Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides

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Sofía se ha ido y pienso en mi madre. Ni su olor me resulta ya importante. Y comprendo -de súbito- por qué. Es que la he perdonado. Porque si hoy se vuelca una balsa y las manos de mis dos hijos se tienden hacia mí, yo no dudaré: tomaré la de Trinidad.

* * *

A las tinieblas se llevaron mis palabras y a veces las busco, tendiendo mis oídos al silencio. El silencio escucha burlándose. Él y yo ya lo sabemos: las palabras no volverán.

Todas las palabras del mundo, en todas las lenguas, formulaciones y acepciones ya fueron dichas. Se han conformado en miles, millares de bocas y cerebros, todas ellas.

No me han dejado ninguna.

Las tinieblas me recortan del espacio de los otros y a su vez me resguardan. Me expulsan con ferocidad y sin embargo me dan fuerza. Una fuerza que desconozco y que no comprendo.

Siempre el abismo.

Me atollo en mis horribles ruidos y callo.

* * *

Sofíame urge.

– Y Dios, Blanca, ¿te da consuelo?

Mi cabeza responde no.

– Yo nunca he sido creyente, tú lo sabes. Me consuelan los ritos de la religión, no la religión en sí.

Sonrío suavemente, como para mí misma. Ella camina frente al ventanal de mi dormitorio, rubia la luz.

– Me gusta la figura de Jesucristo. Además de todo su valor, fue tan digno con las mujeres.

La miro sorprendida.

– Después de todo, Blanca, te envidio la fe. Da respuesta a cosas que no la tienen. Si estuviera en tu situación, me aferraría a eso para buscarle algún sentido…

Quisiera explicarle a Sofía que no tengo profundidad para abarcar lo espiritual. La observo sin expresión, la miro en su colorido castaño que me calma. Quisiera poder decírselo: mi cerebro, esta máquina descompuesta, ataja la trascendencia. Estanca cualquier interioridad que no sea la observación y la memoria.

Mi abuela me habló muchas veces de Dios. No manoseaba su llamado, como lo hacía mi madre. Para mi abuela la mística era un acto poético. Un día me dijo: poesía de Dios, cuando el oficio del poeta ya no es más que amar.

Para ella el sentido de la mística era la vivencia del contacto, las profundas ganas que la llenaba de energía y fantasía, alentándola a salirse de sí misma.

¿Cómo contarle a Sofía que es exactamente a eso a lo que no accedo? ¿Cómo contarle que si la mística fue eso para mi abuela, a mí me está vedada?

Los Silogismos de la Amargura: «¿Por qué el «Ser» o cualquier otra palabra con mayúscula? DIOS sonaba mejor. Teníamos que haberla conservado. Pues, ¿no deberían ser las razones de eufonía las únicas que regularan el juego de las verdades?».

Aunque hoy pareciera accesorio, el flujo de sangre menstrual es un alivio. Lo siento venir cada vez con la ilusión de que lo limpia todo, que arrasa con la inmundicia, que le da una salida a pesar de la inutilidad de su cauce, que esta sangre ha robado otra sangre a mis venas y me blanqueará en su rojo y me purificará. Todo lo que este cuerpo retiene parte en ese chorro y me deleita, me deja liviana. Como si la sangre de entre mis piernas se convirtiese en espuma y al deshacerse en mis muslos, los lavara. Una vez al mes tengo la esperanza de desintegrarme y de que la sangre por fin me lleve a mí.

Recuerdo vagamente en mis oraciones de la infancia, allí entre las oraciones hablaban, alguien lo decía, hablaban de la sangre redentora.

Llegó un momento, entonces, en que el pecado se convirtió en inevitable, como las leyes de la física. Yo nunca tuve la intención ni la sospecha… no habría elegido -de ser posible elegir- vivir algo así. No me sucedió antes y aunque no hubiese enfermado, no me sucedería después.

Fue sublime y eso me permitió involucrarme con el mundo, con el prójimo, conmigo misma. Cómo puede comprender mi pobre mente que la gran falta por mí cometida fue lo que me amplió, amplificó y pude entender por fin ese verbo de las escrituras. Yo fui -y soy aún- una mujer elemental. Mi relación con Dios nunca fue elaborada. Por ello me es difícil explicarme cómo, por qué cuando me fui de llena al pecado, nunca estuve más cerca de Él.

