Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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El camarero volvió con fiambres, quesos y una cestita de panecillos recién horneados, y empecé a comer sin prisa, sirviéndome el fuerte café en la taza poco a poco, a medida que lo iba tomando. Cuando al cabo apareció en la sala Stephan Hoffman, me hallaba yo en algo muy cercano a un excelente y tranquilo estado de ánimo.

– Buenos días, señor Ryder -dijo el joven viniendo hacia mí con una sonrisa en el semblante-. Me han dicho que acababa usted de bajar. No deseo incomodarle mientras desayuna, así que sólo será un momento.

Permaneció de pie junto a la mesa, con la sonrisa en la cara, a la espera de que yo hablara. Sólo entonces recordé nuestro acuerdo de la noche anterior.

– Ah, sí -dije-. La pieza de Kazan, sí. -Dejé el cuchillo de la mantequilla y le miré-. Es sin duda una de las piezas más difíciles jamás compuestas para piano. Y teniendo en cuenta que usted prácticamente acaba de empezar a ensayarla, no es extraño que aprecie ciertas aristas sin pulir, ciertas imperfecciones. No es mucho más que lo que le digo, meras aristas sin pulir. Con esa pieza poco puede hacerse salvo dedicarle tiempo. Mucho tiempo.

Callé. La sonrisa se había borrado del semblante de Stephan.

– Pero en conjunto -continué-, y estas cosas no las digo nunca a la ligera, creo que su interpretación de anoche permite albergar excepcionales esperanzas. Si consigue usted dedicarle el tiempo necesario, estoy seguro de que logrará una ejecución magnífica de esa difícil pieza. Claro que la cuestión es…

Pero el joven ya no me escuchaba. Se acercó un paso más hacia mi mesa, y dijo:

– Señor Ryder, aclaremos el asunto. ¿Me está diciendo que lo único que necesito es tiempo? ¿Que está dentro de mis posibilidades? -El rostro de Stephan se torció de pronto, su cuerpo se dobló y su puño golpeó con fuerza su rodilla levantada. Luego, Stephan se enderezó, inspiró profundamente y sonrió con fruición-. Señor Ryder, no se hace usted idea de lo que esto significa para mí. Qué maravilloso ánimo…, ¡no se hace usted idea! Sé que le parecerá inmodesto, pero se lo aseguro: siempre lo he sentido así; en el fondo de mí mismo, siempre he sentido que poseía esa aptitud. Pero oírselo decir a usted, nada menos que a usted, Dios mío, ¡no tiene precio! Anoche, señor Ryder, seguí y seguí tocando. Cada vez que sentía que me ganaba el cansancio, cada vez que me sentía tentado de dejarlo, una pequeña voz en mi interior me decía: «Espera. Puede que el señor Ryder aún siga ahí fuera. Puede que necesite un poco más para emitir su dictamen.» Y ponía aún más en ello, lo ponía todo, y seguía y seguía tocando. Cuando terminé, hace unas dos horas, debo confesar que fui hasta la puerta y miré afuera. Y, claro, usted se había ido a la cama. Muy sensato. Pero fue tan amable de su parte el haberse quedado lo suficiente para evaluarlo. Sólo espero que no haya tenido que renunciar a demasiado sueño por mi culpa.

– Oh, no, no. Me quedé en la puerta… durante un rato. Lo suficiente para formarme una opinión.

– Qué amable de su parte, señor Ryder. Esta mañana me siento como si fuera otra persona. ¡Las nubes se han despejado de mi vida!

– Mire, no quiero que se haga usted una idea errónea de lo que digo. Sólo creo que la pieza está dentro de sus posibilidades. Pero el que tenga o no tiempo suficiente para…

– Me aseguraré de tenerlo. Aprovecharé cuantas oportunidades se me presenten para ponerme al piano y practicar. Me olvidaré del sueño. No se preocupe, señor Ryder. Mis padres se sentirán orgullosos de mí mañana por la noche. -¿Mañana por la noche? Ah, sí…

– Oh, pero heme aquí hablando egoístamente de mí mismo… Ni siquiera he mencionado lo sensacional que estuvo usted anoche. En la cena, me refiero. Todo el mundo lo comenta, por toda la ciudad. Fue un discurso realmente encantador. -Gracias. Me alegra que haya gustado.

