Yo no había visto en la televisión con mis propios ojos lo del golpecito en el codo, pero estaba segura de que la idea venía de ahí, y de que Ruth no lo sabía. Por eso, aquella tarde en que yo estaba echada en la hierba leyendo Daniel Deronda y Ruth estaba tan insoportable, decidí que ya era hora de que alguien le abriera los ojos.
Era casi otoño y se acercaba el frío. Los veteranos empezaban a pasar más tiempo dentro de casa, y volvían a las tareas en las que habían estado ocupados antes del verano. Pero quienes habíamos llegado de Hailsham seguíamos sentándonos fuera, sobre la hierba sin cortar, deseosos de seguir hasta cuando pudiéramos con la única rutina a la que estábamos acostumbrados. Pero aquella tarde concreta no había más que tres o cuatro compañeros más leyendo en la hierba, y dado que había procurado encontrar un rincón tranquilo y apartado para leer, estaba segura de que nadie podría oír lo que pudiera pasar entre nosotras.
Leía Daniel Deronda echada sobre una lona vieja, como digo, cuando se acercó Ruth paseando y se sentó a mi lado.
Examinó la tapa del libro y asintió para sí misma. Luego, al cabo de unos segundos -como yo ya sabía que haría-, empezó a contarme la trama de Daniel Deronda. Hasta entonces mi humor había sido excelente, y me había gustado ver a Ruth, pero ahora estaba irritada. Me había hecho esto un par de veces, y también había visto cómo se lo hacía a otros. Para empezar, estaba la actitud que adoptaba al hacerlo: entre despreocupada y sincera, como si esperara que la gente le agradeciera su ayuda. Lo cierto es que incluso entonces era yo vagamente consciente de lo que se escondía detrás de aquello. En aquellos meses primeros habíamos llegado a la conclusión de que nuestro grado de aclimatación a las Cottages -cómo nos las estábamos arreglando- se veía reflejado en cierto modo en la cantidad de libros que leíamos. Suena extraño, pero así fue. Era una idea que había germinado entre quienes habíamos venido de Hailsham; una idea que dejábamos deliberadamente en nebulosa, y bastante evocadora, por cierto, del modo en que abordábamos el sexo en Hailsham. Podías ir por ahí dando a entender que habías leído todo tipo de cosas, moviendo la cabeza con aire de inteligencia cuando alguien mencionaba, pongamos por caso, Guerra y paz, y un consenso general hacía que nadie investigara demasiado la veracidad de lo que decías. No hay que olvidar que, dado que los de nuestro grupo habíamos estado siempre juntos desde nuestra llegada a las Cottages, era imposible que cualquiera hubiera leído Guerra y paz sin que los demás lo hubiéramos sabido. Pero al igual que con el sexo en Hailsham, había una norma no escrita que hacía posible una dimensión misteriosa en la que uno se retiraba a leer todo lo que diría luego que había leído.
Era, lo he dicho, un pequeño juego que nos permitíamos hasta cierto punto. Aun así, fue Ruth la que lo llevó más lejos que nadie. Era la que siempre afirmaba haber leído de principio a fin todo lo que cualquiera pudiera estar leyendo; y era la única que ponía en práctica la idea de que para demostrar su superior modo de lectura tenía que ir por ahí contándole a la gente la trama de las novelas que ésta estaba leyendo. Por eso, cuando vi que empezaba a hacérmelo con Daniel Deronda -que no me estaba gustando demasiado-, cerré el libro, me incorporé en la hierba y le dije sin el menor aviso previo:
– Ruth, tenía ganas de preguntártelo. ¿Por qué le das siempre esos golpecitos en el brazo a Tommy cuando os estáis despidiendo? Ya sabes a lo que me refiero.
Por supuesto, hizo que no lo sabía, así que yo, paciente, le expliqué de qué le estaba hablando. Ruth me escuchó hasta el final, y se encogió de hombros.
– No me había dado cuenta de que lo estuviera haciendo. Lo habré copiado de algo que he visto.
Unos meses atrás yo lo habría dejado así -o probablemente ni siquiera lo habría sacado a colación-, pero aquella tarde seguí adelante, y le expliqué que el golpecito que le daba a Tommy era un tic sacado de una serie de televisión.
– No es lo que hace la gente ahí fuera, en la vida normal, si es lo que tú creías.
Ruth -pude percibirlo- estaba ahora furiosa, pero no sabía muy bien cómo contraatacar. Apartó la mirada y se encogió de hombros de nuevo.
– Bueno, ¿y qué? -dijo-. No es tan importante. Lo hacemos muchos de nosotros.
