Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Durante los minutos siguientes se limitó a esperar. Volvió a su dormitorio sin ningún motivo concreto, y volvió a salir al pasillo. Finalmente, cuando reparó en la posibilidad de que él se hubiera marchado, salió despacio hasta el portal.

Abrió la puerta y miró la calle a derecha e izquierda, y se sorprendió de no ver rastro de él por ninguna parte. Había esperado verle rondando por los alrededores, quizá unos portales más allá, o al menos descubrir las flores sobre los escalones de la entrada. Y pese a todo, en aquel momento, no sintió ningún pesar. Sólo una leve sensación de alivio, y un hasta grato sentimiento de exaltación ante el hecho de que el proceso de reconciliación hubiera comenzado finalmente, pero ningún pesar. De hecho, allí sentada en la salita, experimentó un fugaz arrebato de triunfo por haberse mantenido firme y no haber cedido. Tales pequeñas victorias, se dijo, eran muy importantes, y les ayudarían a ambos a no repetir los errores del pasado.

Sólo meses más tarde la asaltó la idea de que había cometido un error aquella tarde. Al principio no fue más que una idea vaga, algo que no llegó a examinar detenidamente. Pero luego, a medida que pasaban los meses, aquella tarde de verano fue ocupando un lugar más y más predominante en sus pensamientos. Su gran error, concluyó, había sido entrar en su apartamento. Al hacerlo, quizá le había exigido a Brodsky algo un tanto excesivo. Una vez que había conseguido que la siguiera todo aquel trecho -el bulevar, la esquina, las tiendas de su calle- lo que tendría que haber hecho era pararse en la pequeña verja de hierro y, tras cerciorarse de que él la había visto, entrar en el Sternberg Garden. En tal caso, sin el menor asomo de duda, él la habría seguido. Y, por mucho que ambos hubieran vagado un rato entre los arbustos en silencio, tarde o temprano habrían acabado hablando. Y tarde o temprano él le habría ofrecido las flores. A lo largo de los veinte años que habían pasado desde entonces, la señorita Collins raras veces había mirado aquella verja sin experimentar un pequeño tirón en su interior. Así pues, aquella mañana en que finalmente había conducido a Brodsky hasta el jardín, lo hizo con cierto sentido de ceremonia.

Pese a la importancia que el Sternberg Garden había llegado a adquirir en la imaginación de la señorita Collins, no se trataba de un jardín especialmente atractivo. Era, esencialmente, una plaza ajardinada con paseos de hormigón no mayor que el aparcamiento de un supermercado, y su principal razón de ser parecía residir más en su interés floricultor que en el hecho de brindar belleza o solaz a los vecinos. No había en él césped ni árboles, sólo meras hileras de arriates, y a aquella hora de la mañana el lugar era un simple cuadrángulo a pleno sol sin rastro de sombra por ninguna parte. Pero la señorita Collins, mirando las flores y helechos que veía a su alrededor, dio unas palmadas con expresión gozosa. Brodsky cerró la verja con cuidado a su espalda y miró el jardín sin entusiasmo, pero pareció complacido al ver que, aparte de las ventanas de los apartamentos que daban al jardín, gozaban de una intimidad casi absoluta.

– A veces traigo aquí a la gente que viene a verme -dijo la señorita Collins-. Es un lugar fascinante. Puedes contemplar especies que no se encuentran en ningún otro lugar de Europa.

Siguió paseando despacio, mirando con admiración en torno a ella, mientras Brodsky la seguía respetuosamente a unos pasos. La sensación de embarazo que los había embargado minutos antes se había esfumado por completo, de forma que cualquiera que los estuviera observando desde la verja los tomaría sin duda por una anciana pareja de muchos años que daba su habitual paseo al sol de la mañana.

– Pero, claro -dijo la señorita Collins, haciendo una pausa junto a un arbusto-, a usted nunca le han gustado este tipo de jardines, ¿no es cierto, señor Brodsky? Usted desdeñaba todo este encorsetamiento de la naturaleza.

– ¿Por qué no me tuteas y me llamas Leo?

– Muy bien, Leo. No, tú preferías algo más salvaje. Pero, ya ves, sólo gracias a un cuidadoso control y planificación pueden sobrevivir algunas de estas especies.

Brodsky contempló con solemnidad la hoja que la señorita Collins estaba tocando. Y luego dijo:

– ¿Te acuerdas? Los domingos por la mañana, después de tomar nuestro café juntos en el Praga, solíamos ir a esa librería. Tantos viejos libros, tan apiñados y tan llenos de polvo mirases donde mirases. ¿Te acuerdas? Solías ponerte tan impaciente. Pero, de todas formas, entrábamos todos los domingos, después de tomar café en el Praga.

