Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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En alguna parte de su mente olvidadiza Sor Paulina murmuró los nombres de Jesús, María y José mientras el celador seguía desgranando sílabas siempre en el mismo tono: no había inflexión en las preguntas, no había ironía ni pena ni emoción alguna.

Y cuándo y cómo empezó la persecución de la puta roja, quién lo sabe, quién tuvo la culpa, quién se chivó: después del incendio del tablado en el Torrente de las Flores, Java no volvió a ver a la Fueguiña hasta un día que ella salía de la Casa camino de Las Ánimas, donde tenía ensayo de la función.

No, dijo la monja, que fue en la iglesia antigua, en la capillita quemada: tiritando con aquel frío que caía del techo ella me ayudaba a cambiar las flores y los cirios del altar mayor y de pronto no la vi a mi lado, estaba en uno de los altares laterales mirando fijamente una imagen de la Virgen, rezando tal vez. Una imagen de la Purísima mutilada y maltrecha por la lluvia, sí, aún no habían reparado el techo. Pero no rezaba. Llevaba siempre consigo el cuadernito de la Galería Dramática Salesiana y aprovechaba cualquier momento para repasar su papel en la función, como hacían todas; sin embargo, aunque ahora abría el cuaderno, tampoco era eso lo que ocupaba su memoria. Él se le acercó en silencio por la espalda, adivinando, dijo, ahora me acuerdo, lo que ardía otra vez en sus ojos: los muros chamuscados, negros, el altar devastado, aquella viga carbonizada sosteniendo el cielo gris, la gran huella del humo por todas partes. Parecía hipnotizada, dijo él que pensó, allí de pie bajo la sombra tumultuosa de un incendio que jamás pudo ver, y le susurró al oído: Todavía buscan al loco que quemó el tablado. Ella ni siquiera se volvió a mirarlo y él añadió: Quiero decir la loca, todavía no saben que fuiste tú, pero yo te denunciaré.

Entonces ella se volvió, el cuaderno prendido en el cinturón, un cirio en cada mano y en medio de sus ojos de agua de pantano, ni asustados ni nada, muertos. ¿Me has entendido, Fueguiña?, dijo él, y ella entornó los ojos por el frío punzante que caía desde el boquete del techo. Pero seré mudo si me ayudas, añadió él, te juro que no diré nada; sé que esta semana tenéis ensayo de la función y yo necesito un papel en esa función. Te explicaré lo que debes hacer. (Yo la llamé, Ñito, quise evitar aquello fuese lo que fuese, y la mandé cambiar el agua de los floreros, pensé que aprovecharía para escapar pero no tenía mucho pesquis, esta chica, y lo esperó afuera y allí debieron planearlo juntos. Aunque rezara era un mal bicho.) Era un mal bicho la Fueguiña aunque rezara, sí. ¿Quién hace de Demonio, cómo se llama?, le preguntó Java, sosteniendo los floreros que ella iba llenando en la pila de la sacristía. Miguel, Miguel no sé qué más. Le conozco, dijo él.

Y se fue a por el chico, lo esperó cuando salía del Palacio de la Cultura en la Travesera, no eran las seis y ya parecía de noche, buena hora para una emboscada y repartir hostias, para deshacerse de un enemigo.

– Todo el mundo busca a alguien -decía Sarnita-, fijaos bien, todo el mundo espera o busca a alguien. Cartas o noticias de algún pariente desaparecido, o escondido, o muerto. Siempre veréis a alguien que llorando busca a alguien que sabe algo malo de alguien.

Y cuánto le pagaban por ello, por husmear en tabernas y casas de putas, por preguntar a las vendedoras de barretas y tabaco, a sus amigos los gitanos, los afiladores y los paragüeros, por si la conocían o la habían visto, por fisgar en las pensiones baratas donde compraba papel y trapos viejos.

