Héctor Camín - Las Mujeres De Adriano

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Se ha dicho clásicamente que los autores no deberían medirse por su capacidad de crear grandes héroes o villanos, sino también heroínas de carne y hueso. Una clave narrativa de Aguilar Camín es la construcción de admirables personajes femeninos. Las mujeres de Adriano es varias cosas: una novela de pasiones cruzadas-la sexta del autor-, un poema dramático, un brevario de amores, una escuela de la memoria, una calle con cinco sentidos. Y al final, la vaga melancolía que nos depara la terminación de un gran libro. Las mujeres de Adriano es una historia perdurable que se va como agua. Página tras página el lector quiere saber más de esta confesión radical y risueña, que rompe con los prejuicios más añejos y tradicionales sobre el amor.

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En la siguiente comida, Adriano abrió el fuego apenas tomó asiento en nuestra mesa, antes de dar el segundo sorbo a su primera copa de vino, como si en efecto le urgiera su relato más que a mí. Lo agradecí enormemente, porque la historia de sus mujeres se me había ido volviendo un asunto neurótico, al punto de que sus interrupciones no me dejaban casi escuchar los otros temas de la charla. Era una música intrusa que abolía las otras aun si no estaba siendo tocada, sólo por la inquietud de saber que estaba ahí, lista para fluir en cualquier momento, detenida por el capricho o la indecisión del narrador, el cual, por ese solo motivo, aparecía ante mis ojos como un déspota o un abusivo o un avaro o un mentiroso o un sádico menor que especulaba a mis costillas con el encanto de su historia. Adriano siguió:

– Ana Segovia fue mi primera y única esposa. De habernos sostenido en aquella condición, hubiéramos cumplido cuarenta años de casados este año. Ana Segovia era una mujer hermosa. Regina y Carlota eran irresistibles a su manera: lánguida y misteriosa Regina, física y eléctrica Carlota, muy llamativas las dos, pero no hermosas como Ana. Aun en sus atuendos disminuidos de estudiante radical, Ana atraía las miradas hacia sus formas llenas y esbeltas a la vez, unas nalgas erguidas le salían sin un exceso de grasa de una cintura de niña, y aquellas piernas largas, de huesos fuertes y rectos, bien cubiertos por músculos redondos de piel fresca. Sus pies eran angostos pero de empeine alto, los talones eran fuertes y tersos, sin el asomo de un borde calloso, y los dedos de los pies largos, con las uñas rosadas, dando testimonio de que la sangre y la humedad no faltaban en la más ínfima de las ramificaciones de aquel cuerpo. Era un cuerpo sano, ligero como una gaviota, lleno de cavidades y ondulaciones inconscientes de su perfección. Ana era insensible a su belleza, del todo indiferente a ella, lo cual volvía su presencia arrolladora, casi demoníaca. Años después vi por algún azar médico la radiografía de su esqueleto. Era tan bella en cada hueso, tan perfecta en cada coyuntura, tan equilibrada en cada proporción, que parecía un dibujo de Leonardo, su cráneo sutil, su columna de alambre, sus brazos como filamentos, los huesos de sus caderas como una mariposa, los de sus piernas como de una garza. El lirismo siempre es inexacto y cursi, pero en el caso de Ana el lirismo era congénito a su cuerpo, a sus huesos, a la delicadeza y el poder de sus articulaciones. Era un cuerpo lírico, vestido o desnudo, de lejos o de cerca, por lo que ofrecía a los ojos y por lo que podían mirar los rayos equis.