La señorita Collins permaneció en silencio unos instantes. Luego rió sin ruido y reanudó la marcha despacio.

– Aquel tipo…, el renacuajo -dijo.

Brodsky sonrió.

– El renacuajo… -repitió, asintiendo-. Sí, el tipo aquel. Si ahora volviéramos, a lo mejor seguía allí, detrás de su mesa. El renacuajo. ¿Le preguntamos su nombre alguna vez? Fue siempre tan cortés con nosotros. A pesar de que nunca le compramos ningún libro.

– Menos aquella mañana en que nos chilló.

– ¿Nos chilló? No lo recuerdo. El renacuajo era siempre tan cortés. Y eso que nunca le compramos nada.

– Sí, sí. Una vez entramos…, estaba lloviendo, y tuvimos mucho cuidado en no mojarle ningún libro; sacudimos los impermeables en la puerta, pero él debía de estar de muy mal humor aquella mañana, porque se puso a gritarnos. ¿No te acuerdas? Me gritó algo sobre el hecho de que fuera inglesa. Oh, sí, fue muy maleducado, pero sólo aquella mañana. Al domingo siguiente no parecía acordarse de nada.

– Es curioso -dijo Brodsky-, pero no me acuerdo. El renacuajo. Yo siempre lo recuerdo tan tímido y cortés. No me acuerdo de esa vez de la que me hablas.

– Puede que me equivoque de recuerdo -dijo la señorita Collins-. Puede que haya confundido al renacuajo con cualquier otro.

– Sí, creo que sí. El renacuajo fue siempre muy respetuoso. Jamás habría hecho una cosa semejante. Meterse con el hecho de que fueras inglesa. -Brodsky sacudió la cabeza-. No, él siempre fue muy respetuoso.

La señorita Collins se detuvo de nuevo, y pareció quedarse absorta en la contemplación de un helécho.

– Había mucha gente así en aquel tiempo -dijo al cabo-. Personas de ese tipo. Siempre tan corteses, tan pacientes. Se desvivían por ser amables, por sacrificarse por ti, y un buen día, sin razón alguna, el tiempo, cualquier cosa, explotaban. Y luego volvían a la normalidad. Había mucha gente así. Andrzej, por ejemplo. Era exactamente así.

– Andrzej estaba chiflado. ¿Sabes?, he leído en alguna parte que se mató en un accidente de coche. Sí, lo leí en un periódico polaco, hará unos cinco o seis años. Se mató en un accidente de coche.

– Qué triste. Supongo que mucha de la gente de aquel tiempo ya habrá muerto…

– Me gustaba Andrzej -dijo Brodsky-. Lo leí en un periódico polaco, una mención de pasada, decía que había muerto. Un accidente de circulación. Muy triste, sí. Pensé en aquellas veladas, sentados en el viejo apartamento. Cómo nos envolvíamos en mantas, cómo compartíamos el café, todos aquellos libros y periódicos por todas partes, y las charlas. Sobre música, sobr literatura, horas y horas, mirando al techo y hablando y hablando…

– Yo solía querer irme a la cama, pero Andrzej no se iba nunca. A veces se quedaba hasta el amanecer.

– Sí, es verdad. Si en cualquier discusión iba perdiendo, no había forma de que se fuera. Nunca se iba hasta que pensaba que estaba ganando. Por eso a veces se quedaba hasta la madrugada.

La señorita Collins sonrió, y luego suspiró.

– Qué triste es oír que se mató en un accidente -dijo. -No fue el renacuajo -dijo Brodsky-. Fue el hombre de la galería de arte. Él fue el que nos chilló. Un tipo extraño, siempre hacía como que no sabía quiénes éramos. ¿Te acuerdas? Incluso después de aquella interpretación de Lafcadio. Los camareros, los taxistas, todo el mundo queriendo estrechar mi mano, y cuando vamos a esa galería, nada de nada… Nos miró con cara de palo, como siempre. Y al final, en la época en que las cosas no me iban bien, entramos en la galería y estaba lloviendo, y nos chilló. Que estábamos mojando el suelo, dijo. Que siempre lo habíamos hecho, que siempre que llovía le mojábamos el suelo, que llevábamos años haciéndolo, mojándole el suelo, y que ya estaba harto. Él fue quien nos gritó, el que te dijo algo sobre el hecho de ser inglesa, fue él, no el renacuajo. El renacuajo fue siempre muy respetuoso, hasta el final. El renacuajo me dio la mano, me acuerdo perfectamente, justo antes de partir. Fuimos a su librería, y él sabía que era la última vez que íbamos a entrar en ella, y salió de detrás de su mesa y me estrechó la mano. La mayoría de la gente ya no me quería dar la mano, pero él lo hizo. El renacuajo era muy respetuoso. Siempre lo fue.

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