Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes

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Premio Nadal 1998
Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

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– Ya habéis oído, ¿no? -dijo ella-. Así que cuidadito con lo que digamos, que estas paredes son de papel.

– Estoy pensando que quizá pruebe un chino. Pero sólo uno, y sólo por esta vez. No lo he probado nunca, y siento curiosidad -musité yo tímidamente.

– No me seas agonías… No tienes por qué excusarte, ni por qué tenerles tanto miedo -me tranquilizó Mónica-. Hace falta meterse muchos para engancharse. Pareces tu madre.

Así que Mónica preparó tres chinos, quemando la heroína en tres trozos de papel de plata, que nos pasó acto seguido, junto con el canuto de un bolígrafo Bic, para que la esnifásemos. Mónica aspiró hondo y se dejó caer en el sillón. Luego me tocó a mí. Esnifé mi chino, dejé el albal y el canuto en la mesa, me recosté al lado de Mónica y le cogí la mano.

– Lo que no entiendo -le dije- es que una tía como tú no sepa cómo divertirse si no se mete de todo. Precisamente tú… En el colegio todo el mundo pensaba que eras un genio.

Ella miraba al techo con los ojos entornados y un brillo infantil en la mirada.

– Debo de haber sido la única niña del mundo a la que le encantaba ir al colegio. -No sé si me respondía o si pensaba en voz alta.

Mónica me apretó la mano con fuerza. De repente me di cuenta de que Coco estaba observando la escena y solté la mano de mi amiga.

En el mundo en el que yo crecí parecía estar muy claro lo que era un hombre y lo que era una mujer. Se hablaba de ocupaciones etiquetadas como más o menos adecuadas para la virilidad de un hombre o más o menos incorrectas para la feminidad de una mujer. A las mujeres les correspondía una cierta forma de docilidad, de refinamiento, de sensibilidad de gustos, de comportamientos. Ellos eran más fuertes y rudos, menos sensibles, más encaminados al trabajo duro. Existían, además, hombres señalados como femeninos y mujeres etiquetadas como masculinas, aquéllos y aquéllas demasiado débiles o demasiado rudas de acuerdo con el patrón.

Pero, por supuesto, y como pasaba siempre con las enseñanzas de las monjas y de los padres católicos, en realidad las cosas no eran tan claras como pretendían hacernos creer. Los sexos no estaban diseñados en prístino blanco y negro: existía una variedad infinita de matices de gris. Los hombres, puestos en fila, presentarían diferentes grados de masculinidad tanto en su aspecto como en su comportamiento, y las mujeres mostrarían una variedad comparable, incluso mayor, de forma que alguna mujer supuestamente no femenina podría resultarlo colocada al lado de un hombre hipermasculino. Y si se pusiera a un hombre dulce y delicado, supuestamente femenino, al lado de la más dulce versión femenina de su propia persona, parecería mucho más masculino que ella. Todo el asunto acababa reducido, por tanto, a una cuestión de grado.

El problema es que, en el reducido microcosmos en el que yo me eduqué, prácticamente no existían modelos masculinos, excepto mi padre, que no estaba nunca. Hay que recordar que yo asistía a un colegio exclusivo para chicas, y regido por mujeres. Las amistades con miembros del sexo opuesto nos quedaban restringidas (por no decir prohibidas), muy particularmente en la prepubertad y la primera adolescencia. Yo no tenía amigos, con o, ni posibilidad de tenerlos. No conocía manera de establecer contactos sociales fuera del colegio.