«Había quedado de verla al mediodía de un martes. El lunes anterior dormí con Regina por quinta noche consecutiva. El sueño nos venció cuando amanecía y dormimos hasta muy tarde, tanto, que perdí una audiencia en tribunales. Apenas tuve tiempo de bañarme, dejar a Regina en su casa y correr a mi almuerzo esperado. Literalmente puede decirse que salí de los brazos de Regina rumbo a los de Ana Segovia, la cual, como he dicho, gustaba de cocinar porque odiaba los restaurantes. Vivía sola en un departamento que acababa de dejar habitable y al que le faltaba, según ella, la celebración del estreno. "Esto no es un departamento", me dijo al llegar. "Es el primer escalón de mi libertad. Cada objeto que hay aquí significa que mandé al carajo a mi familia y me conseguí mi lugar propio, donde hago lo que me da la gana. Por ejemplo invitar a comer a abogados de dudosa reputación. O sea, tú. Supongo que serás bastante alcohólico, pero sólo tengo una botella de vino y un poco de tequila." "Soy más alcohólico que eso", admití, "Si me lo permites, podemos remediar nuestra escasez con un telefonazo." "¿Con un telefonazo? Pues a ver", retó Ana, señalando el teléfono. Llamé a la tienda de ultramarinos donde compraban las dotaciones vinateras del despacho. Hacían entregas a domicilio y una de las sucursales quedaba cerca de la casa de Ana, en un barrio de calles empedradas y camellones de árboles centenarios del sur de la ciudad. Encargué una dotación adecuadamente snob de vinos franceses. Tardaron en llegar menos de lo que tardé en pedirlos. Cuando el dependiente entró con el paquete y yo puse la dotación sobre la mesa, Ana tuvo un ataque de risa y asombro, el estupor de quien se rinde ante el truco de un mago. El departamento era pequeñito, apenas podía caminarse sin tropezar con la mesa o con la cama, asunto del todo propicio a mis ilusiones. Puse las botellas en la cama porque no cabían en la mesa. Cuando las estaba poniendo sentí a Ana abrazarme por detrás como si yo fuera Santa Claus y ella la niña que agradecía los regalos de la Nochebuena. El símil no es gratuito. Lo que sucedió después fue digno, en efecto, de Santa Claus. Me refiero a que no hay constancia en ningún relato, antiguo o moderno, de que Santa Claus haya tenido alguna vez una erección, ni de que su figura generosa tenga nada que ver con esa otra forma de la satisfacción de los deseos que los clínicos llaman en sus manuales intercurso sexual. Supe que no iba a ser ese el caso apenas sentí el cuerpo de Ana, radiante de sus formas duras, estampado en mi espalda, como si mi propio cuerpo diera un paso atrás y todo yo me volviera de pronto un espectador frío de mí mismo, incapaz de tocar el exterior y cruzar la línea invisible del deseo. No conocía esa sensación ni había tenido esa experiencia. Ana empezó a besarme, pero sus besos, lejos de encenderme obraron el efecto de un empalago. Una cosquilla ocupó mi garganta y aplacó todavía más lo que debía levantarse. Siempre que pienso en aquella jornada con Ana pienso en la fecha fallida de la Revolución Mexicana, el día en que todos los ganosos del país debieron levantarse y nadie se levantó. La conciencia de lo que iba a suceder impidió multiplicada-mente que sucediera. Empecé a darme instrucciones de calma, consejos de paciencia, y a poner en juego las cosas que me encendían con Carlota o con Regina, pero ni el repertorio de mis mañas ni el de ellas fueron suficientes. Tampoco el de Ana Segovia, que consistía en abrirse sin reticencia a la inspección de mis manos. Nada produjo el alzamiento buscado, el alzamiento que yo hubiera deseado de las proporciones de una conflagración mundial.

«Recordé mis juegos adolescentes con Regina, cumplidos en todo salvo en la consumación, sólo que no era Ana, como antes Regina, quien me prohibía la entrada, sino mi propio cuerpo traidor, abstinente de sus deseos. Cuando Ana entendió lo que pasaba y lo que seguiría pasando, había obtenido ya varias cosas y estaba igualmente llena de mí, feliz con su abogado desnudo en la cama. "Así me gusta más", dijo al fin, jugando con mi inquilino dormido. "Humilde es como un conejito. Despierto será un abogado trapacero. Me gusta el conejito, cómo no", y siguió jugueteando con mi afrenta.

»A1 terminar la comida fui a refugiarme en los brazos de Carlota. Llegué como un damnificado, pero salí como un campeón con la corona reparada. "Lo que necesitas es un poco de mar", me dijo Ana Segovia por el teléfono, al día siguiente. "Yo sé de un lugar perfecto para eso. Te invito si quieres, pero tú pagas con tus ingresos de dudosa procedencia." Me llevó al mar entonces por primera vez. El mar era desde niña su pasión y su fantasía. Una pasión correspondida, porque el mar la mejoraba hasta la perfección, doraba su cuerpo, encendía su mirada, limpiaba sus malos humores. Fueron tres grandes días de mar y de Ana, una primera luna de miel. "Como todos los abogados mañosos, no mostraste tus cartas a la primera", dijo Ana aludiendo a mi desastroso debut y a la razonable segunda vuelta de nuestro contacto. Nada que ver con los incendios de Carlota o con las pertenencias melancólicas de Regina. En Ana había una naturalidad física que añadía transparencia y alegría al amor, aunque le quitara, lo entendí con el tiempo, perversión y misterio. La transparencia y la alegría eran mis necesidades entonces. Tenía urgencia de un amor abierto, sin las sombras de la clandestinidad de Carlota o el destino de amor irregular de Regina. Por una razón o la otra, con ambas era imposible constituir la pareja normal que yo buscaba, la pareja abierta, gozosa y rutinaria, quiero decir: gozosa de sus rutinas, rutinaria de sus goces.

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