– No hay ningún secreto, chavales -les repetía Sarnita-. Ningún misterio. Aquí ahora todo son denuncias y chivatazos, redadas y registros. Qué tiene de raro. El padre de fulano ha resultado ser un rojo de armas tomar, te dicen de pronto, y mengano, ¿no lo sabías?, oye, pues todo lo que tiene en casa es robado, el cabrón dice que es confiscado, pero es robado. O bien: ¿sabes la noticia?, la hermana mayor de tal se ha metido a puta, fíjate, una chica tan fina, o el tío de cual lleva dos años escondido en una barrica de vino, hace crucigramas día y noche y le dan comida por un agujero… Mirad los diarios, leed esos anuncios pidiendo noticias de hijos y maridos desaparecidos. Aquí mismo, en la trapería, hay gato encerrado, chicos, estoy seguro. ¿No oís a veces el crujido de una mecedora y el raspar de una lima? ¿Os habéis fijado en las sortijas de hueso que vende Java? No están hechas por los presos de la Modelo, eso dice Java, pero no es verdad. ¿Y qué me decís de las pajaritas de papel de periódico y de revistas que de pronto aparecen a miles, como llovidas del cielo? ¿Vais a hacerme creer que las trae Java en su saco, que todo el barrio se ha puesto de repente a hacer pajaritas? Nunca he visto a la abuela Javaloyes hacer una pajarita de papel. ¿Y sabéis lo que dicen, nunca habéis leído ninguna? Pues coge una del montón, Tetas, esta misma, desdobla el papel y lee: Miguel Bundó Tomás, reemplazo 41, Ejército Rojo, 42 División, 227 Brigada, 907 Batallón, 2. aCompañía (chófer). Gratificaré a quien pueda proporcionar noticias ciertas sobre su paradero. Coge otra, cualquiera, tú, Amén, una de las grandes, ésta: Pavoroso incendio en Santander. Por facilitar medios para huir al extranjero han sido detenidos Jaime Viñas Pallares y Luis Lage Correa. Y esta otra, mira: Recuperación de muebles y alhajas expoliados por el marxismo. Y ésta: Robo a mano armada en el hotel Ritz. ¿Y ese orinal lleno de caca y orines que la abuela vacía en el water a escondidas, creyendo que no la vemos?

En el otoño, Sarnita y su madre se fueron por unos días al pueblo, repentinamente vestidos de luto los dos: el padre había aparecido una mañana colgado en la portería del campo de fútbol del Europa. Durante dos horas un perro callejero estuvo ladrando a las viejas alpargatas que apestaban a vómito, hasta que abrieron el portalón de madera de la calle Cerdeña. Lo descolgaron: un pellejo hinchado de vino y envuelto en nubes de moscas, una lengua negra que había causado más muertos que la misma guerra, eso decían en el barrio. Dijo Sarnita que cuando le aflojaron la cuerda del cuello, eructó, como si estuviera vivo. Y que volvió a ver, revoloteando sobre sus párpados cerrados, aquellas cosas que había visto años atrás cuando su padre lo llevaba al refugio cogido de la mano, y que nunca podría olvidar: mujeres y soldados envueltos en mantas y calentándose en torno a una fogata, muchachas con zapatos de altos tacones arrastrando manojos de fusiles… Sufría alucinaciones, el tal Sarnita, Hermana, estaba atontado de las bombas. En su casa del Cottolengo habían pasado cuatro días sin saber nada del padre. El hombre parecía muy viejo pero no lo era tanto, iba mucho de burilla al barrio chino y no tenía trabajo, se decía que era un confidente de la bofia; últimamente se dormía en las tabernas junto a la radio, de madrugada no se atrevía a entrar en casa y se echaba en el rellano de la escalera, y sus hijos solían tropezar con él al bajar a la calle. Una noche que nos sentamos en el portal oímos de pronto un estrépito de muerte y el borracho se nos vino encima rodando por la escalera como un fardo. Esta vez y otras muchas le limpiamos la sangre de la cara, le abrochamos la bragueta y la camisa, lo agarramos por los sobacos y las piernas y lo subimos sin hacer ruido, dejándole tendido en la entrada de aquel pisito de paredes rajadas y con manchas. Al entierro fueron desastrados fantasmas de sus noches, soplones y derrotados tabernarios, una extraña fauna silenciosa y sin afeitar, caras color ceniza y ojos que apenas soportaban el sol. Algunas pajilleras del cine Iberia, vecinas cargadas de críos y de sueño, se acercaron por la casa a dar el pésame: era bueno, nadie es un inútil, en estos tiempos. Fue cuando Java, al verlas allí sin pintarrajear, con niños en brazos, tan atentas y como de la familia, les preguntó una por una y por separado, en voz baja, si conocían a una tal Ramona, meuca barata como ellas. Ninguna supo decirle. Y entonces preguntó a Sarnita: ¿sabes si tu padre que en gloria esté conocía a una tal Ramona, le oíste hablar de ella alguna vez? No, no hablaba nunca de su cochino trabajo ni de su amistad con las furcias, ¿Ramona dices, de modo que así es como se llama?, pues no, ¿por qué, quién es?

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