verles con su rostro terrible picado por la viruela, blanco y duro como el hielo. Sarnita se agachó como si oyera silbar un obús.

– El «Taylor» -dijo.

El «Taylor» caminaba con los brazos separados como si tuviera ganglios en las axilas, amargado, lento y abstraído y con su pelo negro acharolado, y pasó tan cerca que ellos captaron el sudor de los sobacos oliendo a cuero.

Pasada la medianoche, Java propuso formar dos grupos y volver a encontrarse más tarde. Excepto él y Mingo, todos se juntaron media hora después en las atracciones de la plaza Joanich. En las casetas de tiro pidieron una escopeta y por un real le tiraron a una botella de anís hasta que la dueña descubrió que utilizaban balines que Amén llevaba en el bolsillo, y les quitó la escopeta. Subiendo por Escorial, al romper a pedradas el solitario farol de la esquina con San Luis, un viento repentino que surgió de la oscuridad tumbó de espaldas a Sarnita; fue como una aparición fantasmal, explicaría después, un hombre alto y pálido que avanzaba encorvado contra la noche; pudo ver un instante el brillo acerado de sus ojos, su abierto chaquetón azul de marinero y su alto pecho desnudo y tatuado; asomaban rizos de oro bajo su boina y su barba era rubia como la miel. Que se le vino encima al doblar la esquina, dijo, y que luego se alejó a grandes zancadas con sus andrajosas alpargatas azules. Quiso añadir, aunque no pudo o no supo, que aquel hombre parecía venir no de la noche más remota, sino de un naufragio, una tormenta o una taberna del puerto con su manchado mostrador.

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