– Es él -dijo-. Es el marinero.
– Yo no he tenido tiempo de verle -dijo Amén-. ¡Vaya susto!
– No puede ser. Está en Francia -dijo Martín-, se fue en un buque de carga.
– Pues ha vuelto.
– ¿Será el que trae café de estraperlo al tostadero clandestino donde trabajas tú, Luis? -dijo el Tetas-. Seguro, seguro.
– Sí que lo trae un marinero -dijo Luis-, pero no es éste. Éste es un maquis, chaval, ¿qué te juegas? Seguro que lleva un carnet de AFARE, mi padre tiene uno…
Nanay, lo interrumpió Sarnita echando a caminar, os digo que es él y viene de Marsella, siempre quiso ser marinero. Pensaban contárselo a Java, pero esa noche ya no le vieron. Y cuando Mingo se juntó con ellos, les contó lo ocurrido con la Fueguiña: él y Java la habían encontrado por fin en la calle Torrente de las Flores, y Java estuvo con ella más enigmático que con Juanita, ni siquiera le preguntó por las municiones. Al parecer no la reconoció en seguida, era muy distinta a aquella chavala que vio por primera vez, aquella sombra gris en una tosca bata gris y con sandalias de goma. Bailaba, dijo, con uno que llevaba pantalón bombacho, un tal Sergio, que Java conocía de venderle novelas de Doc Savage de segunda mano. La apretaba mucho pero ella no quería darse cuenta o le gustaba. Por encima de su avispada cabeza, de sus negros cabellos partidos sobre la frente y recogidos en dos gruesas trenzas, se extendía hasta el final de la calle el techo de guirnaldas y tiras de papel de seda desflecado y bombillas de colores. Párvulos y voraces, los ojos del trapero vagaban por la pobre faldita floreada y el mísero pullover rojo, mordisqueado en las mangas y erizado de una pelusilla luminosa, mientras se dejaba sobar por su pareja. Aprovechando una pausa de la orquesta, se interpuso entre la pareja y la invitó a bailar el siguiente bolero, pero ella le rechazó. Mingo no sabía cómo se deshizo Java de su rival, sólo vio que le daba un recado a la oreja, que entraron juntos en un portal oscuro y que al poco rato volvían a salir para reunirse de nuevo con ella. Cojeando un poco, Sergio todavía la sacó a bailar, pero no terminó el bolero. Fue como si de pronto le diera un calambre terrible o como si hubiese recibido una patada en los huevos, dijo Mingo: rojo como un tomate, ahogando un alarido, soltó a la chica y se fue renqueando hacia su casa, arrimado a las paredes como un perro herido. Ella no se quedó sorprendida ni nada, sólo un poco fastidiada. Pensó que al pobre le había dado rampa en la pierna.
Al primer baile ya se dejó apretar igual que con Sergio, a lo bobo, como si no tuviera conciencia de su cuerpo o como si no le importara. Su voz era como su mirada: turbia, fija, de una indiferencia destrempadora.
– ¿Cómo te llamas?
Tardó un poco en contestar.
– María.
– Pero te llaman la Fueguiña. ¿Por qué?
– No sé.
– ¿No te acuerdas de mí?
Ella se encogió de hombros. Sus ojos de ceniza asomaban por encima del hombro de Java como detrás de un parapeto.
– No.
– ¿Has comido alguna vez empanadillas de atún? -apretando un poco más su cintura, Java añadió-: Te estuve buscando toda la noche.
– Embustero.
– ¿Por qué no llevas el uniforme como las otras?
Las que trabajan fuera de la Casa, explicó ella, las que iban a coser a casas particulares o a hacer faenas por horas, podían llevar vestidos de calle. Quién sabe por dónde andarás, entonó entre dientes siguiendo los compases de la orquesta, quién sabe qué aventura tendrás… Sí, cuidaba a un inválido, un herido de guerra, durante unas horas al día. Qué lejos estás de mí. La directora de la Casa era buena, las trataba bien, ahora estaría con las otras chicas recorriendo las calles en fiestas, quizá buscándola, ya era muy tarde.
– ¿Cómo se llamaba la otra directora?
– ¿Qué otra directora?
– La que había en la Casa antes que ésta, y que tenía cicatrices y dicen que era muy roja.
– La señorita Aurora -dijo la Fueguiña.
– ¿No la has vuelto a ver?
– No.
– ¿Y no sabes dónde vive?
– No.
– Dicen que ahora hace de fulana. La Fueguiña se encogió de hombros.
