Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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Por eso Java insistió: ¿quién dice que nos vio?, y la doña dijo un antiguo chófer nuestro, pero es igual, hijo, quizá se confundió. Hum, hizo Java, ¿su hijo de usted también la trató?, preguntó distraídamente, pero la doña ahora reflexionaba, los ojos casi en blanco, escogiendo las palabras: Aurora fue siempre una muchacha honesta, y cuando pasó lo que pasó, cuando su tío trajo el luto a nuestra casa, no creas que disminuyó el aprecio que le teníamos a esta chica… ¿Qué fue lo que pasó, doña? Ay, hijo, no hablemos de desgracias, aquellos días había sonado la hora de la venganza para tantos resentidos. Y volviendo al motivo de su visita, insistió en saber si Java y ella habían vuelto a verse, o si sabía dónde vivía. No es que pensara, dijo, que él podía haber hecho algo feo con aquella mujer de la vida; si era casi un niño. Tal vez sólo la conocía de comprarle botellas y papel viejo, o simplemente de frecuentar el barrio chino con los amigotes, o quizá fue amiga de su hermano… No, doña, palabra, no la conozco.

Lo más oscuro era la cueva lateral y solíamos sentarnos en semicírculo frente a Martín, que recostaba la espalda en la pared del fondo. Luis encendió el cabo de vela pegado sobre la calavera en su propia cera derretida y la puso en el centro. Mingo apagó la linterna, todos tendieron la mano y Martín repartió unos pellizcos de picadura y papel de fumar. Teníamos muchas reuniones allí, y a veces el Tetas traía tomates y cebollas y hacíamos ensaladas en una lata de galletas y después fumábamos y charlábamos hasta muy tarde; otras veces Amén birlaba en el Centro un bote de leche condensada y nos hacíamos traguitos muy aguados, y en una botellita de orange llevábamos la pegadolsa deshecha en agua: era el café.

– Chachi para contar aventis, Sarnita, a que sí -dijo Amén frotándose las manos-. Aquí te inspirarás, seguro -en cuclillas, sus ojos harapientos saltando de una cara a otra a la luz de la vela: máscaras en el vacío, y el frío y el miedo acechando a través de las tablas podridas, en la calle. Luis tosía mucho allí dentro y hablaba poco, el refugio aún guardaba para él ecos de bombardeos y sirenas de alarma. En las paredes de tierra donde oscilaban las sombras se veían los tajos de las piquetas, lombrices y escarabajos, una piedra con vetas negras y verdes que se podía quitar: tras ella quedaba una hornacina y allí ocultábamos la vela y la calavera, las cerillas, una lata Príncipe Alberto con pólvora, dos novelas de Bill Barnes y una de Doc Savage y una revista Signal con aviones Messerschmitt en colores.

Cada vez más misteriosa la voz pausada, gutural, persuasiva de Sarnita: pues aunque no la conozcas, recordando, eres la persona indicada para encontrarla, haznos este favor, dijo la doña, porque yendo de casa en casa habrás visto qué cuadros, hijo, conocerás a tantas desgraciadas como ésa.

– No dejes de avisarme si la encuentras o si tienes noticias de ella -añadió-. La parroquia sabrá recompensarte y yo por mi parte también, como cosa particular.

Asentían en silencio las caras pensativas.

– Humm. Poco a poco se moja el culo, es lo malo que tiene el refugio -dijo Martín removiéndose inquieto-. Tenemos que traer sacos viejos.

– Mejor unos tochos -levantándose Mingo: encendió la linterna, sopló la vela-. Vámonos. Dejas todo como está, luego volvemos. Sígueme, Sarnita, que ahora viene lo bueno.

Tan inútilmente abiertos los ojos a esta tiniebla, avanzando a ciegas, la memoria recupera fugaces visiones infantiles, grandes camiones con los faros apagados desfilaban rabiando en la noche barrida por reflectores antiaéreos, frente a la boca estrellada del refugio: milicianos jugando al fútbol con el cráneo de un obispo asesinado, dicen. Y de pronto, la pared arañada del fondo. Es un refugio muy pequeño, dijo Sarnita decepcionado. Era como si no hubiesen tenido tiempo de acabarlo, como si el fin de la guerra hubiese sorprendido a los obreros en plena faena y allí mismo habían soltado picos y palas, un capazo podrido, una carretilla con su carga de tierra, para correr alegremente hacia sus casas. Husmeaba Sarnita: cagones, desde ahora esto se acabó, al que vuelva a cagarse aquí haremos que se coma su mierda. Tras ellos correteaban las ratas, se oían sus patitas chapoteando en el fango. Mingo enfocó la linterna en la base de la pared del fondo, había un agujero del tamaño de un barrilito. Por aquí, sígueme, y se agachó y pasó la cabeza y los hombros manteniendo la linterna enfocada hacia atrás para que él viera.

