Así habló el soldado Galash. Y ya iba a marcharse cuando Tsongor ordenó que lo detuvieran y lo obligaran a arrodillarse ante él. Los labios del rey temblaban de cólera, se había levantado del trono.
– No irás a ninguna parte, soldado – le dijo -, a ninguna parte, porque todo lo que hay a tu alrededor es mío. Estás en mis tierras, y podría matarte por haber dicho lo que has dicho, podría arrancarte la lengua por haberme insultado delante de mis hombres, pero no voy a hacerlo. En consideración a tu lealtad durante todos estos años de combates, no haré eso. Estás equivocado, yo sé recompensar a mis hombres; conservarás la vida, pero no vuelvas a pisar una tierra que me pertenezca. Si permaneces en mi reino, ordenaré que te despedacen. Te queda el mundo inexplorado, las tierras salvajes en las que no vive nadie; cruza el río Tanak y vive los años que te quedan en la otra orilla.
Se cumplió la voluntad de Tsongor. Esa misma noche, el soldado Galash cruzó el gran río y desapareció en la oscuridad, pero reapareció a la mañana siguiente, allí, en la otra orilla; su silueta se distinguíaperfectamente sobre su sudoroso caballo. Gritaba hacia el otro lado del río, gritaba con todas sus fuerzas para decirle a todo el mundo lo que tenía que decir sobre Tsongor, para que lo oyeran los soldados y los habitantes de la ciudad. Maldecía al rey a pleno pulmón, pero el ruido de la corriente ahogaba su voz, y lo único que se oía era el monótono murmullo del agua. Siguió así durante meses, regresando todos los días, tratando de gritar más fuerte que el río; todos los días, con la misma cólera, como un caballero loco que arengase a los espíritus. Luego, un día cualquiera, desapareció y nadie volvió a verlo. Transcurrieron los años, todos lo daban por muerto.
El día que Suba llegó a Solanos, Galash reapareció por primera vez desde hacía muchos años, como surgido del pasado. Era él, otra vez, a lomos del mismo caballo. Estaba muy envejecido, pero la cólera que lo animaba parecía intacta. El caballero del río había vuelto el mismo día en que el hijo del rey Tsongor había pisado las tierras de Solanos.
Suba escuchó la historia con interés. Era la primera vez que oía hablar de aquel hombre, y sin saber por qué sintió que debía ir en su busca, intuía que Galash no hacía otra cosa que llamarlo.
Con las primeras luces del alba, Suba montó en su mula y se dirigió al río. Vio a Galash tal como se lo habían descrito: una sombra a caballo. Iba y venía por la otra orilla, y gesticulaba como un demente. Suba espoleó a la mula y penetró en las aguas del río. A medida que avanzaba, veía que la figura del caballero mudo se agrandaba; en ese momento lo distinguía perfectamente, pero seguía sin oír nada. Siguió avanzando, y, al fin, la mula puso pie en la orilla. Galash estaba allí, y Suba se quedó estupefacto: el hombre que tenía ante sí era un viejo famélico; desnudo de cintura para arriba y con el cuerpo y el rostro ajados por los años, parecía un demonio. Estaba esquelético, encorvado, y miraba a todas partes con ojos de loco. Suba lo observó largo rato, contempló a aquel hombre quebrantado por los años, pero lo que más lo desconcertaba era no oír nada. Galash seguía haciendo grandes aspavientos imprecatorios, lanzaba severas miradas a diestro y siniestro, pero de su boca no salía ningún grito; se llenaba de aire los pulmones, Suba veía que se le hinchaban las venas del cuello, pero apenas oía un hilillo de voz rota. Lo que ahogaba sus palabras no era el ruido del río: durante todos aquellos años había seguido gritando con todas sus fuerzas hasta romperse las cuerdas vocales; había pasado décadas desgañitándose de rabia, y ya no emitía más que sonidos guturales y lejanos. Pero, poco a poco, Suba olvidó sus extraños gruñidos y escrutó el rostro del caballero, y lo que no podía entender por la voz lo leyó en las facciones del proscrito; sus profundas arrugas lo contaban todo sobre aquellos interminables años de exilio. Su modo de torcer los labios, las expresiones que se sucedían sobre su rostro, todo, en fin, traslucía las penalidades y los miedos, el desamparo y la soledad. Galash lloraba, se retorcía las manos, gesticulaba violentamente, emitía ásperos sonidos y se mordía los antebrazos.
