Una noche, Macebú convocó a su hijo a la azotea del palacio de Massaba. Hacía calor. La reina de las amazonas lo esperaba en pie, con el cuerpo erguido y la decisión pintada en el rostro, y le habló con autoridad.
– Escúchame, Kuame, y no me interrumpas. Llevo aquí mucho tiempo, mucho tiempo librando batalla a tu lado, conociendo la cólera y las privaciones a diario. Cuando llegué, salvé a Massaba rechazando a ese perro de Sango Kerim, pero desde entonces todos mis ataques han sido vanos. Te he hecho venir para decirte esto, Kuame: hoy abandono, mañana emprenderé el regreso al reino de la sal, pues no es bueno dejar el país durante tanto tiempo sin un jefe que lo dirija. No temas, me iré sola, te dejo a mis amazonas, no quiero que Massaba caiga porque yo me retiro. Pero escucha esto, Kuame, escucha lo que te dice tu madre: has querido tener a esa mujer y has luchado por ella, pero lo que no has podido obtener hasta el presente no te lo concederá el futuro. Si Samilia no es tuya ya, no lo será nunca. Puede que los dioses hayan decidido privaros de ella a los dos. Sois iguales en fuerza y astucia, os agotáis mutuamente, mientras que la guerra se fortalece día a día. Abandona, Kuame, eso no es ningún deshonor; entierra a tus muertos y escupe sobre esta ciudad que tan cara te ha costado, escupe sobre el rostro de ceniza de Samilia. Aquí la vida no hace más que escaparse lentamente de ti, malgastas tus años en las murallas de Massaba. Tengo tantas otras cosas que ofrecerte… Déjale esa mujer a Sango Kerim o a quien la quiera, de ella sólo se pueden esperar gritos y sangre en las sábanas. Veo cómo me miras y sé lo que piensas; no, no me asusta Sango Kerim; no, no huyo de la lucha. Vine aquí para tratar de lavar la ofensa que te habían infligido, y quien hace eso no es ningún cobarde, pero no hay ninguna gloria en llevar a los tuyos a la muerte. Resígnate, Kuame, ven conmigo; ofreceremos a Sako y los suyos la hospitalidad de nuestro reino para que no los degüellen aquí en cuanto nos vayamos. Abandonaremos Massaba todos, de noche, sin decir nada, y por la mañana lo que tomarán esos perros será una ciudad muerta, y no oirás ningún grito de alegría a tus espaldas, créeme. Porque, en el mismo instante en que penetren en las lúgubres calles sin vida de Massaba, comprenderán que no hay victoria, comprenderán también, apretando los dientes con rabia, que hemos abandonado la guerra para abrazar la vida y que los dejamos ahí, envueltos en el polvo de las batallas, rodeados de muerte y de quimeras.
Así habló Macebú. Kuame la escuchó con el rostro tenso, pero sin interrumpirla ni apartar los ojos de ella. Cuando su madre acabó de hablar, se limitó a responder:
– Me has dado la vida dos veces, madre, el día que me pariste y el día en que viniste a salvar Massaba. No tienes nada de que avergonzarte, la gloria te precede; vuelve en paz a nuestro reino, pero no me pidas que te siga, aún tengo una mujer a la que tomar y un hombre al que matar.
La emperatriz Macebú abandonó Massaba de noche en su cebú real, escoltada por una decena de amazonas. Dejó tras de sí a su hijo, que soñaba con bodas de sangre; dejó las siete colinas, sumidas en una muerte lenta. La guerra continuó, pero la victoria seguía sin elegir bando. Los dos ejércitos estaban más andrajosos y exhaustos cada día, y no se veía otra cosa que figuras descarnadas y lastimosas, cuerpos secos y consumidos por la desgracia y los años.
Desde hacía varias noches, el cadáver de Tsongor parecía atormentado, se estremecía constantemente, como un niño con fiebre. En su sueño de muerto, las muecas se sucedían sobre su rostro. A menudo, Katabolonga lo veía taparse los oídos con sus dos manos de esqueleto. El rampante no sabía qué hacer, allí estaba ocurriendo algo que se le escapaba, y no podía hacer nada aparte de contemplar la progresión de la ansiedad en el cuerpo del viejo soberano. Al fin, una noche, Tsongor, al límite de sus fuerzas, abrió los ojos y empezó a hablar. Su voz había cambiado, era la voz de un hombre vencido.