– Dicen.
Lo pisó sin querer y sonrió a modo de disculpa, separándose un poco. Entonces Java pudo ver su extraña sonrisa mellada, sus dientes rotos y enfermos. Ella lo miraba con recelo y él sostenía esa mirada. Todo fue muy rápido: se apagaron las luces y la huérfana se encontró con un farolillo en las manos, dijo voy por cerillas y Java todavía la está esperando.
Ni rastro de ella por ninguna parte. Después del baile del farolillo, cuando ya se había retirado la vocalista y la orquesta tocaba los últimos tangos, las mujeres empezaron a chillar y las parejas a correr en todas direcciones. Cruzando una cortina de humo negro y espeso, los músicos saltaron al arroyo desde el tablado con sus instrumentos. En cuestión de segundos la gente quedó apiñada en las aceras y el tablado desierto, soltando humo por debajo, resplandores intermitentes y explosiones: se quemaba la traca del día siguiente, los sacos de confeti del fin de fiesta y algunas sillas plegables. Una centelleante lengua de fuego devoró los faldones rojos del tablado, visto y no visto. Los gritos de fuego no se oyeron hasta que las llamas brotaron enormes por un costado, doblándose y lamiendo el piano. A las caras llegaba el calor como las exhalaciones de un animal herido. Echaban cubos de agua y el humo subía ahora denso y blanco hacia la noche estrellada. Java se debatía entre una doble muralla de hombres que exhalaban un vaho enervante y pegajoso, una crispación muscular que les hermanaba extrañamente a cada explosión de los petardos. Al subirse a la acera para esquivar el reguero de agua que bajaba por la calle, distinguió un momento su grave cabeza constelada por el incendio, girando, despeinada, y luego su cara: iluminada por las llamas, entre el apiñado grupo de vecinas, la Fueguiña miraba el fuego de una forma ritual, con sus ojos antiguos, helados, registrando cada detalle, cada pavesa que volaba hacia lo alto como un murciélago. El resplandor azotaba su cara y ella lo recibía boqueando como si le faltara aire.
Dos hombres no pudieron impedir que Java se soltara y echara a correr hacia el otro lado del tablado, mientras explotaban los últimos petardos de la traca. Cuando llegó a la otra acera, la Fueguiña ya no estaba.
Pero que no se diga: ya no puedo más, Marcos, esto es el fin, no tenemos salida. Inclinándose para encender el cigarrillo que el marinero sostenía con labios temblorosos llenos de pupas, acurrucado en un rincón del bar Alaska. Y pensar que al principio todos decían esto no puede durar, esto no aguantará, sin sospechar que el eco de sus palabras llegaría arrastrándose a través de treinta años hasta los sordos oídos de sus nietos. Estaban en babia, ciegos, sin esperanza, estaban muy lejos de verse empuñando las armas otra vez, de hecho ni siquiera podían imaginarse así: la cara tapada con el pasamontañas y pistola en mano empujando la puerta giratoria del Banco Central, o colocando una bomba en el monumento a la Legión Cóndor, o desplegando una bandera en la falda de una colina. Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, llorando por los rincones de las tabernas como niños.
Palau era el único que ya entonces debía entrever, entre las lágrimas quemantes que aún le nublaban una visión de tropas victoriosas desfilando Salmerón abajo, a la rubia platino esperándole echada en la cama del Ritz y cubierta de joyas, o el coche del tío con chistera, parado a punta de revólver en la carretera de la Rabassada. Que no se diga, hombre, hay mil formas de joderles.
Cuanto más cierras los ojos, más claro lo ves: no era la realidad exigiendo formar un grupo de resistencia lo que volvió a juntarles en el piso junto al metro Fontana el mismo día que entraron éstos, los nacionales, sino el deseo obsesivo y suicida de repetirse unos a otros en voz baja esto no aguantará, no puede durar, este régimen ha de caer. Basta una escopeta de caza con los cañones recortados, arrestos y un poco de suerte; Bundó dispone de un Ford tipo Sedán y Palau recuperará su Parabellum enterrada al pie del limonero del jardín de los Climent, hay que localizar a Esteban y que venga, Meneses no volverá nunca a ser maestro de escuela en su pueblo y también está disponible, y tiene una Browning, y Marcos, si se decide a salir alguna noche de su escondrijo, que sea para algo más que para estirar las piernas o robar candelabros en las iglesias; hay que resistir, hay que aguantar como sea porque ya veis que esto no durará mucho y de todos modos acabarán viniendo los aliados.
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