Laurent Gaudé - El Legado del Rey Tsongor

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Esta novela ganó el premio Gouncourt des Lycéens 2002 y el Prix des Libraires en 2003. Como su propio nombre indica, dos premisos franceses, claro que el autor es de por allí y también como su propio nombre indica, el primero es por votación de los estudiantes de secundaria, el segundo por la de los libreros, lo que no deja de ser una garantía, dada la ausencia de críticos en el proceso. Yo, que no he leído el resto de títulos publicados por esas fechas en el país vecino, no puedo opinar sobre el merecimiento de dichos galardones pero sí decir que esta novela es buena y original y entretenida, y recomendable para todo aquel que guste de la fantasía y de una brisa de aire fresco de vez en cuando.
Es una novela corta. Está ambientada en un continente que puede ser África y narra los hechos que desencadena la cercana muerte del rey Tsongor, infatigable guerrero y conquistador en su juventud y cansado y arrepentido de muchos de sus actos en la sensata vejez. Dos caballeros, iguales en derecho, se enfrentan por la mano de su hija y para evitar una guerra de proporciones épicas el rey, decide quitarse la vida.
Con este desencadenante, mezclando mitos griegos con africanos, dibujando personajes cercanos a la tragedia y a los héroes clásicos y con un ritmo de cuento, Gaudé narra una magnífica historia que nos habla del honor, la fidelidad a la palabra dada, la inutilidad de la violencia y la necesidad de decidir. En definitiva, de las pasiones que mueven los corazones humanos.

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– Lo que has construido aquí, Suba, es la tumba de Tsongor el glorioso. Te doy las gracias por haber regalado a Saramina un palacio a la altura de tu padre; a partir de hoy será el silencioso corazón de la ciudad, al que nadie va pero todos veneran.

Fue entonces cuando Suba lo comprendió, comprendió que lo que debía hacer era el retrato de su padre, siete tumbas como los siete rostros de Tsongor. El de Saramina era el rostro del rey aureolado de gloria, del hombre con un destino de excepción que había tuteado a la luz durante toda su vida. No tenía más que desgranar los rostros de Tsongor, una tumba por cada uno de ellos, en los cuatro rincones del reino, y las siete tumbas juntas dirían quién era Tsongor. Ésa era la tarea que tenía por delante, hallar el sitio y la forma que correspondían a los otros rostros.

Suba compartió por última vez la noche marina de Saramina con Shalamar y, a la mañana siguiente, se despidió y volvió a montar en su mula. Había dejado el velo negro de las lavanderas de Massaba en el palacio de la anciana reina, que lo había colgado en la torre más alta de la ciudadela. Le quedaba todo un continente por recorrer. Todo el reino sabía ya que Suba vagaba buscando por todas partes un lugar en el que construir un palacio funerario, y era un honor que todas las regiones y todas las ciudades esperaban conseguir.

A lomos de su obstinada mula, Suba recorrió el reino en calidad de arquitecto. En el bosque de los baobabs chillones ordenó que se erigiera una alta pirámide, una tumba para Tsongor el constructor en mitad del espeso humus y los gritos de pájaros de plumaje rojizo. Luego fue hasta los confines del reino, al archipiélago de los mangos; eran las últimas tierras antes de la nada, las últimas tierras donde el nombre de Tsongor hacía arrodillarse a los hombres. En ellas construyó una isla cementerio para Tsongor el descubridor, el que había ensanchado los límites de la tierra, el que había llegado más lejos que el más ambicioso de los hombres. Para Tsongor el guerrero, el jefe del ejército, el estratega militar, excavó inmensas salas rupestres en las altas mesetas rocosas de las Tierras del Centro; allí, a varios metros de profundidad, encargó a los artesanos miles de estatuas de guerreros, grandes muñecos de arcilla, todos diferentes; luego, los repartió por las oscuras galerías del subterráneo. Un inmenso ejército de soldados de piedra ocultaba el suelo, como un pueblo de guerreros petrificados, capaces de cobrar vida en cualquier momento, esperando pacientemente el regreso de su rey para ponerse en movimiento. Una vez terminada la tumba del guerrero, Suba buscó un lugar para construir la tumba de Tsongor el padre, el que había criado a cinco hijos con amor y generosidad. En el desierto de las higueras solitarias, en medio de las dunas, el viento y los lagartos, hizo erigir una esbelta torre de piedra ocre que se veía a varios días de marcha de distancia, y en su cima colocó una roca de los pantanos, un grueso bloque traslúcido que durante la noche irradiaba toda la luz acumulada a lo largo del día. La roca se alimentaba del sol del desierto e iluminaba la oscuridad como un faro para las caravanas.