– La risa de mi padre ha vuelto – dijo el cadáver de su señor. Katabolonga no sabía nada del padre de Tsongor, el rey nunca le había hablado de él; siempre había tenido la sensación de que Tsongor había nacido de la unión de un caballo y una ciudad. No dijo nada, y Tsongor siguió hablando -: La risa de mi padre. No dejo de oírla resonar en mi cabeza, con el mismo tono que el último día que lo vi. Estaba en su cama, me habían llamado diciéndome que ya no tardaría en morir, y se echó a reír en cuanto me vio, con una horrible risa de desprecio que agitaba todo su viejo y fatigado cuerpo. Reía con odio, reía para insultarme. No me quedé, no volví a verlo jamás. Fue entonces cuando decidí no esperar nada de él, pues su risa me decía que no cedería nada, se reía de mis esperanzas de heredar, pero se equivocaba. Si me hubiera legado su pequeño y miserable reino, no lo habría aceptado, quería más, quería construir un imperio que hiciera olvidar el suyo, para borrar su risa. Todo lo que hice desde entonces, las campañas, las marchas forzadas, las conquistas, las ciudades construidas, todo, lo hice para mantenerme alejado de la risa de mi padre. Pero hoy ha vuelto, la oigo en mi noche como la oía antaño, igual de salvaje. ¿Sabes lo que me dice esa risa, Katabolonga? Me dice que no he transmitido nada a los míos. Yo construí esta ciudad, tú lo sabes mejor que nadie, estabas conmigo, la hice para que permaneciese. ¿Qué queda de ella ahora? Es la maldición de los Tsongor, Katabolonga, de padre a hijo, sólo polvo y desprecio. He fracasado, quería tener un imperio que legar para que mis hijos siguieran engrandeciéndolo, pero mi padre ha vuelto. Se ríe, y con razón; se ríe de la muerte de Liboko, se ríe del incendio de Massaba, se ríe. Todo se derrumba y todo muere a mi alrededor. Fui un presuntuoso. Ahora sé lo que debería haber hecho: para transmitir a mis hijos lo que yo era, debía haberles transmitido la risa de mi padre, convocarlos a todos la víspera de mi muerte y ordenar que incendiaran Massaba ante sus ojos para que no quedara nada, eso es lo que debía haber hecho, y reír durante el incendio, como rió mi padre aquel día. Tras mi muerte, no habrían recibido otra herencia que un puñado de cenizas y un apetito feroz, habrían tenido que reconstruirlo todo para recuperar la felicidad de la vida de antaño. Les habría transmitido el deseo de hacerlo mejor que yo, sólo ese apetito, que les habría estrujado el estómago. Puede que me odiaran, como yo odié la risa de aquel viejo que me insultaba en su lecho de muerte, pero el odio a nuestros padres nos habría acercado; habrían sido mis hijos. ¿Hoy qué son? La risa tiene razón, debía haberlo destruido todo.
Katabolonga callaba, no sabía qué decir. Massaba estaba destruida, Liboko, muerto; puede que Tsongor tuviera razón, puede que no hubiera conseguido transmitir a los suyos otra cosa que la salvaje violencia del caballo de guerra, el gusto por las llamas y la sangre. Tsongor lo tenía, y Katabolonga lo sabía mejor que nadie.
– Estás en lo cierto, Tsongor – respondió el viejo servidor con suavidad -, has fracasado. Tus hijos devoran tu imperio y no conservarán nada de ti, pero yo sigo aquí y me has legado a Suba.
Al principio, Tsongor no lo comprendió, no le cabía en la cabeza que Katabolonga pudiera pensar que lo había dejado a su hijo en herencia, pero poco a poco, sin saber por qué, empezó a parecerle que era así. Lo destruirían todo, todo, no quedaría más que Katabolonga, impasible en medio de las ruinas, resumiendo en sí mismo toda la herencia de Tsongor. La fidelidad de Katabolonga, que esperaba a Suba, con su obstinada e inquebrantable paciencia. Puede que le hubiera transmitido eso a su hijo, sí, sin que el propio Suba lo supiera, la tranquila fidelidad de Katabolonga. Cerró los ojos. Sí, su amigo debía de tener razón, porque la risa de su padre había dejado de resonarle en el cráneo.
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