Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Sí, sí, lo comprendo. -Miré en torno, y al ver la habitación empezó a invadirme una desconsolada tristeza-. Pero, señor Hoffman… -logré decir, controlando con enorme esfuerzo la voz-, hay una pequeña complicación. Mi chico, Boris, está ahora en el hotel conmigo, y…

– Ah, sí, le damos la más calurosa bienvenida al jovencito. Me he ocupado del asunto y ha sido trasladado a la 342, la contigua a la suya. De hecho Gustav se ha encargado del traslado esta mañana temprano. Así que no tiene por qué preocuparse. Por favor, cuando termine de desayunar, vaya directamente a la 343. Ya estarán allí todas sus cosas. Es una planta más arriba de donde está usted ahora. Estoy seguro de que la encontrará mucho más acorde con su gusto. Pero, no faltaba más, si no le satisface hágamelo saber inmediatamente.

Le di las gracias y colgué el auricular. Me levanté de la cama, volví a mirar a mi alrededor e inspiré profundamente. A la luz de la mañana, mi cuarto no tenía nada de especial, era una habitación típica de hotel, y de pronto pensé que estaba mostrando un apego impropio a aquel cuarto. Sin embargo, mientras me duchaba y me vestía, me sorprendí deslizándome de nuevo hacia un estado cada vez más emocional. Entonces, de repente, me asaltó el pensamiento de que antes de bajar a desayunar, antes de nada, debía ir a ver cómo estaba Boris. Según la información de Hoffman, ahora estaría sentado y solo en su nuevo cuarto, y se sentiría un tanto confuso. Terminé rápidamente de vestirme y, echando una última mirada a mi alrededor, salí del cuarto.

Iba por el pasillo de la tercera planta buscando la habitación 342 cuando oí un ruido y vi a Boris corriendo hacia mí desde el otro extremo. Corría de un modo extraño, y al verlo me paré en seco. Luego vi que hacía gestos como si manejara un volante, y deduje que estaba jugando a conducir un coche a toda velocidad. Mascullaba entre dientes cosas a un pasajero imaginario que iba sentado a su derecha, y no dio muestras de verme al pasar a mi lado y dejarme atrás. En el pasillo, más adelante, había una puerta entreabierta, y al acercarse a ella Boris gritó: «¡Cuidado!», y viró bruscamente y entró en la habitación. Un segundo después, me llegó del interior la voz de Boris imitando el sonido de un gran choque. Me acerqué a la puerta entreabierta y, tras comprobar que era efectivamente la 342, entré en la habitación.

Encontré a Boris echado en la cama boca arriba, con las piernas en alto.

– Boris -dije-, no deberías correr por ahí chillando de ese modo. Estamos en un hotel. Se supone que la gente está durmiendo.

– ¿Durmiendo? ¿A esta hora del día? Cerré la puerta a mi espalda.

– No deberías hacer todo ese ruido. Los clientes van a quejarse.

– Peor para ellos si se quejan. Le diré al abuelo que se encargue de arreglarlo.

Seguía con los pies en alto, y empezó a entrechocar los zapatos en el aire como con desgana. Me senté en una silla y lo observé unos instantes.

– Boris, tengo que hablar contigo. Quiero decir que tenemos que hablar. Los dos. Nos vendrá bien. Seguro que tienes tantas preguntas… Acerca de todo esto. Por qué estamos aquí en el hotel…

Callé para ver si decía algo. Boris siguió haciendo entrechocar los pies en el aire.

– Boris, has sido muy paciente hasta ahora -continué-. Pero sé que hay montones de cosas que te gustaría preguntar. Siento haber estado siempre tan ocupado y no haber tenido tiempo para sentarme y hablarte de ellas como es debido. Y siento lo de anoche. Fue decepcionante para los dos. Boris, seguro que tienes muchas preguntas. Algunas de ellas no tendrán fácil respuesta, pero trataré de contestarte lo mejor que pueda.

Al decir esto, y por alguna razón que no sabría precisar -tal vez tenía que ver con el cuarto que acababa de dejar y con el pensamiento de que seguramente lo había dejado para siempre-, me invadió una honda sensación de pérdida y me vi obligado a hacer una pausa. Boris siguió jugueteando con los pies unos instantes. Pero al fin pareció acusar el cansancio de las piernas y las dejó caer sobre la cama. Me aclaré la garganta, y dije:

– Bien, Boris. ¿Por dónde empezamos?

