»Yo vivía entonces en un departamento que era la mitad de una casa vieja en una zona de residencias aristocráticas decrépitas. Mi departamento tenía dos plantas y un jardín artificial en la azotea. Le habían rehecho las cañerías y los baños. Tanto en la planta baja como en el primer piso habían derribado los muros de dos habitaciones para hacer abajo una sala larga que era a la vez mi estudio, y arriba un solo cuarto abierto, con amplios ventanales. Vivía solo ahí, interrumpido nada más por las invasiones de Carlota, que solía llegar sin dar aviso. Prendí un calentador, aunque no hacía frío, porque Regina temblaba. Me confió que llevaba dos días sin comer, de modo que ordené una cena al restaurante de la esquina y la alimenté como a un bebé reacio a la papilla. Se metió en un pijama mío y se durmió abrazándome. Miré al techo un rato, con Regina dormida a mi lado, sobre mi pecho, absorto y henchido, como ante la consumación de un milagro. Al día siguiente fui a dejarla a la casa de siempre de los Grediaga. Fui recibido como en otros tiempos. El coronel lamentó mi pleito perdido años antes contra el código militar que seguía imponiendo la pena de muerte en un Estado republicano por cosas tan del orden antiguo como la traición a la patria, la deserción frente al enemigo y la piratería en los caminos reales. La madre de Regina seguía con la cintura delgada y la disposición a prodigar elogios y caricias donde se ofreciera. Antonieta ya era la gorda que seguiría siendo y los hermanos estaban todos fuera, incluyendo a Antonio, mi antiguo novato, que seguía a contracorriente de sí mismo su carrera militar, destacado en una de las islas continentales del país, cien millas mar afuera del punto más occidental del atlas patrio. "Ya sé dónde encontrarte", dijo Regina cuando nos despedimos. "Esta noche si quieres", dije yo, sobreactuando mis emociones. "Esta noche, a lo mejor", prometió Regina. Los que entienden estas cosas entenderán que al salir de aquella casa de mi juventud, a la que había entrado por primera vez como adulto, tuviera doble necesidad de mi adicción adulta, es decir, de Carlota, y que fuera a buscar su consuelo antes de ir al despacho. Aún dormía, envuelta en sí misma. Me gustaba llegar a su casa por la mañana, corriendo el riesgo de encontrarla con otro, y meterme, nuevo de la calle, en su cama no amanecida todavía, cálida de su cuerpo y sus olores. "Hueles a niño", me dijo. "¿Con quién trasnochaste ayer?" Lo dijo dormida a medias, pero del todo consciente de mi olor. Para disfrazar mi falta de baño había echado sobre mis ropas unas dosis sin precedente de loción que Carlota percibió, desde luego, mezclada con los restos de Regina. El que entiende de estas cosas entenderá que aquella mañana haya tenido con Carlota una gloriosa jornada, al punto que me dijo: "Si así han de ser las cosas, regálame tus mañanas, no tus noches." Llegué a trabajar tarde. Tenía una llamada de Regina, diciéndome que vendría por la noche. El amor se parece a sí mismo, pero la segunda noche tuve a Regina Grediaga por primera vez, entera y enérgica, dispuesta para mí. Descubrí entonces que no era una asignatura pendiente que saldar, una asignatura conocida, sino un nuevo mundo, raro, extraña y falsamente familiar. Lo nuestro era una iniciación, no un regreso. Volví a encantarme de ella, de la Regina que venía a mí con las formas subsistentes de una muchacha fresca, pero cortada por el sufrimiento y embarnecida por él, dueña de un cuerpo donde habían dejado sus huellas el amor, la maternidad y la muerte.
