El clamor cesó al instante: la gente se había quedado inmóvil para mirarme. Desdé mi nueva situación de privilegio, vi que aproximadamente la mitad de los comensales había dejado su mesa para acercarse a la mía, y decidí empezar a hablar.
– ¡Barras de cortinas que se caen! ¡Roedores envenenados! ¡Partituras mal impresas…!
Vi que una figura se abría paso hacia mí entre los grupos de gente inmóvil. Al llegar, la señorita Collins se acercó una silla de la mesa que tenía al lado, se sentó en ella, alzó la vista y se dispuso a observarme. Algo en el modo en que lo hizo me distrajo lo bastante como para hacerme perder el hilo de lo que decía. Al verme vacilar, cruzó una pierna sobre la otra y dijo en tono preocupado:
– ¿No se encuentra bien, señor Ryder? -Estoy bien, gracias, señorita Collins.
– Espero -continuó ella- que no se haya tomado muy a pecho lo que le he dicho hace un rato. He querido buscarle para pedirle disculpas, pero no he podido encontrarle por ninguna parte. Puede que le haya hablado de forma mucho más mordaz de lo que debía. Espero que me perdone. Es que aún hoy, cuando me encuentro con alguien de su renombre, las cosas rae vuelven de pronto en oleadas y me sorprendo adoptando ese tono…
– No se preocupe, señorita Collins -dije con voz queda, sonriéndole-. Por favor, no se preocupe. No me he molestado en absoluto. Si me marché un tanto bruscamente fue porque pensé que quizá quisiera usted charlar a solas con Stephan.
– Es muy generoso de su parte mostrarse tan comprensivo -dijo la señorita Collins-. Siento de verdad haberme enfadado un poco. Pero debe creerme, señor Ryder, no se ha tratado sólo de un enfado. Le aseguro que me gustaría sinceramente ayudarle. Me entristecería profundamente verle cometer una y otra vez los mismos errores. Quería decirle que, ahora que nos conocemos, me complacería mucho recibirle en mi casa para tomar el té cualquier tarde. Me haría muy feliz conversar con usted sobre cualquier asunto que pueda tener en mente. Tendría usted en mí un oído receptivo, se lo aseguro.
– Muy amable de su parte, señorita Collins. Estoy seguro de que lo dice de corazón. Pero, si me permite decirlo, al parecer sus pasadas experiencias han hecho que no tenga usted muy buena disposición para con las, como usted las ha llamado, personas de mi renombre. No estoy muy seguro de que disfrutara usted de mi compañía.
La señorita Collins pareció dedicar unos instantes de reflexión a mis palabras. Y luego dijo:
– Me hago cargo de sus recelos. Pero creo que sería perfectamente posible que llegáramos a tener una relación civilizada. Si le parece, podría ser sólo una visita breve. Y si ve que le resulta grata, podría volver siempre que quisiera. También podríamos dar un corto paseo juntos. El Sternberg Garden está muy cerca de mi apartamento. Señor Ryder, he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre mi pasado, y hoy estoy dispuesta a dejarlo definitivamente atrás. Me gustaría mucho poder volver a echar una mano a alguien como usted. No le prometo, claro está, respuestas a todas las preguntas. Pero le escucharé con actitud sumamente receptiva. Y puedo asegurárselo: no lo idealizaré ni caeré en el sentimentalismo respecto a usted como a otra persona con menos experiencia que yo podría sucederle.
– Pensaré detenidamente en su ofrecimiento, señorita Collins -le dije-. Pero no puedo evitar pensar que me está usted confundiendo con alguien que ciertamente no soy. Lo digo porque el mundo está lleno de individuos que se creen genios de un tipo o de otro, cuando en realidad no se distinguen sino por una colosal inepcia para organizar sus propias vidas. Pero, quién sabe por qué, siempre hay un montón de gente como usted, señorita Collins, gente bienintencionada, gente que arde en desos de correr a redimir a esa clase de personas. Puede que resulte jactancioso, pero le aseguro que yo no soy uno de ellos. De hecho puedo decir con plena confianza que a estas alturas de mi vida no necesito en absoluto que me rediman.
