Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides

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Una sola cosa necesitaba decir antes de enmudecer del todo, una sola. Debía pedirle a Sofía o a Victoria que le avisasen al Gringo. No de mi enfermedad, por ningún motivo. Al contrario, que le dijesen que me fui a Nueva York. Era la única noticia que me daría la seguridad de que él no volvería. Así no tendría ni la compasión ni la mirada del ayer sobre un hoy repulsivo. Todas las humillaciones por las que he pasado desde que enfermé palidecen ante una irresistible: que el Gringo me viese en estas condiciones. Evitarlo como fuera, aunque significasen todas las sesiones que hice con el fonoaudiólogo y los esfuerzos hasta que me comprendieran: que el Gringo no vuelva por ningún motivo. Sofía lo entendió, el Gringo no volverá. Ya puedo enmudecer en paz.

Permanecer así, con la ilusión de que habría vuelto algún día a buscarme.

* * *

Trinidelira de fiebre. Busco el termómetro, se lo pongo, trato de discernir el resultado, no puedo. Qué más da. Que diga 39 ó 41, Trini arde igual. La fiebre de los niños fue siempre un asunto mío. Nadie sino yo las veía venir, especialmente en Trinidad, que daba menos índices de albergarla en el cuerpo que cualquier otro niño. Nunca Juan Luis ni Honoria ni mi mamá captaron las fiebres de mis hijos. Fui siempre yo.

Traigo paños fríos, se los pongo en la frente, en el estómago, ella grita, la abrazo. Pasan las horas, no pareciera bajarle. Me apego a ella y la acaricio en la oscuridad.

Pienso en las noches de las mujeres: qué gran injusticia son las noches de las mujeres, las únicas del hogar cuyos ojos son permanentes lámparas encendidas, oídos escrutadores, atento al acontecer de las tinieblas. El ronquido del marido, la pesadilla del niño, la rata que cruza el techo con raro y distinto estrépito, el desvelo del hijo mayor. Todo en sus manos. Todos duermen tranquilos; ella vela. Ella es la asequible: la guardiana de la noche.

Afásica y todo, al menos Trinidad me tiene a su lado. Hace años mamá me dejó: partió con papá a Europa en medio de mi escarlatina y de mi fiebre tan alta. Yo tenía la edad de mi hija. A Trini no le ocurrirá eso. Me tiene.

Trini, trinidad, mi trino, mi trinante.

Al día siguiente, Pía llama al doctor.

– ¡Y no le pusiste un supositorio siquiera! -me acusa Pía.

Ya sé. La familia decidirá que no estoy capacitada para cuidar a una niña tan pequeña.

No la soltaré, aunque sea lo último que haga en mi vida.

Oigo de una plaga de ratones en el barrio. Demolieron una casa antigua para hacer otro de esos palacetes al estilo mexicano, tan de moda entre los ricos recién llegados que se tomaron este barrio. Mucha fachada estilo Barragán, pero olvidaron desratizar.

Pía llama a una empresa de nombre Terminator, para desinfectar nuestras dos casas. A los pocos días de terminado el trabajo, entro a mi baño en la mañana. Como de costumbre, cierro ambas puertas con pestillo, la que da a mi pieza y la que da al patio de luz lleno de plantas. Prendo luces y termostato y me instalo ceremoniosa al lado de la tina, pongo el tapón y echo a andar el agua caliente, gozando con su contacto cada vez que interrumpo el chorro con mi mano. Y de repente siento una presencia extraña. Ojos que me miran fijo. Frente a mí, a medio metro, un enorme ratón -guarén, para ser precisa-, ni muerto ni vivo. Atontado, envenenado, mirándome fijo

La suma de esos ojos, más el hermetismo en que me encuentro adentro del baño, me hacen pensar que estoy atrapada. El grito se escucha hasta la casa de Pía.

Ese ratón agónico exhibió lo que yo tenía escondido: mis cuerdas vocales asquerosamente vivas.

Soy una escoria. Debo serlo, si no, ¿por qué me miran así?, ¿por qué me tratan así?