Permanecieron así largo rato, frente a frente, familiarizándose el uno con el otro; luego, Galash invitó a Suba a seguirlo con un gesto de la cabeza. Picó espuelas a su caballo y tomó un camino que se alejaba de la orilla del río. El hijo de Tsongor no vaciló. Los dos hombres iniciaron una silenciosa marcha por los senderos de las tierras inexploradas. Los animales avanzaban al paso por un camino pedregoso, ascendían la falda de una colina; al fin, tras varias horas de marcha, el caballero detuvo su montura; habían llegado a lo alto de una loma y a sus pies se extendía una ensenada en semicírculo. Un olor pútrido ascendió hasta Suba. A sus pies, a lo largo de centenares de metros, se representaba un espectáculo horrible: miles de tortugas gigantes yacían sobre una arena nauseabunda, algunas estaban muertas, otras agonizaban y el resto seguía intentando escapar. La playa era una alfombra de caparazones vacíos y carne putrefacta, y un hedor intolerable saturaba el aire. Los pájaros carroñeros iban y venían y atravesaban los caparazones con sus puntiagudos picos; el espectáculo era insoportable. Las tortugas llegaban a la bahía empujadas por las corrientes subterráneas y varaban en la arena, en aquella mortífera playa que no ofrecía ni abrigo ni alimento; varaban allí, sin fuerzas para volver a enfrentarse a la corriente y escapar, y los pájaros, voraces, se abatían sobre ellas. Era un inmenso cementerio animal, una trampa de la naturaleza, contra la que los grandes quelonios no podían hacer nada. Llegaban constantemente, y era tal su número que la arena había desaparecido bajo las osamentas y los caparazones resecos. Suba se llevó una mano a la nariz para no seguir respirando el olor a muerte que ascendía hasta él. Galash ya no intentaba hablar, había dejado de gruñir, parecía haberse tranquilizado.
Suba observaba el movimiento de las olas, lento y regular, y los vanos esfuerzos de las tortugas gigantes por escapar de la corriente. Los pájaros giraban en el aire, implacables, y Suba contempló el lento flujo y reflujo del mar, el vaivén de la muerte. Aquel espectáculo tenía algo de absurdo e indignante, como una enorme e inútil matanza. Galash lo había llevado allí, y Suba comprendió por qué: allí había que construir una tumba, en aquel lugar pútrido al que llegaban a morir desde tiempo inmemorial aquellos grandes quelonios prisioneros de las aguas. Una tumba para Tsongor el asesino, el Tsongor que había llevado a la muerte a tantos hombres, que había arrasado ciudades y asolado países enteros; una tumba para Tsongor el salvaje, que no se asustaba de la sangre; una tumba que sería su rostro de guerra. Allí era donde había que construir la sexta tumba; para que el retrato de Tsongor estuviera completo, hacía falta una mueca de horror, una tumba maldita, rodeada de osamentas y pájaros ahitos de carne.
Con la llegada de Macebú, la guerra se reavivó; la llanura de Massaba volvió a empaparse de sangre, y las idas y venidas de los guerreros marcaban el ritmo de los días y los meses. Las posiciones se tomaban, se perdían y se recuperaban, miles de pasos dibujaron caminos de sufrimiento sobre el polvo de la llanura. Las tropas avanzaban, retrocedían, morían; los cadáveres se pudrían al sol, se transformaban en esqueletos; luego, los huesos blanqueados por el tiempo acababan deshaciéndose, y otros guerreros iban a morir sobre aquellos montones de polvo humano. Era la mayor carnicería que había conocido el continente. Los hombres envejecían, adelgazaban, y la guerra les daba a todos un tinte terroso de estatuas de mármol. Pero, a pesar de los golpes y la fatiga, su vigor no disminuía, y seguían arrojándose los unos sobre los otros con la misma rabia, como dos perros famélicos, enloquecidos a la vista de la sangre, que ya sólo piensan en morder, sin sentir que mueren poco a poco.
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