Samilia no gritó. Contemplaba a aquel individuo que gesticulaba ante ella sin conseguir reconocer al hombre que había conocido; el rostro redondo, lleno y confiado de antaño estaba demacrado y cubierto de arrugas. Era una cara macilenta y angulosa que parecía afectada por la fiebre. Sólo la mirada era la misma, sí, la misma mirada que se había encontrado con la suya a los pies del cadáver de Tsongor; una mirada que la desnudaba.
– Lo sabes, ¿no? – le preguntó él -. Han tenido que decírtelo. En Massaba agonizamos poco a poco. Seguramente mañana todo habrá acabado y verás desfilar la larga columna de nuestras cabezas en lo alto de picas, por eso estoy aquí, por eso, sí.
– ¿Qué quieres? – inquirió Samilia.
– Lo sabes bien, Samilia. Mírame, lo sabes, ¿verdad?
Lo supo, en efecto, en el instante en que sus ojos volvieron a cruzarse con los de Kuame. Estaba allí por ella, se había deslizado hasta allí entre las tiendas enemigas para poseerla. Lo supo, y le pareció evidente que debía ser así. Sí, había ido hasta ella la víspera de su muerte, y ella supo que le daría lo que quería. El deseo no la había abandonado jamás; desde el día en que lo había visto por primera vez, y a pesar de su decisión de reunirse con Sango Kerim, algo la incitaba a ceder ante Kuame. Había elegido a Sango Kerim por deber, por fidelidad a su pasado, pero, cuando veía a Kuame, sabía que le pertenecía; a su pesar, a pesar de la guerra, que nunca permitiría su unión. Era así. Samilia no se movía, fue él quien se le acercó, podía sentir su aliento en el pecho.
– Mañana moriré, pero poco me importa si me llevo conmigo tu sabor.
Samilia cerró los ojos y sintió que la mano de Kuame le quitaba la ropa. Cayeron sobre el lecho y él la poseyó allí, entre el sudor de aquella noche sin brisa, en medio de las voces del campamento enemigo, de las idas y venidas de los soldados y el crepitar de los fuegos de guardia. Kuame la poseyó y ella se deshizo de placer por primera vez. Se abrió de par en par, y tuvo que morder las almohadas para no gritar. Largos y húmedos temblores le recorrían los muslos y acudían a saciar la sed de Kuame, quien, inclinado sobre ella, hundía la cabeza en su pelo. El lavó su alma de las heridas del combate, se embriagó, por última vez, con el olor de la vida. La tienda fue Uenándose del denso perfume de sus cuerpos, y cada vez que intentaba levantarse ella lo llamaba de nuevo a su lado y lo atraía hacia la intimidad de su cuerpo, en la que Kuame volvía a entregarse al dulce vértigo del placer.
Antes de que saliera el sol, Kuame abandonó el lecho de Samilia para deslizarse por el campamento enemigo y volver a la ciudad. Samilia le acarició el rostro, y él se lo permitió; esa mano que resbalaba por su mejilla le estaba diciendo adiós, le decía: «Ve. Ha llegado la hora de morir.»
Cuando Kuame desapareció, Samilia se quedó inmóvil largo rato. Desde que se había trasladado al campo de Sango Kerim, algo había muerto en su interior. Estaba allí, en medio de aquellos hombres que luchaban por ella; estaba allí, sin pasión, esperando, simplemente, el final de la guerra, para que no hubiera más sufrimiento y la vida regresara a su curso. La visita de Kuame lo había trastocado todo.
«No supe elegir – se dijo Samilia -, o me equivoqué. Escogí el pasado y la obediencia, acallé el deseo que alentaba en mi interior y me uní a Sango Kerim por lealtad, pero la vida exigía a Kuame. No, no es eso, si hubiera elegido a Kuame, ahora estaría llorando por Sango
Kerim. No es eso, no hay elección posible, pertenezco a dos hombres. Sí, soy de los dos, es mi castigo, para mí no hay felicidad posible. Soy de los dos, en la fiebre y el desgarro, eso es, no soy más que eso. Una mujer de la guerra, a mi pesar, que sólo engendra odio y lucha.»