Reconozco entre mis libros aquel regalo del Gringo, La campana de cristal de Silvia Plath. Lo que más me identificó con la protagonista -sin sospechar cuál sería mi futuro- fue el cómo del suicidio. Cómo matarse, desde un punto de vista físico y material, llena páginas y páginas de la novela. Nada de abstracciones. Le comenté entonces al Gringo que los hombres son más heroicos en el suicidio, no les importan la violencia ni la sangre. Nosotras, en cambio, en nuestra infinita estupidez -¿o sabiduría?- buscamos cómo morir entre almohadones. Sin dolor, sin conciencia, sin estridencias.

Si Sofía o Victoria temen alguna acción de mi parte, ahora que he truncado mi tratamiento, pueden estar tranquilas. La campana de cristal: con sólo mostrarles el libro comprenderán qué quiero decir. Y no es por un problema de principios (ellas cuentan con que yo los tengo). Es que no me mataría básicamente por no saber cómo hacerlo. Es mucho más complicado de lo que la gente cree.

Cualquier violencia me repugna. Ojalá morir en blanco… La ilusión de una muerte blanca, como los ángeles.

* * *

¡Gané!

Alfonso ha conversado con el neurólogo. Nadie aprende nada cuando se le obliga a ello, menos un afásico, le ha dicho. Obligar al paciente contra su voluntad a la reeducación puede significar cerrar la puerta a la rehabilitación para siempre.

Todos me miran francamente desesperados; no saben qué hacer conmigo. Y les sobro, les sobro, les sobro…

Ha llegado una postal de Nueva York. La miro y mi corazón suspende el latido. La esperé tanto. Han debido obligar a Jorge Ignacio a escribirla. Con tal devoción seguí cada timbre del cartero. Y nada. Esperé -oportunista- que mi enfermedad lo ablandara. Al no verme, no puede sospechar cuan desvalida estoy. Si me encontrase, ni siquiera cobraría sentido el rencor. Quizás por eso mismo lo evita, son demasiadas emociones y todas muy contradictorias para su alma tan joven. En arrimarse a su padre no existe ambigüedad. Allí tiene certezas, como las tuve yo muchos años.

Sofía me lee: «Por la abuelita estoy al tanto de tu enfermedad. Espero te mejores pronto. Yo estoy ocupadísimo en los estudios, debo sacarme la mugre con el inglés para estar al nivel de los otros. En las primeras vacaciones que tenga -no sé cuándo, por los cursos extra que debo tomar- iré a verte. Cariños, Jorge Ignacio».

Me quedo pensativa. Cariños, Jorge Ignacio. Eso es lo más que puede decirle este hijo al pedazo de madre que le queda.

Miro a Sofía y niego con la cabeza.

– ¿No quieres que venga?

A mi modo, digo que no.

– ¿No quieres verlo hasta que realmente te haya perdonado?

Me levanto y beso a Sofía. ¿Qué haría sin ella, la traductora de toda esta ignominia?

– Tienes razón. Esta postal no es precisamente el anhelo de la reconciliación. Se lo diré a tu madre. «Espero te mejores pronto». ¿Sabrá lo que dice este hijo mío? ¿Sabrá cuan vacía es su formalidad? «Espero te mejores pronto». ¿Alguien le miente? ¿Sabrá que el único cambio posible es a otro peor? ¿Le han dicho que puede venirme otro ataque? Sé que Alfonso les escribió y él no dice mentiras.

Ahora que soy una desertora, o que estoy al borde de serlo, me pregunto por la mutabilidad de las identidades. ¿Cuántas se tienen en la vida? ¿Quién me enseñó que para las mujeres de mi especie había solo una? ¿Cuánto se habrán roto las otras, las que comprendieron que eso no era cierto, que el crecimiento podía arrasar con las identidades y hacerte caer mil veces en el polvo, desafiando toda esta rigidez que nos crió? ¿Debo culparme? Me acomodé fácilmente a un triunfo mediocre, no me atreví a mirar muy lejos. Devaluada yo, mi género devaluado. (Juan Luis era un hombre, yo era una mujer, nada más. Victoria y Sofía hablaban del género. Tanto hablaron de él que lo comprendí.) Anestesiado en su recorrido de silencio, en las preguntas que no se hicieron, en los moldes que se siguieron, en la violencia cotidiana de la no valoración, desolado mi género.

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