Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Me sacó de mi ensimismamiento el darme cuenta de que Boris había entrado en la sala y venía hacia mi mesa. Lo hacía poco a poco, yendo indolentemente de mesa en mesa vacía, como si fuera acercándose a mí sólo por obra del azar. Evitó mirarme, y cuando llegó a la mesa de al lado siguió remoloneando en torno a ella, toqueteando el mantel, dándome la espalda.

– Boris, ¿has desayunado ya?

El chico siguió jugueteando con el mantel. Y al cabo preguntó como si le trajera al fresco una respuesta u otra:

– ¿Vas a ir al antiguo apartamento?

– Si tú quieres… Te prometí que iríamos si tú querías. ¿Quieres ir, Boris?

– ¿No tienes trabajo que hacer?

– Sí, pero me las arreglaré para hacerlo más tarde. Podemos ir si te apetece. Pero si vamos, tendremos que salir ahora mismo. Como muy bien has dicho, tengo un día muy atareado por delante.

Boris pareció pensar sobre el asunto. Seguía dándome la espalda y jugueteando con el mantel de la mesa.

– ¿Y bien, Boris? ¿Vamos a ir?

– ¿Estará allí el Número Nueve?

– Supongo que sí. -Decidido a llevar la iniciativa, me levanté de la mesa y dejé caer la servilleta junto al plato-. Boris, salgamos ahora mismo. Hace un día de sol. No necesitamos subir para coger una chaqueta. Vamos, salgamos.

Boris parecía seguir dudando, pero le puse un brazo alrededor del hombro y lo conduje hacia la puerta.

Cruzábamos el vestíbulo cuando vi que el recepcionista me hacía señas con la mano.

– Señor Ryder -dijo-, los periodistas de ayer han estado aquí hace un rato. Pensé que lo mejor era decirles que se fueran y sugerirles que volvieran dentro de una hora. No se preocupe: estuvieron perfectamente de acuerdo.

Me quedé pensativo unos instantes, y luego dije:

– Cuánto lo siento, porque en este preciso momento estoy ocupado en algo importante. Quizá podría decirles a esos caballeros que concierten una cita a través de la señorita Stratmann. Ahora, si me disculpa, tenemos que irnos…

Cuando ya habíamos salido del hotel y estábamos en la soleada acera caí en la cuenta de que no podía recordar cómo se iba al antiguo apartamento. Me quedé mirando el tráfico que se deslizaba lentamente ante nosotros. Entonces Boris, tal vez advirtiendo mi dificultad, dijo:

– Podemos coger el tranvía. Enfrente del parque de bomberos.

– Estupendo. Muy bien, Boris, tú me llevas.

El ruido del tráfico era tal que en los minutos siguientes casi no nos dirigimos la palabra. Fuimos abriéndonos paso por estrechas aceras atestadas, cruzamos dos pequeñas calles llenas de actividad y llegamos a una amplia avenida con raíles de tranvía y varios carriles de tráfico lento. La acera era ahora mucho más ancha y caminábamos más libremente entre los peatones, y pasamos junto a bancos y oficinas y restaurantes. Entonces, a mi espalda, oí pasos que corrían y sentí que una mano me tocaba el hombro.

– ¡Señor Ryder! ¡Ah, por fin le encuentro!

El hombre con quien al volverme me encontré parecía un cantante de rock bastante mayor. Tenía el rostro curtido y el pelo largo y enmarañado, con la raya en medio. La camisa y los pantalones eran holgados y de color crema.

– ¿Cómo está usted? -dije con cautela, consciente de que Boris miraba al hombre con recelo.

– ¡Qué desafortunada serie de malentendidos…! -dijo el hombre riendo-. Nos han dado ya tantas citas… Y la noche pasada le estuvimos esperando y esperando…, más de dos horas, ¡pero no se preocupe! Esas cosas suceden. Me atrevería a decir que nada de ello es culpa suya, señor Ryder. Es más, estoy seguro de que no lo es.

– Ah, sí. Y han vuelto a esperar esta mañana. Sí, sí, el recepcionista me lo ha dicho.