Cuando se presentó ante Samilia, Kuame había aceptado la muerte. Los combates de los últimos meses habían agotado sus fuerzas, la derrota parecía irremediable, a su alrededor no veía otra cosa que cansancio y resignación. Había ido en busca de Samilia como el condenado a muerte pide un último deseo, gozar de aquella mujer era el único modo de abandonar la vida sin pesar. Quería acariciarla antes de que lo mataran, conocer su olor, impregnarse de él y seguir oliendo a ella cuando doblara la rodilla. Creía que, una vez hubiera poseído a Samilia, nada podría afectarlo, pero fue todo lo contrario; desde que había vuelto a Massaba, una cólera negra bullía en su interior, y, extenuado y consumido como estaba, su cuerpo se movía con gestos bruscos y nerviosos. Hablaba solo y se insultaba sin cesar.
– Ayer estaba dispuesto a morir. Estaba tranquilo, podían venir cuando quisieran, ya no me daba miedo nada. Habría muerto dignamente sin malgastar una mirada con mis enemigos. Y ahora…, ahora moriré, sí, pero con pesar. Ella me cubrió de besos, me tuvo apretado entre sus muslos, su vientre era suave…, y yo debo volver a ocupar mi puesto en la muralla. No, ahora sé lo que pierdo, y más valdría que no lo supiera.
Era el único hombre inquieto de las murallas, todos los demás permanecían inmóviles, rendidos por la fatiga, como niños a los que despiertan en mitad de la noche y se quedan donde los dejan, atontados. Estaban preparados para morir, y ya no deseaban más que aquella muerte que los liberaría del cansancio. Kuame escupía, vociferaba y golpeaba la muralla con los puños gritando:
– ¡Que vengan, que vengan, y acabemos de una vez!
Y no apartaba los ojos de las colinas y del campamento, en el que, cuando el ejército de los nómadas se puso en marcha, creyó ver un puntito inmóvil que lo miraba. «Samilia – se dijo -. Se ha acercado a ver si morimos dignamente.»
Un día más, los guerreros se lanzaron con furia contra las murallas, pero, cuando los primeros llegaron ante ellas, se oyó un clamor lejano. De la colina más meridional bajaba un ejército que aún era imposible identificar. «Esta vez, se acabó – pensó Kuame -. Esos hijos de perra vuelven a recibir refuerzos.» Desde lo alto de las murallas, observaban la gran nube de polvo que levantaba aquel ejército desconocido con la resignada curiosidad del condenado a muerte que mira la capucha del verdugo; querían saber quién iba a aniquilarlos. Pero, de pronto, vieron que el ejército nómada retrocedía y se preparaba para defenderse, y cuanto más miraban más claramente veían que los refuerzos cargaban contra sus enemigos. En ese momento las siluetas empezaban a precisarse.
– Pero… si son mujeres… – murmuró Sako boquiabierto.
– Mujeres… – confirmó el viejo Barnak.
– Macebú – musitó al fin Kuame, y siguió pronunciando aquella palabra, cada vez más fuerte -: Macebú, Macebú…
Y todos los hombres de la muralla memorizaron aquellas tres sílabas y las repitieron sin saber lo que significaban, como si fueran un grito de guerra, un grito de alivio para dar las gracias a los dioses. Macebú, Macebú. Y para cada uno de ellos aquella extraña palabra quería decir: «Puede que no muramos hoy.»
– Pero ¿quién es? – le preguntó Sako a Kuame.
Y el príncipe de las tierras de la sal respondió: – Mi madre.
Quien descendía la cuesta a la cabeza de aquel ejército era, en efecto, la emperatriz Macebú. Se la conocía por ese nombre porque era la madre de su pueblo y ella y sus amazonas cabalgaban sobre cebúes de largos, rectos y puntiagudos cuernos. Era una mujer enorme cubierta de diamantes, y la mente política más brillante del reino; en las intrigas cortesanas y las negociaciones comerciales no tenía par. Además, cada vez que su reino declaraba la guerra, se ponía a la cabeza de su ejército y se transformaba en una fiera sanguinaria: profería injurias soeces contra sus enemigos, y durante la lucha no conocía ni la tregua ni la compasión. En su ejército sólo tenían cabida amazonas que habían aprendido el arte de combatir al galope; disparaban el arco sin dejar de cabalgar y, para mayor comodidad, todas tenían el seno derecho cortado.
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