»A1 día siguiente comí con Carlota y dormí con Regina. Eran, en estricto sentido, las únicas dos mujeres que había tenido en mi vida. Todo lo que yo pudiera saber entonces de la intimidad de una mujer lo había sabido por ellas. Otro tanto aprendí de cada una, cuando las tuve juntas, por el hecho elemental de compararlas. Lo entenderá quien se haya visto en la situación: no pude sino compararlas y aprendí de la comparación, como si en vez de dos mujeres tuviera mil, como si la mezcla de una con otra las multiplicara y me hiciera dueño de los secretos de una legión. Por ahí estarán todavía en un cuaderno los informes de sus diferencias, informes tomados en el campo, como dirían los antropólogos, horas, a veces minutos después de atestiguar los hechos narrados. No era fácil tomar esas notas, porque el hecho mayor a observar era la renovación del milagro, la plenitud de las horas pasadas alternativamente con Carlota y Regina en el supremo placer de mi clandestinidad frente a una y otra, la dicha corsaria de engañarlas sin consecuencias, ese placer cardinal, acaso originario, de tener a dos mujeres a fondo sin que ninguna de las dos supiera mi doble juego. Fui feliz esos días como un delincuente prófugo, a salvo de las reglas que lo ciñen o de las fuerzas que lo persiguen, feliz como sólo puede serlo un abogado tramposo que gana un caso perdido o un animal doméstico al que el azar le devuelve el sabor de la vida salvaje, el rito de la caza o la defensa de su territorio. Tuve días de amores alternos hasta llegar al martes de la comida que me había invitado Ana Segovia. Ahí tuve mi primer crisis positiva de conciencia. ¿Podía ir a ese almuerzo inocente manchado de mi clandestinidad promiscua, apenas levantándome del lecho de Carlota, envuelto todavía en las caricias melancólicas de Regina? Como suele suceder, mientras dudaba descubrí lo increíble, a saber, que me había enamorado de Ana Segovia antes de haberla tratado. Estaba dispuesto a pagar en su aduana o a quemar en su altar mis cosas fundamentales, antes de que me las pidiera. Las cosas fundamentales que yo tenía entonces no eran sino las que acababa de adquirir, las dos mujeres que habían contado en mi vida, multiplicadas al infinito por la confluencia de sus dones. Finalmente eran mías las dos, cada una a su manera, como no habían sido de nadie más. Esta vanidad de propietario fue fundamental en aquellos días. De la lesión de haberlas compartido con otros, me compensaba el hecho de estarlas teniendo de aquella manera extraña, perversa, simultánea y, sobre todo, inconfesable. Hay esto en la confidencia del amor: sólo es confesable lo que ha quedado atrás, lo que de algún modo ya no cuenta. A veces, ni eso. Yo supe que podría contarle a Ana Segovia mis aventuras, pero no los detalles de mi relación con Carlota y Regina, ni siquiera los rasgos generales, acaso ni los nombres. Podía dejar a Regina y Carlota porque empezaba a querer monógama y lunáticamente a Ana, pero no podía decirle a Ana de la existencia de las otras sin que reprochara mi infidelidad esencial, sin que gritara, con esa pretensión imposible del amor, que sin embargo rige sus cuitas: "O eres mío o no lo eres, sólo mío y de nadie más." Siempre hay alguien más, pero el amor que nace, el amor que corta las aguas, no entiende de compartir sino de poseer. Hay que vivir toda la vida para entender que ese amor es imposible. No coincide ni puede coincidir con los hechos, y sin embargo es el único real, el único que, como dije, separa las aguas y funda el mundo amoroso. Las ganas de fundar un lugar aparte con sus propias reglas tiene como único mandamiento el que gritan desde el primer día los amantes primeros: "Quiero ser tuyo, quiero que seas mía." Ni más ni menos que eso: tener todo lo que eres, darte todo lo que soy. Es un asunto de tan alta como inútil filosofía, pero así es.
»No sé cómo seguir, una vez más he hablado demasiado. Supongo que ahora le toca hablar a usted. Le contaré en nuestro siguiente encuentro cómo decidí casarme y lo que de esa medida siguió. Dígame sólo una cosa, por curiosidad, ya que apenas me ha dejado ver sus preferencias en esta historia. De las mujeres que le he contado, ¿cuál le interesa más?»
– Ana Segovia -dije.
– La última en aparecer -registró Adriano-. Le interesa más el relato que las mujeres que lo forman. Tengo esa ventaja sobre usted: sé lo que sigue, aunque lo sepa a tientas. En compensación por esa ventaja, le prometo que voy a contárselo todo, sin guardarme nada, por la sencilla razón de que mientras se lo cuento a usted me lo voy contando a mí mismo. Yo también quiero recordar qué sigue.
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