Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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La señorita Collins pareció no oírle. Fue despacio hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió y vino hacia nosotros.

– Disculpen, por favor… Debo…, debo… -Vino como en un sueño hasta la ventana, y miró a través de ella-. Por favor, debo… Espero que comprendan…

No nos hablaba a ninguno de los dos en particular. Luego su confusión pareció aclararse un tanto, y dijo:

– Usted, señor Parkhurst, no tenía derecho a hablarle a Leo de ese modo. Leo ha mostrado un coraje enorme el pasado año.

Le lanzó a Parkhurst una mirada penetrante y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. Y al instante siguiente oímos que la puerta principal volvía a cerrarse.

Yo seguía junto a la ventana, y pude ver cómo la figura de la señorita Collins se alejaba deprisa calle abajo. Se había percatado de que Brodsky le llevaba ya cierta ventaja, y al cabo de unos instantes echó a correr tras él, tal vez para evitar la indignidad de tener que llamarle para que le esperara. Pero Brodsky, pese a su extraño y escorado paso, avanzaba a un ritmo sorprendentemente rápido. Era obvio que estaba disgustado, y daba la impresión de que ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella saliera a buscarle.

La señorita Collins, con la respiración cada vez más pesada, fue dejando atrás la hilera de casas de apartamentos y las tiendas de la parte alta de la calle sin reducir apreciablemente la distancia que los separaba. Brodsky seguía caminando sin desmayo, y ahora torcía la esquina donde Gustav y yo nos habíamos separado antes, y pasó ante los cafés italianos del ancho bulevar. La acera se hallaba aún más atestada de viandantes que cuando yo la había recorrido con Gustav, pero Brodsky continuaba su camino sin alzar la mirada, de forma que a punto estuvo varias veces de chocar con la gente que venía en dirección contraria.

Luego, cuando Brodsky se acercaba al paso de peatones, la señorita Collins pareció darse cuenta de que no le iba a ser posible alcanzarlo. Se detuvo y se puso las manos alrededor de la boca, pero entonces pareció como atrapada en un último dilema, acaso consistente en si debía llamarle «Leo» o, por el contrario, «señor Brodsky», como le había estado llamando en el curso de su reciente encuentro. Sin duda algún instinto la previno de la urgencia de la situación en que se encontraba, porque enseguida gritó:

– ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! ¡Por favor, espera!

Brodsky se volvió con expresión sobresaltada y vio que la señorita Collins se acercaba hacia él corriendo. Seguía con las flores en la mano, y Brodsky, en su confusión, tendió hacia ella ambas manos en ademán de ofrecerse a cogerle el ramo. Pero la señorita Collins no lo soltó, y, pese a hallarse casi sin resuello, se las arregló para que su voz sonara calma: -Señor Brodsky, por favor. Por favor, espere. Permanecieron frente a frente unos embarazosos instantes, ambos súbitamente conscientes de los peatones que atestaban la acera, muchos de los cuales empezaban a mirar hacia ellos (había incluso quienes, sin ocultar su curiosidad, les observaban abiertamente). Al cabo, la señorita Collins hizo un gesto en dirección a su apartamento y dijo con voz suave:

– El Sternberg Garden está precioso en esta época del año. ¿Por qué no vamos allí a charlar?

Echaron a andar -cada vez había más gente mirándoles-, la señorita Collins unos pasos por delante de Brodsky, ambos felices de poder diferir la conversación hasta llegar a su destino. Volvieron a doblar la esquina y enfilaron la calle y pronto pasaron una vez más junto a las casas de apartamentos. Luego, a una o dos manzanas de la suya, la señorita Collins se detuvo junto a una pequeña verja de hierro que había en un discreto entrante de la acera.

