Claro que en la práctica, sobre todo durante los primeros meses, raras veces salíamos de los confines de las Cottages. Ni siquiera paseábamos por los campos de los alrededores ni nos aventurábamos hasta el pueblo más cercano. Pero no creo que tuviéramos miedo exactamente. Sabíamos que nadie nos prohibiría salir de los límites de las Cottages, siempre que estuviéramos de vuelta el día y a la hora en que Keffers debía anotarnos en su libro de registro. El verano de nuestra llegada, veíamos constantemente cómo los veteranos hacían sus bolsas y mochilas y se iban para dos o tres días, lo que a nosotros nos parecía un relajo temerario. Los observábamos con asombro, y nos preguntábamos si al año siguiente nosotros haríamos lo mismo. Lo haríamos, por supuesto, pero durante nuestra primera etapa fue algo sencillamente inimaginable. No hay que olvidar que hasta entonces jamás habíamos salido de los terrenos de Hailsham, y estábamos un tanto desconcertados. Si alguien me hubiera dicho entonces que antes de que pasara un año no sólo iba a acostumbrarme a dar largos paseos sola, sino que empezaría también a aprender a conducir un coche, habría pensado que estaba loco.
Hasta Ruth se había sentido amilanada aquel día soleado en que el minibús nos dejó delante de la casa de labranza, rodeó el pequeño estanque y desapareció ladera arriba. A lo lejos veíamos colinas que nos recordaban a las también distantes colinas de Hailsham, pero se nos antojaban extrañamente tortuosas, como cuando dibujas a un amigo y te sale bien, pero no perfecto, y la cara que ves en la hoja te pone los pelos de punta. Pero al menos era verano, y en las Cottages las cosas aún no se habían puesto como se pondrían unos meses después, con la proliferación de charcos helados y la tierra congelada y áspera y dura como la piedra. El sitio era hermoso y acogedor, con hierba crecida por todas partes (una auténtica novedad para nosotros). Al llegar nos quedamos allí quietos, los ocho hechos una piña, mirando cómo Keffers entraba y salía de la casa, aguardando a que de un momento a otro nos dirigiera la palabra. Pero no lo hizo, y lo único que le pudimos oír fue las irritadas frases que masculló sobre los alumnos que ya vivían en la granja. Salió a coger algo de la furgoneta, nos echó una mirada lúgubre, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta a su espalda.
No mucho después, sin embargo, los veteranos, que se habían estado divirtiendo un rato al ver nuestro aire patético -nosotros haríamos más o menos lo mismo el verano siguiente-, salieron y se hicieron cargo de nosotros. De hecho, al recordarlo, me doy cuenta de que tuvieron que dejar lo que estaban haciendo para ayudarnos a instalarnos. Pero las primeras semanas fueron muy extrañas, y nos sentíamos felices de tenernos unos a otros. Siempre íbamos juntos a todas partes, y pasábamos largos ratos fuera de la casa, de pie, sin saber muy bien qué hacer, con aire desmañado.
Es extraño recordar cómo fue todo al principio, porque cuando pienso en los dos años que pasamos en las Cottages, aquel aturdido y asustado comienzo no parece casar bien con todo lo demás. Si alguien menciona hoy las Cottages, lo que me viene a la cabeza es una serie de días sin complicaciones, en los que entrábamos y salíamos de los cuartos de unos y otros, y en la languidez con que la tarde entraba en la noche; y mi montón de viejos libros de bolsillo, con las hojas blandas y combadas, como si alguna vez hubieran pertenecido al mar. Pienso en cómo solía leerlos, tendida boca abajo en la hierba en las tardes cálidas, con el pelo -en aquellos días me lo estaba dejando largo- siempre cayéndome por la cara y entorpeciéndome la visión. Pienso en mi despertar por las mañanas en lo alto del Granero Negro, mientras me llegaban las voces de los alumnos que discutían de poesía o filosofía en el campo. O en los largos inviernos, en los desayunos en las cocinas humeantes, alrededor de la mesa, entre conversaciones sobre Kafka o Picasso llenas de meandros. En el desayuno siempre manteníamos este tipo de debates; nunca con quién había tenido sexo alguien la noche anterior, o por qué Larry y Helen habían dejado de hablarse.
