Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides
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Te colgaste de él, te arrodillaste y abrazaste sus pies. Inmóvil el abrazo, inmóvil el Gringo que sabía que de todos modos iba a abandonarte.
– ¡No me dejes, Gringo!
– Volveré por ti. Volveré por ti… mi amor -Sofía y yo fuimos testigos del único eslabón para tu esperanza.
Esa noche fuiste de fuego. Tu intensidad nos amainó, tu audacia nos acobardó, tu soledad nos advirtió. No aflojes, te dijimos Sofía y yo sin palabras.
Han hecho diana en ti, te han herido, Blanca en llamas, ¿tienes miedo?, ¿quieres huir?, ¿ temes que te arranquen de cuajo el corazón?
Tanto sudor…, ¿no temiste derramarte? Tanta saliva…, ¿no temiste secarte? Tanta humedad…, toda la humedad se desprendió de tu cuerpo esa noche. Y no la recobraste como rocío.
* * *
Latente y sorda tu aflicción. ¿Y la rabia? La rabia… ¿dónde? Tus lamentos en silencio. También yo lloré esa noche por ti, pero resentida, resentida yo por tu propia falta de resentimiento.
Soy frágil, Sofía, fueron tus pobres palabras.
(Esa fragilidad explotaría mas tarde en mil fragmentos.)
Me dijiste un día, el mundo del dolor ha pasado a tener un nombre para mí: Victoria. Ahora te digo, sin piedad, que ese nombre es el tuyo.
Para Victoria han pasado quince años de suplicio sostenido. Su darlo es ya casi atávico, y créeme, Blanca, irreversible. Ni a ella ni a los otros los salvarán. Nada los salvará. Te insisto: el daño ya los ha horadado y tú pareces aún no comprenderlo.
Tu callado sufrimiento fue otro. Y podrías haberlo aliviado. No eras la primera mujer del mundo que pierde al marido y al amante. Pudiste renacer mil veces, cosa que a Victoria le está vedada. Pudiste empezar de cero y hacer una linda corrida. Pero para ello debías sacar la rabia. Reaccionar. Y enjuiciar: enjuiciar a ese par de hombres que amaste y borrarles el maquillaje, frotárselos sin temor a la luz cruda. Quizás con Juan Luis hiciera menos falta. Pero el Gringo…
Yo también estaba hechizada con el Gringo, Blanca, todas lo estábamos. No niego las muchas bellezas de ese hombre. Tampoco niego tu amor ni te lo desatiendo. Pero ninguna verdad es total, nada del todo blanco, nada del todo negro. Y si hubieses hecho la prueba de amar a un Gringo de verdad y no a ese vikingo etéreo que tú inventaste, me inspiraría más respeto tu devoción. Si ibas a desangrarte por él, al menos hacerlo por el hombre de carne y hueso y no por el que tus ojos nublados desfiguran. Hacerlo por ese hombre que no conoció el compromiso, que se solazó en el tormento sin mover un dedo para salir de él, por ese hombre que arranca y arranca cobarde, que no fue capaz de quedarse contigo cuando tú más lo necesitabas. Desángrate por ese hombre que no sospecha lo del vocablo amor. No, no lo sospecha, Blanca. Sólo sabe del juego del estar y no estar, como la más vil de las histéricas. Es ese tu hombre, el que a veces tiene un horrible rictus en su boca. El que huele ahumo y no a carne. El que se esconde tras la música y los libros, pedante, porque no tiene los cajones para vivir fuera de ellos. El que te quiso, Blanca. ¿ Quieres más o me detengo ya?
Estabas tan indefensa esa noche, tan indefensa…, cualquiera te hubiese podido adueñar. Podría haberlo hecho un amor grandioso o una iluminación, pero fue el rayo del que habló Honorio.
Juan Luis, Jorge Ignacio, el Gringo. Tres veces negada. Como victima de Pedro has sido.
Negada, herida, y humillada. Y esa noche adherida a él le rogaste que te detuviera para siempre, estatuas de sal, sin salida para el lugar de allá o de acá. No podías soltarlo. Era la balsa escapando de tus manos en el río.
La balsa se fue.
Y el Gringo también.
Luego te fuiste tú, a tu singular manera.
* * *
Yasí fue como nunca llegué a vivir a Nueva York.
