Laurent Gaudé - El Legado del Rey Tsongor

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Esta novela ganó el premio Gouncourt des Lycéens 2002 y el Prix des Libraires en 2003. Como su propio nombre indica, dos premisos franceses, claro que el autor es de por allí y también como su propio nombre indica, el primero es por votación de los estudiantes de secundaria, el segundo por la de los libreros, lo que no deja de ser una garantía, dada la ausencia de críticos en el proceso. Yo, que no he leído el resto de títulos publicados por esas fechas en el país vecino, no puedo opinar sobre el merecimiento de dichos galardones pero sí decir que esta novela es buena y original y entretenida, y recomendable para todo aquel que guste de la fantasía y de una brisa de aire fresco de vez en cuando.
Es una novela corta. Está ambientada en un continente que puede ser África y narra los hechos que desencadena la cercana muerte del rey Tsongor, infatigable guerrero y conquistador en su juventud y cansado y arrepentido de muchos de sus actos en la sensata vejez. Dos caballeros, iguales en derecho, se enfrentan por la mano de su hija y para evitar una guerra de proporciones épicas el rey, decide quitarse la vida.
Con este desencadenante, mezclando mitos griegos con africanos, dibujando personajes cercanos a la tragedia y a los héroes clásicos y con un ritmo de cuento, Gaudé narra una magnífica historia que nos habla del honor, la fidelidad a la palabra dada, la inutilidad de la violencia y la necesidad de decidir. En definitiva, de las pasiones que mueven los corazones humanos.

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El ejército nómada se quedó estupefacto; estaban tan acostumbrados a la rutina diaria de sus ataques contra la ciudad, tan seguros de que Massaba no tardaría en caer, que, ante la inesperada carga de un ejército que no conocían, sencillamente no sabían qué hacer. Sorprendidos de aquel modo, en mitad de la llanura y aislados de su campamento, se sintieron infinitamente vulnerables. Cuando pudieron distinguir a las amazonas de Macebú, cuando vieron a ese ejército de mujeres pintadas cabalgando a lomos de cebúes, creyeron que les gastaban una especie de broma macabra. No tardaron en llegar a sus oídos los soeces insultos de Macebú. La emperatriz gritaba a voz en cuello sin dejar de espolear a su montura:

– ¡Venid a que os aplaste la nariz y os haga morder el polvo! ¡Venid aquí, bastardos! Se os ha acabado la suerte. ¡Venid! Macebú está aquí para castigaros…

Un cielo de flechas se desplomó sobre las primeras líneas de guerreros nómadas. Las amazonas disparaban y se acercaban cada vez más, y cuanto más cerca estaban más potentes y certeros eran sus disparos. Cuando se produjo el choque entre los dos ejércitos, los cebúes ensartaron a innumerables guerreros con sus largos y puntiagudos cuernos; Sango Kerim comprendió que las amazonas de Macebú diezmarían su ejército si permanecía en la llanura. Cuando ordenó el repliegue hacia el campamento, la desbandada fue general. Las amazonas no se lanzaron en su persecución, se alinearon y, con calma y concentración, desencadenaron una lluvia de flechas que produjo abundantes bajas entre los nómadas. Los hombres caían de golpe, con la vida segada en plena carrera, y se quedaban tumbados boca abajo. Los arcos de las amazonas, hechos de flexible madera de secuoya, tenían más alcance que ningún otro conocido, y los nómadas debieron atravesar toda la llanura para ponerse a cubierto.

Por primera vez desde hacía meses, Massaba no tuvo que combatir en sus murallas; por primera vez desde hacía meses, las fuerzas de Massaba pudieron salir de la ciudad y recuperar sus posiciones sobre tres de las siete colinas. El sitio de Massaba había acabado, y toda la ciudad repetía con veneración aquel extraño nombre que oía por primera vez: Macebú.

Durante el atardecer y buena parte de la noche, la ciudad siguió desplegando una actividad frenética. Los habitantes sacaron a los muertos de las piras que habían improvisado en todas las plazas; excavaron fosas extramuros y los enterraron para evitar epidemias; recorrieron la llanura para recuperar las armas, los cascos y las armaduras de los nómadas abatidos por las amazonas; salieron a buscar hierba y trigo para alimentar a los animales y los hombres, y trasladaron el improvisado hospital a los subterráneos del palacio, más frescos y protegidos, y de más fácil acceso. Por último, cuando la luna ya estaba alta en el cielo, organizaron un enorme banquete en la azotea del palacio, y fue como si la ciudad entera exhalara un gran suspiro de alivio. Macebú ocupaba el lugar de honor en medio de los guerreros y las amazonas; quería saber el nombre de todo el mundo y se interesaba hasta por las heridas más leves. Luego, cuando al fin se quedó sola con Kuame durante unos instantes, la emperatriz le cogió la mano, lo contempló largo rato y le dijo:

– Has adelgazado, hijo mío.

– Hacía meses que estábamos sitiados, madre – - respondió él.

– Lo que veo en tu rostro es la marca de Samilia. Te miro y es como si acabara de conocerla. Te ha cubierto de arrugas, está bien.

No añadió nada más. Invitó a su hijo a beber y celebrar juntos aquel día que no había visto la caída de Massaba.