Pero cuando pienso ahora en todo ello, la imagen de nuestro grupo aquel primer día, hechos una piña delante de la casa, no me resulta tan chocante, después de todo. Porque, en cierto modo, quizá no habíamos dejado atrás nuestro pasado de un modo tan rotundo como imaginábamos. Porque en algún rincón de nuestro interior, una parte de nosotros mismos seguía no sólo asustada ante el mundo que nos rodeaba, sino -por mucho que nos despreciáramos por ello- totalmente incapaz de liberarse de su dependencia de los demás.
Los veteranos, que como es lógico no sabían nada de los avatares de la relación de Tommy y Ruth, los trataban como a una pareja estable desde hacía tiempo, lo cual pareció complacer enormemente a Ruth. Porque durante las primeras semanas de nuestra estancia en las Cottages, hizo alarde de llevar tiempo emparejada: rodeaba siempre con el brazo a Tommy, y a veces lo besuqueaba en cualquier rincón de una habitación cuando todavía quedaba gente en ella. Esas cosas quizá habrían estado bien en Hailsham, pero en las Cottages parecían más bien inmaduras. Las parejas de veteranos jamás hacían ostentaciones de este tipo en público, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el padre y la madre de una familia normal y corriente.
En estas parejas de veteranos de las Cottages, por cierto, había algo que yo capté y que a Ruth -pese a estar observándolas constantemente- se le había pasado por alto, y era que gran parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión. Caí en la cuenta de ello cuando me fijé con detenimiento en una de ellas -Susie y Greg-, probablemente los alumnos mayores de las Cottages y a quienes todo el mundo tenía por responsables del lugar. Había una cosa que Susie siempre hacía cada vez que Greg se embarcaba en una larga disertación sobre Proust o alguien parecido: nos dirigía una sonrisa al resto de nosotros, ponía los ojos en blanco y decía muy enfáticamente, aunque de forma apenas audible: «Dios nos salve». En Hailsham, veíamos la televisión con mesura, y lo mismo hacíamos en las Cottages (aunque no había nada que nos impidiera verla todo el día, a nadie le apetecía mucho abusar de ella). Pero en la casa de labranza había un viejo televisor, y otro en el Granero Negro, y yo solía encenderlo de cuando en cuando. Así es como supe que «Dios nos salve» venía de una serie norteamericana, de esas en las que todo el auditorio ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca. Había un personaje -una mujer grande que vivía en la casa de al lado de los protagonistas- que hacía exactamente lo que hacía Susie: cuando su marido acometía una larga perorata, el auditorio esperaba a que ella pusiera los ojos en blanco y dijera «Dios nos salve» para estallar en una única y enorme carcajada. En cuanto me percaté de esto empecé a reconocer muchas otras cosas que las parejas de veteranos habían tomado de programas de televisión: el modo de hacerse señas unos a otros, de sentarse en los sofás, e incluso de discutir y de salir en tromba de las habitaciones.
Lo que quiero decir, en suma, es que Ruth no tardaría en darse cuenta de que su forma de comportarse con Tommy no era el apropiado en las Cottages, y en dar un giro a sus modos de pareja cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría prestado un gesto de los veteranos. En Hailsham, el hecho de que una pareja se despidiera -aunque fueran a estar sólo unos minutos separados- era pretexto suficiente para que se permitieran un gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Cottages, por el contrario, cuando una pareja se decía adiós, apenas había palabras, y menos aún besos o abrazos. En lugar de ello, le dabas a tu pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del codo, como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de alguien. Normalmente era la chica la que lo hacía, en el momento en que se separaban. Cuando llegó el invierno este hábito cesó, pero estaba en pleno vigor cuando llegamos. Ruth pronto se lo apropió, y se lo hacía a Tommy siempre que se separaban. Al principio Tommy no sabía a qué obedecía aquello, y se volvía bruscamente hacia Ruth diciendo: «¿Qué pasa?». Ella le miraba airadamente, como si estuvieran interpretando una obra de teatro y él hubiera olvidado lo que tenía que decir en ese momento. Supongo que al final Ruth tuvo que hablar con él acerca de ello, porque al cabo de aproximadamente una semana se las arreglaban para hacerlo impecablemente, como las parejas de veteranos, más o menos.
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