Y así fue también como murió la mitad de mí misma.
Una parte mía murió cuando partió mi marido con mi hijo. Supe, a ciencia cierta, que nunca más sería la misma. Pensaba en esa última noche en el campo y algo me decía que la fuerza de la nostalgia no era equivalente a la simple y loca ambición de la resurrección.
TERCERA PARTE
(EL CAMPO)
Así escribió Emily Dickinson:
«como se dijo del Pájaro convaleciente:
Y elevó luego su Garganta
Y esparció tal Nota-
Que el Universo que la oyó
Aún está por ella herido -».
Así me habló Emily Dickinson.
* * *
Elgran error del fonoaudiólogo fue traerme las cintas en que grababa nuestras clases para que escuchara «mi aprendizaje».
Me las puso en la grabadora que siempre ocupa. Nunca lo había hecho. Probablemente pensó que me estimulaba, que la deficiencia me impulsaría a poner más de mí misma. Tremendo error.
Oí esas cintas.
Fue al final de ese día que tomé mi decisión.
He optado por el silencio.
Para decir pedazos de palabras sin control de su tono, para escuchar con mis propios oídos esos ruidos guturales que nada tienen que ver conmigo sin responder a la orden que le doy a mi cerebro, para sentir cómo mis cuerdas vocales se disparan cambiando la intención que viene de mi mente, prefiero guardar silencio.
Yo, la más hastiada.
El hastío.
Hastío que sentía, hiciese lo que hiciese. Hastío al despertar cada mañana, al bañarme y al vestirme, al caminar mi casa y constatar cada orden hecho por mis manos, al atravesar los ventanales ociosos, hastío que no dejaba de sentir al mirar la cara leal de Honoria, al escuchar la voz de Trinidad, tan querida, al sumergirme cada noche en esa gran cama protectora, al vivir la suavidad de las sábanas -tiernas las sábanas que me hastiaban- y el hastío no se detuvo nunca, al peinarme en el espejo y verme aún, ni siquiera en la risa de Victoria o en la solidaridad de Sofía. Hastío que seguí sintiendo hasta del recuerdo del Gringo, de sus brazos y del porfiado verde de sus ojos, hastío siempre, hasta ese momento exacto en que escuchando la cinta con mi nueva voz -sonidos incrustados en la garganta- construyendo una Blanca nueva y furiosa, decidí que jamás habría de hablar de nuevo y que mi voz desaparecería para siempre, en la memoria de los otros y en la propia.
Comienza esta extraña liberación.
* * *
Midecisión lo marcó todo. Fue empezar otra vez -otra maldita vez- de cero. Empezar del silencio total para quedarme en él.
Blanca está loca.
Eso dijeron cuando me cubrí con las sábanas ante la súper experta, esa pedante que me trajeron cuando rechacé seguir con el fonoaudiólogo. «Soy una especialista en problemas del habla y del lenguaje…». Aludió también a «graves transtornos de comunicación». La detesté. No salí de mi escondite de las sábanas. Odié su boca angosta, siempre es la avaricia en los labios angostos, ese pelo tan negro y el vestido naranja. ¡Nadie puede vestirse de naranja!
Me quemo en mi propia violencia.
Me llega el murmullo: Blanca es una cobarde. ¿Es el murmullo de mi imaginación? Claro, para Sofía mi opción no puede sino depender de la cobardía.
La inmadurez, Blanca, es tener fantasía de cosas efímeras, me dijo Alfonso un día, hace años, temeroso que cuanto yo quisiera fuese de corto alcance, o de cosas que duran poco.
Cuando yo era chica tenía enorme atracción por los enanos, aunque no por los enanos feos ni deformes. Supongo que debí haberme inspirado en los de Blanca Nieves. Y el anhelo más ferviente era tener uno para mí. Elegí un pequeño montículo de tierra seca en el campo y decidí que allí aparecería uno. ¡Qué voluntarismo maravilloso en esa edad! Yo estaba convencida de que mirando fijo la tierra, por el sólo fervor de mi deseo, el enanito aparecería. Cuanto más miraba, más segura estaba de que él llegaría. Me costó mucho entender que ello no sucediera, y al lamentar que los designios fueran tan avaros, comencé a crecer.
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