La señorita Collins llevaba unos instantes sacudiendo la cabeza. Y al cabo dijo:
– Señor Ryder, me causaría una enorme tristeza que siguiera usted cometiendo una equivocación tras otra. Y haber estado todo el tiempo sin hacer nada más que mirarle. De veras pienso que podría ayudarle en su actual situación apurada. Está claro que cuando estaba con Leo -dirigió un vago gesto hacia Brodsky-, yo era demasiado joven, no sabía apenas nada y no podía ver las cosas, ver lo que estaba sucediendo. Pero he tenido muchos años para pensar en todo esto. Y cuando oí que iba a venir usted a la ciudad, me dije que ya era hora de aprender a contener la amargura. Me he hecho vieja, pero aún estoy muy lejos de estar acabada. Hay ciertas cosas en la vida que he llegado a entender bien, muy bien, y aún no es tarde para intentar ponerlas en práctica. Es con este espíritu con el que le invito a visitarme, señor Ryder. Vuelvo a pedirle disculpas por haber sido un poco seca con usted antes. No volverá a suceder, se lo prometo. Por favor, diga que vendrá.
Mientras la oía hablar, la imagen de su sala de estar -la luz tenue y acogedora, las gruesas y ajadas cortinas de terciopelo, el mobiliario destartalado…- fue haciéndose nítida ante mis ojos, y por espacio de un breve instante la idea de reclinarme en uno de sus sofás, lejos de las tensiones de la vida, se me antojó particularmente tentadora. Inspiré profundamente y dejé escapar un suspiro.
– Tendré muy en cuenta su amable invitación, señorita Collins -dije-. Pero de momento lo que habré de hacer es acostarme y dormir un poco. Tiene que darse cuenta de que estoy viajando desde hace meses, y de que desde mi llegada no he disfrutado ni de un instante de descanso. Estoy tremendamente cansado.
Al acabar de decirlo, volví a sentir el cansancio. Me picaba la piel de debajo de los ojos, y me froté la cara con la palma de la mano. Seguía frotándome la cara cuando sentí que alguien me tocaba el codo y me decía:
– Le acompañaré al hotel, señor Ryder. Stephan tendía un brazo para ayudarme. Apoyé una mano sobre su hombro y me bajé de la silla.
– Yo también estoy cansado -dijo Stephan-. Le acompañaré dando un paseo.
– ¿Dando un paseo?
– Sí, voy a quedarme a dormir en una de las habitaciones. Suelo hacerlo cuando entro a trabajar por la mañana temprano. Sus palabras me desconcertaron. Luego, al mirar más allá de los grupos en pie y sentados, más allá de los camareros y las mesas, al mirar hacia donde el vasto comedor se perdía en la oscuridad, caí de pronto en la cuenta de que estábamos en el atrio del hotel. No lo había reconocido porque horas antes, poco después de mi llegada, había entrado en él por el extremo opuesto. En algún punto de la oscuridad del fondo se encontraría la barra donde había tomado café y hecho mis planes para la jornada.
Pero no tuve oportunidad de detenerme en tal descubrimiento, porque Stephan me conducía hacia la puerta con sorprendente insistencia.
– Volvamos enseguida, señor Ryder. Además, hay algo de lo que quiero hablarle.
– Buenas noches, señor Ryder -me dijo la señorita Collins al pasar a su lado a grandes pasos.
Miré hacia atrás para desearle buenas noches, y lo habría hecho de forma menos precipitada si Stephan no me hubiera instado a que siguiera caminando. Mientras nos abríamos paso a través del comedor los comensales me deseaban buenas noches desde todas partes, y aunque yo les sonreía y les saludaba con la mano de la mejor forma que podía, era consciente de que mi salida no estaba resultando tan airosa como habría deseado. Pero era obvio que Stephan estaba realmente preocupado y, pese a verme devolviendo los saludos a derecha e izquierda y por encima del hombro, tiró de mi brazo y dijo:
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