– Querrás decir que lo hacen Chrissie y Rodney…
En cuanto me oí decir esto caí en la cuenta de que me había equivocado; de que hasta que no había mencionado a aquella pareja había tenido a Ruth contra las cuerdas. Pero ahora se había liberado. Era como cuando haces un movimiento de ajedrez y en cuanto separas los dedos de la ficha ves que has cometido un error, y te entra el pánico porque no sabes aún la magnitud del desastre al que puedes verte abocado a continuación. Ciertamente, pues, vi un brillo en los ojos de Ruth; y cuando me habló lo hizo en un tono de voz completamente diferente.
– ¿Así que es eso lo que disgusta a la pobrecita Kathy? ¿Que Ruth no le hace demasiado caso? Ruth tiene unos amigos nuevos más mayores y la hermana pequeña se da cuenta de que no se juega con ella tan a menudo como antes…
– Cállate. Ya te lo he dicho: no es así como funciona en las familias de verdad. No tienes ni idea de cómo es.
– Oh, Kathy, la gran experta en familias de la realidad. Lo siento tanto. Pero así están las cosas, ¿no? Aún sigues con esa idea. Nosotros los de Hailsham tenemos que mantenernos juntos. El grupito tiene que seguir como una piña, no tenemos que hacer nunca nuevas amistades.
– Nunca he dicho eso. Estoy hablando de Chrissie y Rodney. Es bastante tonto cómo imitas todo lo que hacen.
– Pero tengo razón, ¿no? -dijo Ruth-. Estás molesta porque me las he arreglado para avanzar, para hacer nuevos amigos. Algunos de los veteranos casi no saben cómo te llamas, y ¿quién puede echárselo en cara? Nunca hablas con nadie que no sea de Hailsham. Pero no puedes pretender que yo te lleve todo el tiempo de la mano. Hace ya casi dos meses que estamos aquí.
No piqué el anzuelo, y dije:
– No te preocupes por mí. No te preocupes por Hailsham. Pero sigues dejando a Tommy en la estacada. Te he estado observando, y lo has hecho varias veces esta semana. Lo dejas tirado, como si fuera una pieza de repuesto. Y no es justo. Se supone que tú y Tommy sois una pareja. Y eso significa que tendrías que estar pendiente de él.
– Tienes mucha razón, Kathy. Somos una pareja, como dices. Y como te estás inmiscuyendo, te lo diré. Hemos hablado de ello, y estamos de acuerdo. Si a veces no tiene ganas de hacer algo con Chrissie y Rodney, está en su derecho. No voy a exigirle que haga cosas para las que aún no está preparado. Pero hemos convenido en que tampoco él puede impedir que yo las haga. Pero es un buen detalle de tu parte que te preocupes por nosotros. -Calló unos instantes. Luego, con una voz diferente, añadió-: Ahora que lo pienso: en lo que a hacer amigos se refiere, al menos no has sido nada lenta con algunos veteranos.
Me observó con detenimiento, y soltó una carcajada, como diciendo: «Seguimos siendo amigas, ¿no?». Pero a mí no me pareció que hubiera nada gracioso en el último comentario que había hecho. Recogí mi libro de la hierba y me fui sin decir ni una palabra.
Debo explicar por qué me molestó tanto lo que Ruth había dicho en su último comentario. Aquellos primeros meses en las Cottages habían sido un período extraño en nuestra amistad. Nos peleábamos por todo tipo de pequeñeces, pero al mismo tiempo confiábamos la una en la otra más que nunca. Concretamente, solíamos tener charlas a solas, normalmente en mi habitación de lo alto del Granero Negro, antes de irnos a dormir. Eran quizá como una especie de querencia de aquellas otras charlas que solíamos tener en el dormitorio de Hailsham cuando apagaban las luces. Sea como fuere, lo cierto es que, por mucho que nos hubiéramos peleado durante el día, al llegar la hora de acostarnos Ruth y yo volvíamos a estar sentadas en mi colchón, una al lado de la otra, con nuestras bebidas calientes, confiándonos nuestros más profundos sentimientos sobre nuestra nueva vida, como si entre nosotras no hubiera habido ningún serio desacuerdo. Y lo que hacía posible estos encuentros íntimos -e incluso la amistad misma en aquellos días- era el entendimiento mutuo de que todo lo que nos dijéramos en estos momentos iba a ser tratado con el mayor de los respetos, de que jamás traicionaríamos nuestras confidencias, y de que por mucho que nos peleáramos nunca utilizaríamos en contra de la otra nada de lo que hubiéramos podido decir en esas charlas. Cierto que nunca lo habíamos expresado así, explícitamente, pero era, como digo, una especie de acuerdo tácito, y hasta aquella tarde de la novela Daniel Deronda ninguna de nosotras lo había quebrantado en ningún momento. Y ésa era la razón por la que, cuando Ruth dijo que yo no había sido «nada lenta» al hacer amistad con ciertos veteranos, no sólo me enfadé sino que me sentí traicionada. Porque no había ninguna duda de lo que había querido decir al hacerlo: se estaba refiriendo a algo que le había confiado una noche sobre mí y el sexo.
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