Poco a poco, el rostro eterno de Tsongor iba tomando forma merced al sudor y la abnegación de Suba, totalmente absorbido por su tarea. Las tumbas iban surgiendo, y cada vez que terminaba una, cada vez que sellaba la puerta de aquellas silenciosas moradas y abandonaba el lugar, a Suba le parecía oír a sus espaldas algo muy parecido a un lejano suspiro. Sabía lo que significaba, Tsongor estaba allí, a su lado, en sus noches de sueños y sus días de trabajos; Tsongor estaba allí, y el suspiro que oía Suba al acabar cada tumba le decía siempre lo mismo: que había cumplido su tarea y Tsongor se lo agradecía. Sí, al acabar cada tumba, Tsongor le daba las gracias, pero aquel suspiro también le decía que aún no era eso y que no había encontrado el sitio. Entonces, el incansable Suba volvía a ponerse en marcha, volvía a buscar un lugar conveniente para poder oír al fin a sus espaldas el suspiro de alivio de su padre.

Capitulo 5: La olvidada.

Massaba seguía resistiendo, pero su aspecto había cambiado. Lo que en ese momento dominaba la llanura era una ciudad exangüe: las murallas parecían estar a punto de desmoronarse, las reservas de agua y víveres estaban prácticamente agotadas, y hordas de aves carroñeras trazaban círculos sobre las murallas y se abatían sobre los cadáveres que no habían sido incinerados. La ciudad estaba sucia, y sus habitantes, exhaustos. Los guerreros tenían el rostro demacrado de los caballos que a veces se pierden en el desierto y avanzan obstinadamente hacia el horizonte hasta que las fuerzas los abandonan y se derrumban de golpe sobre la ardiente arena de la muerte. Ya nadie hablaba, todos esperaban con resignación que la vida cesara.

En el palacio de Tsongor todo se había degradado. El incendio había destruido toda un ala, que nadie había tenido ni el tiempo ni la energía necesarios para reconstruir; era una masa de alfombras quemadas, techos desplomados y muros ennegrecidos; habitaciones enteras, antaño salas de recepción, eran entonces dormitorios en los que se amontonaban cuerpos fatigados. La gran azotea del palacio se había convertido en hospital, y quienes cuidaban a los heridos lo hacían contemplando a la vez los combates de las murallas. Todo estaba pendiente de un hilo, todo podía ceder en cualquier momento. Las calles ya no eran más que senderos de tierra, pues los adoquines se habían utilizado como armas arrojadizas contra el enemigo, y los jardines, para dar de pastar a los animales. Luego, cuando el hambre empezó a acuciar, los animales sirvieron de alimento a los hombres.

Tras la muerte de su hermano, Sako se había transformado; había adelgazado tanto que los largos collares que le colgaban sobre el pecho le golpeaban las costillas con un ruido seco, y se había dejado crecer una larga y enmarañada barba que hacía que se pareciera a su padre por momentos. Los guerreros de Massaba habían sido diezmados, de las fuerzas de antaño no quedaban más que la guardia especial y los hombres – helécho de Gonomor. En cuanto a Kuame, ya sólo contaba con Arkalas, Bar – nak y sus mascadores de qat, nada más, y no había que olvidar que aquellos hombres estaban agotados por meses de lucha ininterrumpida.

Kuame presentía que la derrota era inminente, que caería allí, con Massaba, en medio de los gritos de júbilo de los asaltantes, así que una noche, sin decir nada a nadie, se quitó la armadura, se puso una larga túnica negra y salió de la ciudad. La noche era oscura y no se oía nada. Atravesó como una sombra la gran llanura que había sido escenario de tantos combates y subió a las colinas. Una vez allí, se deslizó por el campamento sin más armas que un puñal, avanzó entre hombres y animales con paso decidido, y era tal su parecido con los hombres velados de Rassamilagh que a nadie se le ocurrió detenerlo. Esperó un rato más, hasta que el campamento se durmió, y luego, lentamente y sin hacer ruido, penetró en la tienda de Samilia.

Encontró a la hija de Tsongor tumbada en el lecho, quitándose pacientemente las decenas de horquillas que le sujetaban los cabellos.

– ¿Quién eres? – le preguntó ella sobresaltada.

– Kuame, el príncipe de las tierras de la sal – respondió él.

– ¿Kuame?

Samilia se había puesto en pie, tenía los ojos desorbitados y le temblaba la voz. Kuame dio un paso más hacia el interior de la tienda para evitar que lo vieran desde el exterior y se quitó los velos que le cubrían el rostro.

– No me sorprende que no me reconozcas, Samilia, porque ya no soy el hombre de antaño. – Se produjo un silencio. Kuame esperaba que Samilia le preguntara algo, pero no lo hizo; no podía, estaba petrificada -. No tiembles, Samilia, estoy a tu merced – dijo al fin Kuame -. Te basta un grito para entregarme a los tuyos. Haz lo que quieras, poco me importa, mañana estaré muerto.

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