– Y estoy seguro de que creó la atmósfera adecuada para lo que vino después. Sí, ésa es la buena noticia que debería haberle dado nada más llegar: como pudo usted comprobar, la señorita Collins asistió anoche a la cena. Bien, pues al parecer, cuando se estaba marchando, la señorita Collins y el señor Brodsky se sonrieron. ¡Lo que oye! Lo presenció mucha gente. Mi padre también lo vio. No estaba haciendo ningún esfuerzo para que se vieran y charlaran, se estaba cuidando muy mucho de no forzar las cosas, en particular con la señorita Collins considerando el plan del zoo y demás… Pero sucedió justamente cuando se estaba marchando. Parece que el señor Brodsky se dio cuenta de que se iba, y se puso en pie. Había estado sentado a su mesa toda la noche, y la gente, a esas alturas de la velada, formaba grupos libremente aquí y allá, como acostumbra a hacer siempre. Pero el señor Brodsky, en ese momento, se levantó y miró hacia la puerta, donde la señorita Collins se despedía de unas cuantas personas. Uno de los caballeros, creo que el señor Weber, la acompañaba hacia la salida, pero la señorita Collins debió de sentir algo instintivo que la previno, porque volvió la cabeza y miró hacia atrás y, como es natural, vio al señor Brodsky de pie mirándola. Mi padre se percató de ello, y también unas cuantas personas más, y en el comedor amainó no poco el bullicio, y mi padre dice que durante un terrible instante pensó que ella le iba a dirigir una mirada fría y enconada, pues su cara estaba ya adoptando un rictus torvo. Pero entonces, en el último momento, sonrió. Sí, ¡le dirigió una sonrisa al señor Brodsky! Y se fue. El señor Brodsky, bueno, ya se hace cargo usted de lo que tuvo que significar para él. Imagínese, ¡después de todos estos años! Según mi padre, al que acabo de ver hace un momento, el señor Brodsky ha trabajado con renovada energía esta mañana. ¡Lleva ya una hora al piano! ¡Menos mal que se lo dejé libre a tiempo! Mi padre dice que ha notado algo absolutamente nuevo en él esta mañana, y que ni le ha sugerido siquiera que necesitara una copa. El éxito se debe a mi padre tanto como al que más, pero estoy seguro de que su discurso contribuyó enormemente a que las cosas salieran de este modo. Seguimos esperando la respuesta de la señorita Collins sobre lo de ir al zoo, es cierto, pero después de lo que sucedió anoche no podemos más que sentirnos optimistas. ¡Qué esperanzada mañana tenemos por delante! Bien, señor Ryder, no quiero entretenerle más. Estará usted deseando terminar tranquilamente el desayuno. Le vuelvo a dar las gracias por todo. Seguramente nos encontraremos de nuevo en el curso de la jornada; le mantendré informado de cómo me van las cosas con Kazan.

Le deseé suerte y me quedé mirando cómo se alejaba y salía de la sala a grandes y decididos pasos.

Mi entrevista con el joven me hizo sentirme feliz. Durante los minutos que siguieron continué desayunando con la misma parsimonia que antes, disfrutando especialmente del fresco sabor de la mantequilla autóctona. Al poco apareció el camarero con más café, y volvió a dejarme solo. Luego -no sabría decir por qué- me sorprendí tratando de recordar la respuesta a una pregunta que me formuló una vez un hombre que iba sentado a mi lado en un avión. Tres pares de hermanos -me explicó- habían jugado juntos en tres finales de la Copa del Mundo. ¿Podía recordar quiénes habían sido? Yo había puesto alguna excusa y había vuelto a mi libro, pues no quería verme envuelto en conversación alguna. Pero desde entonces, en las contadas ocasiones en que disponía de unos minutos para mí mismo, como me sucedía ahora, siempre volvía a mi cabeza la pregunta de aquel hombre. Lo enojoso del asunto era que, a lo largo de los años, había habido momentos en los que llegué a recordar esos tres pares de nombres, pero la mayoría de las veces me olvidaba de alguno de ellos. Y eso era lo que me sucedía aquella mañana. Recordaba que los hermanos Charlton habían jugado en el equipo de Inglaterra en la final de 1966, y que los hermanos Van der Kerkhof habían jugado en el de Holanda en 1978. Pero por mucho que lo intentaba no lograba acordarme del tercer par de hermanos. Empecé a enfadarme conmigo mismo, y finalmente decidí no levantarme de la mesa del desayuno ni acometer ninguno de mis compromisos de la jornada hasta que no lograra recordar el par de hermanos que me faltaba.

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