Alargó la mano hacia el pomo de la verja, pero antes de abrirla se quedó un instante quieta. Y entonces se me ocurrió que aquel sencillo paseo que habían acometido juntos, que el mero hecho de estar el uno junto al otro a la entrada del Sternberg Garden, poseía para ella una significación allende todo lo que Brodsky podría haber imaginado en aquel momento. Porque la verdad era que ella, en su imaginación y al cabo de los años, había recorrido con él ese breve trecho -del bullicio del bulevar a la pequeña verja de hierro- incontables veces desde aquella tarde de verano en que se habían encontrado por azar en el bulevar, frente a la joyería. Y en todos aquellos años ella no había olvidado el aire de estudiada indiferencia con que él había apartado la vista de ella aquel día, fingiendo estar ensimismado en la contemplación de algún objeto del escaparate de la joyería.

En aquella época -poco más de un año antes del comienzo de las borracheras y los insultos-, tales exhibiciones de indiferencia constituían aún el rasgo dominante en todo contacto entre ellos. Y ella, pese a que antes de aquella tarde había pensado ya varias veces en iniciar alguna forma de reconciliación, había apartado también la vista y había seguido caminando. Sólo bastante más adelante, más allá de los cafés italianos, cedió ante la curiosidad y se volvió para mirar atrás por encima del hombro. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que Brodsky la había estado siguiendo. De nuevo miraba él el escaparate de una tienda, pero esta vez a pocos metros de distancia.

Ella había aminorado el paso, suponiendo que él le daría alcance tarde o temprano. Al llegar a la esquina y ver que aún no la había alcanzado, volvió a mirar hacia atrás. Aquel día, como éste, la ancha y soleada acera estaba llena de gente, pero por fortuna pudo ver con nitidez cómo él se detenía a media zancada y miraba hacia el puesto de flores que había a un lado de la acera. A los labios de ella había asomado una sonrisa, y al torcer la esquina de su calle se había visto agradablemente sorprendida ante la ligereza de su ánimo. Aminoró la marcha cuanto pudo y se puso, como él, a mirar escaparates. Miró sucesivamente los de la pastelería, la tienda de juguetes, la tienda de telas -la librería aún no estaba en aquella época-, y durante todo ese tiempo trató de elaborar mentalmente el comentario inicial que haría cuando finalmente él llegara hasta ella. «Leo, qué infantiles somos…», pensó decir. Pero decidió que resultaba demasiado sensato, y consideró la alternativa de algo más irónico: «Veo que al parecer vamos en la misma dirección…», o algo similar. Entonces vio que él aparecía en la esquina y que llevaba en la mano un luminoso ramo de flores. Dejó de mirar rápidamente y reanudó la marcha apretando el paso. Luego, al acercarse a su apartamento, por primera vez aquel día, sintió un intenso enojo hacia él. Ella tenía perfectamente planeado lo que hacer aquella tarde. ¿Por qué elegía él aquel momento, precisamente aquel momento, para hablarle? Al llegar a su portal, volvió a echar una rápida mirada hacia atrás y vio que él se encontraba aún a unos veinte metros.

Cerró la puerta del apartamento a su espalda y, reprimiendo sus deseos de mirar por la ventana, corrió a su habitación, al fondo del apartamento. Una vez en ella, se miró en el espejo y trató de dominar sus emociones. Luego, al salir del dormitorio, se detuvo con sobresalto en el pasillo. La puerta que tenía enfrente estaba entreabierta, y a través de la soleada salita y de la ventana salediza lo vio en la acera, con la espalda hacia la casa, en ademán de hacer tiempo, como si estuviera esperando a alguien. Ella, entonces, se quedó quieta unos instantes, repentinamente temerosa de que él se diera la vuelta y mirase a través de la ventana y la viera… Luego la figura de la acera desapareció de su vista, y ella se sorprendió escrutando las fachadas de la acera de enfrente, aguzando el oído por si oía el timbre de la puerta.

Cuando al cabo de unos segundos el timbre seguía sin sonar, sintió una oleada de ira. Se dio cuenta de que él estaba esperando a que ella saliera y lo invitara a entrar. Volvió a calmarse y, analizando la situación con detenimiento, resolvió no hacer nada hasta que él llamara a su puerta.

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