Suba proseguía su viaje a través del reino y aprendía a amar cada vez más aquellos momentos de vagabundeo que al principio le daban miedo. Ya no tenía prisa por llegar a una ciudad o encontrar el emplazamiento de la siguiente tumba, recorría los caminos e iba de un sitio a otro indiferente al mundo, y esa indiferencia le sentaba bien. Ya no tenía ni nombre ni pasado, vivía en silencio; para aquellos con quienes se cruzaba sólo era un viajero. Nuevas tierras desfilaban ante él, se dejaba mecer por el lento paso de su mula, feliz de no tener otra cosa que hacer en esos instantes que contemplar el mundo e imbuirse de su luz.

Poco a poco se acercaba a Solanos, la ciudad del río Ta – nak. El Tanak atravesaba un gran desierto de piedra, pero, cuando por fin desembocaba en el mar, la naturaleza cambiaba súbitamente. Las márgenes se cubrían de palmeras datileras, como un oasis en mitad de las rocas. Allí era donde la mano del hombre había levantado Solanos. Suba sólo la conocía de nombre, pues había sido el escenario de una de las batallas más famosas de su padre. Se contaba que el ejército del rey Tsongor atravesó el desierto para sorprender a los habitantes de Solanos, que esperaban ver llegar a los conquistadores por el río. Sufrieron las quemaduras de un sol implacable que agrietaba las rocas y, rendidos de fatiga, llegaron a comerse sus caballos. Algunos se volvieron locos, otros se quedaron ciegos. La columna de Tsongor menguaba con el paso de los días. Divisaron Solanos exánimes. La leyenda decía que Solanos conoció entonces la cólera de Tsongor, pero eso no era exacto; no fue la cólera lo que hizo que los hombres del rey se lanzaran contra la ciudad con una rabia furiosa, fueron el embrutecimiento, la desesperación y la locura. Los días de desierto les habían nublado el juicio, y se abalanzaron sobre Solanos como salvajes; pronto no quedó piedra sobre piedra.

Suba quería llegar allí para ver aquellas murallas, de las que tanto había oído hablar de niño. Siguió las lentas y espesas aguas del río, y cuando llegó a Solanos y se presentó ante los ancianos de la ciudad, notó que en todas partes reinaba la agitación, una agitación cuya causa no era él; había ocurrido algo que hacía murmurar hasta a los adoquines del pavimento. Se presentó, y lo recibieron con todos los honores debidos a su rango, le dieron alojamiento y comida, pero, a pesar de sus atenciones, Suba seguía teniendo la sensación de que algo había eclipsado su llegada. Aquello despertó su curiosidad y lo decidió a interrogar a su anfitrión.

– ¿Qué ocurre? – le preguntó -. ¿Por qué tiembla toda la ciudad con semejante agitación?

– Ha vuelto – respondió el hombre, atemorizado.

– ¿Quién?

– Galash, el caballero del río, ha vuelto. Hacía décadas que nadie lo veía, lo creíamos muerto, pero esta mañana estaba allí, como llovido del cielo; estaba otra vez allí, como antes.

Suba escuchaba, quería saber más. Invitó a su anfitrión a sentarse tranquilamente a su lado, acompañarlo a beber y explicarle quién era ese caballero cuyo regreso había causado tanta conmoción. El hombre aceptó la invitación y le contó lo que sabía.

Todo ocurrió en la época del sitio de Solanos. Se decía que la misma noche de la victoria un soldado abandonó la formación y pidió hablar con el rey Tsongor. Tsongor celebraba la destrucción de la ciudad rodeado por su guardia y envuelto en el olor a quemado, que se mezclaba con el azucarado perfume de las datileras. El soldado se presentó, se llamaba Galash, y nadie lo conocía. Tenía ojos de loco, pero Tsongor no se alarmó. Tras la travesía del desierto y los furiosos combates posteriores, todos sus hombres tenían los ojos desorbitados, todo su ejército era presa de una misma locura, todos habían paladeado la alegría de destruir. El soldado se presentó ante el rey y, al principio, Tsongor creyó que iba a pedirle algún favor, pero no era eso.

– He pedido verte, Tsongor, porque quiero decirte a la cara lo que tengo que decir. He creído en ti durante mucho tiempo, en tu fuerza, en tu genio militar, en tu aura de jefe. Te he seguido desde el primer día sin pedir nada, ni ascensos ni favores, era uno de tus soldados y eso me bastaba. Uno de tantos. Pero hoy, Tsongor, hoy me presento ante ti para maldecirte; escupo sobre tu nombre, tu trono y tu poder. He atravesado el desierto contigo, he visto a mis amigos caer de bruces sobre la arena uno tras otro, sin que te dignaras volver la cabeza por ninguno de ellos. Yo he aguantado, pensando que nos recompensarías por nuestra lealtad y nuestros sacrificios. Nos has regalado una ciudad, sí; una matanza, ése ha sido tu regalo, Tsongor, y yo escupo encima. Nos has soltado sobre Solanos como a una jauría de perros enloquecidos. Sabías que estábamos exhaustos, borrachos y fuera de nosotros, era lo que querías; nos has soltado sobre Solanos, y hemos destrozado la ciudad como animales. Lo sabes, estabas entre nosotros. Eso es lo que nos has regalado; animales que siempre tendrán en las manos el pegajoso olor de la sangre. Te maldigo, Tsongor, por lo que has hecho de mí. A partir de ahora, diré lo que acabo de decir en todos los lugares del reino a los que vaya, a todos los que se crucen en mi camino. Te abandono, Tsongor, ahora sé quién eres.

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