– Esta mañana ha vuelto a haber otro malentendido -dijo el hombre de pelo largo encogiéndose de hombros-. Nos han dicho que volviéramos dentro de una hora. Así que nos hemos sentado en ese café a matar el tiempo, el fotógrafo y yo… Pero le hemos visto pasar y me he preguntado si no podríamos hacerle la entrevista y las fotografías ahora mismo. Así no tendríamos que volver a molestarle. Nos damos cuenta, por supuesto, de que, para alguien como usted, hablar con un pequeño periódico local como el nuestro no se cuenta entre sus prioridades más inmediatas…

– Muy al contrario -me apresuré a decir-. Yo siempre concedo la máxima importancia a los periódicos como el suyo. Ustedes poseen las claves del sentir local. Cuando llego a una ciudad, la gente como ustedes se cuenta entre mis más válidos contactos.

– Es muy amable de su parte decir eso, señor Ryder. Y si me permite decirlo, harto perspicaz.

– Pero le iba a decir que, desafortunadamente, en este momento estoy ocupado.

– Por supuesto, por supuesto. Por eso le estaba sugiriendo que dejáramos el asunto listo en este mismo instante, en lugar de tener que volver a molestarle en un momento u otro del día. Nuestro fotógrafo, Pedro , está en ese café. Puede sacarle unas fotografías rápidas mientras yo le pregunto unas cuantas cosas. Luego usted y este caballerete podrán seguir su camino de inmediato. Nos llevará tan sólo unos cuatro o cinco minutos. Creo que será, con mucho, la mejor solución.

– Mmmm… ¿Sólo unos minutos, dice?

– Oh, sí, nos bastarán unos minutos. Nos hacemos cargo de la cantidad de cosas importantes a las que deberá dedicar su tiempo. Como le digo, no tardaremos nada. Es allí, en aquel café.

Señalaba un punto situado a escasa distancia, un grupo de mesas y sillas desplegadas en la acera. No era lo que yo llamaría el lugar ideal para una entrevista, pero pensé que tal vez era el modo más sencillo de zanjar el asunto de los periodistas.

– Muy bien -dije-. Pero debo hacer hincapié en que tengo un programa muy apretado esta mañana.

– Es tan generoso de su parte, señor Ryder. ¡Y con un pequeño y humilde periódico como el nuestro! Bien, acabemos cuanto antes. Por aquí, por favor.

El periodista de pelo largo nos condujo por la acera, tropezando casi con otros peatones en su impaciencia por volver al café. Nos adelantó varios pasos, y aproveché la ocasión para decirle a Boris:

– No te preocupes, no nos llevará mucho tiempo. Me ocuparé de que así sea.

Boris seguía con expresión contrariada, y añadí:

– Mira, puedes sentarte a tomar lo que te apetezca mientras esperas. Un helado, o un pastel de queso… Y nos iremos enseguida.

Llegamos a una terraza estrecha llena de sombrillas.

– Aquí es -dijo el periodista, señalando con un gesto una de las mesas-. Vamos a sentarnos.

– Si no le importa -dije-, primero le buscaré un sitio a Boris dentro. Volveré en un minuto y me sentaré con ustedes.

– Excelente idea.

Aunque muchos de los veladores de la terraza estaban ocupados, el interior del café estaba vacío. La decoración era liviana y moderna, y la luz del sol inundaba el local. Una camarera joven y regordeta, de aspecto nórdico, estaba de pie detrás de una barra de cristal en cuyo interior se exhibía un surtido de pastas y pasteles. Boris se sentó a la mesa situada en un rincón, y la joven regordeta vino hacia nosotros con una sonrisa.

– ¿Qué vas a tomar? -le preguntó a Boris-. Esta mañana tenemos los pasteles más frescos de toda la ciudad. Recién hechos: los acaban de traer hace diez minutos. Todo está recién hecho.

Boris procedió a interrogar concienzudamente a la camarera acerca de sus existencias de dulces, y al cabo se decidió por un pastel de queso con chocolate y almendras.

– Estupendo -dije-. No tardo nada. Voy a hablar con esa gente y vuelvo enseguida. Si necesitas algo, estoy ahí fuera.

Boris se encogió de hombros con la mirada fija en la camarera, ahora afanada en extraer un barroco pastel de la vitrina de la barra.

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