– ¡El hombre solar! -gritó Boris de pronto, y se puso a entonar sonoramente las primeras notas de una melodía. Y al hacerlo cayó hacia atrás y desapareció en el hueco entre la cama y la pared.

– Boris, estoy hablando en serio. Por el amor de Dios. Tenemos que hablar sobre esas cosas. Boris, por favor, sal de ahí.

No hubo respuesta. Suspiré y me levanté.

– Boris, quiero que sepas que siempre que te apetezca preguntarme algo, no tienes más que hacerlo. Dejaré de hacer lo que esté haciendo en ese momento y me pondré a hablar de lo que me hayas preguntado. Incluso cuando esté con gente que parezca muy importante. Quiero que sepas que, para mí, nadie es tan importante como tú. Boris, ¿me oyes? Boris, sal de ahí de una vez.

– No puedo. No puedo moverme.

– Boris, por favor.

– No puedo moverme. Me he roto tres vértebras.

– Muy bien, Boris. Quizá podamos hablar cuando mejores. Me voy abajo a desayunar. Boris, escucha. Después del desayuno, si te apetece, podemos ir al antiguo apartamento. Lo podemos hacer, si quieres. Podemos ir a coger la caja. La caja en la que guardaste al Número Nueve.

Siguió sin responder. Esperé un momento más, y luego dije:

– Bueno, piénsalo, Boris. Me voy a desayunar.

Y, sin más, salí de la habitación cerrando la puerta con suavidad a mi espalda.

Me condujeron a una sala larga y soleada contigua a la fachada del vestíbulo. El gran ventanal daba a la calle, a la altura de la acera, pero en su parte inferior el cristal era opaco a fin de dar al interior cierta intimidad y resguardarlo de las miradas de los viandantes. El sonido del tráfico llegaba ahogado, en tonos amortiguados. Las altas palmeras y los ventiladores cenitales daban a la sala un aire vagamente exótico. Las mesas estaban dispuestas en dos largas hileras, y, mientras el camarero me conducía por el pasillo que había entre ellas, advertí que la mayoría de los servicios de las mesas ya habían sido retirados.

El camarero me sentó cerca del fondo, y me sirvió café. Al retirarse, vi que los únicos huéspedes presentes eran una pareja sentada cerca de la puerta que hablaba en español y un hombre de avanzada edad que leía el periódico unas mesas más allá. Pensé que posiblemente yo era el último huésped del hotel que bajaba a desayunar, pero de nuevo me dije que había tenido una noche excepcionalmente agotadora y que no tenía por qué sentirme culpable.

Así que, mientras contemplaba las palmeras cuyas hojas se agitaban suavemente bajo los ventiladores rotatorios, en lugar de sentirme culpable me fue envolviendo gradualmente una sensación de íntimo contento. Después de todo, tenía sobradas razones para sentirme satisfecho con lo que había conseguido en el breve tiempo transcurrido desde mi llegada. Existían aún, como es natural, muchos aspectos de aquella crisis local que permanecían poco claras, e incluso misteriosas. Pero no llevaba en la ciudad ni veinticuatro horas, y las respuestas a las preguntas irían surgiendo poco a poco y sin tardanza. Más tarde, por ejemplo, visitaría a la condesa, y tendría ocasión no sólo de refrescar mi memoria respecto a la obra de Brodsky a través de sus viejos discos, sino también de tratar en profundidad la crisis con la condesa y el alcalde. Luego tendría lugar la reunión con los ciudadanos más directamente afectados por los problemas actuales -reunión sobre cuya importancia había hecho yo hincapié ante la señorita Stratmann el día anterior-, y la entrevista con el propio Christoff. En otras palabras, aún tenía por delante la mayoría de mis compromisos más importantes, y de nada servía tratar de sacar conclusiones válidas o incluso ponerme a pensar en terminar mi discurso en aquella fase del proceso. De momento, tenía derecho a sentirme complacido por la cantidad de información que ya había asimilado, y sin duda podía permitirme unos minutos de relajada holganza mientras tomaba el desayuno.

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