Viva que dolía, lo sentí entonces. Que ya podría morir sabiendo que tuvo un sentido mi pasada por la Tierra. Lo único sólido para acarrear a la etérea eternidad.

* * *

Notoa Alfonso un poco deprimido. Ha venido a almorzar conmigo. Casi nunca lo veo a solas, es un hombre tan ocupado. Me siento privilegiada de contar con su compañía: ya ninguna presencia es gratis.

Me dice que está preocupado. No, no solamente por mí, por la familia en general. Me cuenta de la adolescencia complicada de sus hijas y doblemente complicada en manos de Luz. Habla de Pía y de Víctor, de sus vidas vertiginosas y de la cocaína. Y de mi cuñada, la mujer de Felipe, que reemplazó a su marido por el whisky, ahora que él casi vive en el Parlamento. Me confiesa que Arturo tiene una amante y que no piensa renunciar a ella. Me consuela diciendo que todo esto es estrictamente privado. ¡Señor, qué familia! Parece que no éramos tan exitosos, después de todo…

Sentados frente al ventanal, fijo mis ojos en el pasto fresco y bien cortado, distraída, rumiando lo que Alfonso me ha contado. Pienso en mis cuñadas, en lo desdeñosas que siempre han sido, y apenas lo escucho levantarse y avisarme que pondrá un poco de música. Hasta que llegan esas notas, independientes por el cielo, por el aire esas cuerdas. Es Schubert, el Trío para Piano. Me tomo la cabeza, entran por mi cerebro esas notas en contra de mi voluntad. ¡Dios, me van a quebrar esos violines! ¡Me van a quebrar…! Miro a Alfonso como lo haría una desquiciada, la furia me acomete, empuño las manos y me tiro encima de él, descargándolas en su pecho. Lo golpeo, lo sigo golpeando enajenada, no puedo detener mis manos… Alfonso tarda en reaccionar, se contrae su rostro por la sorpresa primero, luego por la pena. Me toma por ambos brazos con manos expertas, me sujeta y me atrae hacia él. La música continúa, descompensándome por completo. Siento una mano recorrer mi cabeza, mi pelo… hace mucho que no sentía la mano de un hombre en mi cabeza, fuerza y ternura esa mano, este pecho en el que me reclino, conozco bien este espacio exacto entre el hombro y el pecho, el Gringo ha vuelto, es el cuerpo del Gringo el que me contiene, Dios mío, Dios mío, por fin en el sólo lugar del mundo donde debo estar, por fin… me aprieto a este cuerpo, me cuelgo de este cuerpo y allí me calmo. Siempre pude calmarme en esos brazos, los únicos de la tierra. Ya apaciguada, levanto los ojos… es Alfonso, no es el Gringo, es mi hermano Alfonso. La humillación se apodera de mí y pareciera que voy a deshacerme en llanto. Y todo sonido en mí es feo, todo sonido es quebrado, cómo no mi llanto.

Alfonso me ha acostado y me ha puesto una inyección. Corre las cortinas y me deja a oscuras. Pienso que me estoy volviendo loca, y en mi locura deliro por el Gringo, deliro y deliro, mi vida entera por un instante del Gringo, los labios de la herida hablan, insisten en hablarle a mi memoria, insisten.

Ándate de una vez, Blanca. Vuelve al fondo del espejo.

* * *

¡ Lospatos!

Quiero ser despertada por el saludo de los patos. (Montevideo, la última vez que estuve ahí, en el Hotel del Lago, los patos en mi ventana, la pequeña laguna en mi ventana repleta de la conversación de los patos.)

El campo.

Si puedo elegir mi propia cárcel, que ésta sea el campo.

Trini, Honoria, los patos y yo. ¿Qué más necesitamos? Al menos mi cama del campo tiene la huella del Gringo, la única cama a mi alcance que tiene su huella. Y allí nadie podrá atravesarme a ciegas, allí nadie olvidará tratarme como a un humano.

Pía dirá: ¿Y cuando Trini entre al colegio?

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