También le preguntó la doña por qué no íbamos a Las Ánimas, no en plan monaguillos como Amén y el Tetas, no a misa o a rezar, si no queríamos, sino a divertirnos y hacer amistades, a pasarlo bien con los demás chicos, recordó Sarnita avanzando a gatas detrás de Mingo, y en seguida a rastras: tocaban el techo con la cabeza. Entonces, si es verdad lo que le dijo la doña, que su Aurora había sido tan buena y devota que incluso llegó a directora de la Casa, aunque sólo unos meses durante la guerra, pues está bien claro por qué le han entrado al legañoso esas repentinas ganas de meterse en la función de Las Ánimas: quiere arrimarse a las huerfanitas, tirarlas de la lengua y luego irle con el cuento a la doña. Ella misma le sugirió la idea, ¿os acordáis?: alguna de las mayores quizá sepa dónde vive ahora.

– Además, que no os hará ningún mal pasar por la parroquia de vez en cuando -dijo la señora Galán-, Que necesitáis que os sujeten un poco, hijos, al menos allí no aprenderéis nada malo y no estaréis callejeando todo el día. Que sois un poco golfos, ¿eh?

– Sermón habemus -dijo Amén.

– Le cantó la monserga una y otra vez: piensa que harás una obra de caridad -dijo Sarnita-, piensa en esa pobre chica lanzada a los peligros del mundo, del demonio y de la carne, le dijo la doña. Pero a Java sólo le interesó la recompensa, lo que fueran a darle por el trabajito.

– Una escopeta de balines -dijo Luis-. Eso fue lo que le pidió a la doña.

– ¿De dónde has sacado eso, banau? -dijo Martín.

– Yo que lo sé.

– Tienes goteras en el coco, chaval.

– ¡Silencio! -ordenó Sarnita.

Avanzaban a rastras, ayudándose con los codos. Era reciente el pasadizo, olía a caca de gato. Habéis trabajado duro, dijo Sarnita, y Amén desde la cola de la comitiva; tres noches seguidas. ¿Y adonde lleva? Espera y verás. La luz de la linterna oscilaba rítmicamente en la mano de Mingo, recogía tierra y más tierra arañada, escarbada: techos y laterales angostos con huellas incisivas. Tiene ocho metros, dijo Martín, ya llegamos. Tras él, pegada la boca a sus nalgas, la tos seca de Luis. Estás podrido, chaval. Y cuando ella se despidió y salió de la trapería. Java quedó sentado frente a los restos del «brazo de gitano», la barriga llena, el cabrón, pesado como una boa digiriendo una vaca y envuelto en el suave perfume de la señora, en el eco bondadoso de su voz.

– Salió llamando a su hijo el Alférez. ¡Conradito! -dijo el Tetas. Que dormía en el taxi, recordó Mingo, y que habían podido mirarle a gusto: sus botas bien lustradas, su cinto y su correaje, su estrellita dorada sobre el pecho, sus piernas enfermas y su toalla alrededor del cuello como una bufanda de seda. La doña acarició de nuevo la cabeza de Amén, que mantenía abierta la puerta del taxi mientras ella subía, firmes como el botones del Ritz. Y luego la carraca aquella desapareció envuelta en el humo del gasógeno en la esquina Camelias dirección Cerdeña.

Final del pasadizo subterráneo: la madera vieja y claveteada de un baúl, iluminada por la linterna, taponaba la salida por el otro lado. Mingo empujó el baúl y entraron astillas de luz en el pasadizo. Apagó la linterna y la sostuvo entre los dientes, mascullando: ¿Java…? Se oyeron pasos al otro lado del baúl, una blasfemia y maldiciones, mientras uno tras otro salían de la madriguera como conejos.

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