En principio, mi primera identificación fue fácil: yo era una niña. No había más que ver la forma en que me vestía, mi uniforme de colegio, todos los aditamentos (las faldas, las coletas sujetas con un lazo en el extremo, los zapatos de punta redonda ajustados de lado a lado con una cinta sujeta por una hebilla…) que quedaban decididos para mi persona desde el día en que nací, en el momento mismo en que la comadrona comprobó que no me colgaba un badajito bajo la cintura y me perforaron a los dos días las orejas para poderme poner unos pendientes. Pero más adelante, al ir creciendo, empecé a compararme a mí misma, respecto a mis impulsos e intereses, con lo que me rodeaba, con la idea que las monjas y mi madre tenían sobre la niña que debía ser y la mujer en la que tendría que convertirme, y me di cuenta de que yo no era, nunca sería, así. Yo fui educada para exhibir unos comportamientos determinados, para desempeñar un papel coherente aprendido, y durante el tiempo que seguí la farsa viví una vida artificial, envidiando de corazón a aquellas criaturas que me rodeaban, que no necesitaban fingir que eran unas niñas buenecitas, porque realmente lo eran. Pero la nitidez misma del personaje me permitía interpretarlo sin problemas, tal y como si me hubieran pasado un guión. Todo se reducía a ajustarse a lo que me habían enseñado: no hacer y no decir ciertas cosas (no soltar palabrotas, no jugar al fútbol, no subirse a los árboles, no discutir, no gritar, no, no, no, no…). Así que, aunque yo no me sentía a gusto, nadie lo imaginaba.

Es decir, desde aproximadamente los once años me empecé a sentir distinta a mis compañeras de clase, muy distinta, pero intentaba que no se notara mucho. A los doce años era una especie de escoba andante, un plumero de greñas rubias plantado encima de un palo. Me importaba un comino la ropa, me daba igual si mis zapatos eran castellanos y mi polo Lotusse o si no lo eran, no me apetecía forrar mis libros de texto con papel de flores en tonos pastel, ni, mucho menos, con fotos de bebés, ni le veía la gracia a llevar el pelo largo si eso significaba tener que pasarme media hora cada mañana batallando contra los enredones. No sentía el menor interés, como se esperaba, ni por las rimas de Bécquer ni por las matinales del Gran Musical, ni por los cotilleos del Súper Pop. Miguel Bosé me daba grima, Pedro Marín me parecía una nena e Iván una locaza de cuidado cuando desconocía incluso el significado del término.

A los doce años aprendí a localizar Radio 3 en el dial del aparato de radio y me entusiasmé con un tipo de música que mis compañeras de clase desconocían por completo y no tenían, dicho sea de paso, el menor interés por conocer. A ellas no les sacabas de sus (ya citados) ídolos del Súper Pop, quienes, por cierto, más parecían chicas que chicos. Mientras mis compañeras se llenaban el pelo de horquillas rosas hasta que su cabeza adquiría el aspecto de un puesto de mercadillo de domingo, e invertían la paga de tres domingos en la adquisición de la imprescindible sudadera de algodón en tonos pastel, yo me encerraba en mi habitación los domingos por la tarde, escuchaba la radio y leía los libros de la biblioteca de mi padre (los leí todos en aquellos años, uno por uno, desde Balzac a Thomas Mann, enterándome más bien poco de lo que leía) y suspiraba por adentrarme en un mundo que me estaba vedado, un mundo habitado por seres que se parecerían a Siouxsie Sioux y a Robert Smith, llevarían el pelo corto y encrespado y teñido de colores imposibles, se maquillarían los ojos y se pondrían brillantes pantalones de vinilo (inaceptables, según las monjas y según mi madre, tanto para los hombres como las mujeres). Cuando en la tele salían Alaska y los Pegamoides y mi madre ponía el grito en el cielo diciendo aquello de parecen mamarrachos y Dios mío, adonde vamos a llegar, yo sentía secretamente que me habían colocado fuera de sitio, que el mundo al que yo pertenecía por derecho estaba fuera, fuera de mi casa, fuera de mi colegio, escondido en alguno de los rincones secretos de Madrid, en alguna esquina recóndita que no alcanzaba a verse desde mi autobús. Pero ¿dónde?

Entretanto, seguía siendo la niña callada y rarita que vestía idéntico uniforme azul al del resto de las alumnas del Sagrado Corazón, y que se empeñaba en seguir llevando trenzas a pesar de que todas las demás niñas de su clase ya exhibían con orgullo sus melenas libres de gomas y ataduras. Tenía buenas notas y no molestaba a nadie. Luego llegó octavo de EGB y conocí a Mónica.

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