Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes

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Premio Nadal 1998
Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

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En mi colegio, los grupos de clase se mantenían inmutables durante años. Es decir, se entendía que durante todos los años en los que una niña asistiese a clase compartiría aula con el mismo grupo de chicas, y esta regla variaba sólo por una circunstancia excepcional: que se repitiera curso, y por tanto, una niña se viera obligada a descender al grupo inmediatamente inferior al suyo, como fue el caso de Mónica. Cuando la conocí era un año mayor que yo. Un año de diferencia, que en la juventud no significa nada y no crea una distancia exagerada, por ejemplo, entre mis veintidós años y los veinticinco de Cat, cobra una importancia significativa en la pubertad, y marcaba, de los doce a los trece, una distancia inmensa, la distancia que distingue a una niña plana y con trenzas de una mujer que usa sujetador y ya sabe para qué sirven los tampones. A Mónica la precedía una fama de alborotadora contra la que las monjas nos prevenían y que le había costado el curso. De hecho, había repetido no tanto por su expediente académico, que era tan malo como el de otras muchas niñas que sí habían superado octavo de EGB, como por la necesidad de separar a la líder del grupo oficial de rebeldes de octavo (rebeldes: ése era el término con el que las monjas definían a las descastadas) de aquella cuadrilla de acolitas que la seguían a ciegas, la banda que se internaba en las clausuras a la hora de misa para ver las tocas de las monjas y organizaba excursiones a los comedores para robar donuts de chocolate y quedaba con chicos de los Jesuítas a la salida del colegio. Así que las monjas decidieron, por simple tozudez, no aprobarle las dos asignaturas que dejó colgadas para septiembre y obligarle de esa manera a repetir curso, y bastante hicieron no expulsándola, según ellas, que méritos para la expulsión los había acumulado todos, pero había que tener en cuenta quién era la madre, y el hecho de que en los ocho años que la niña llevaba en el colegio el pago de sus facturas no se había retrasado una sola vez, ni una sola, y ése era un detalle muy a tener en cuenta, especialmente en un momento crítico como aquél, en el que se habían puesto de moda los colegios laicos y cada vez había más padres que decidían sacar a las niñas del colegio para llevárselas al vecino Santa Cristina, donde imperaba la educación mixta, y donde asistían los hijos de Ramón Tamames. Y la verdad es que la propia Charo pensó alguna vez en seguir la corriente general e inscribir a Mónica en el colegio Estudio, o en el Base, o en el Liceo Francés, pero en parte estaba de acuerdo con las monjas sobre la naturaleza revoltosa e intratable de la niña y consideraba que mejor le vendría una educación disciplinada para meterla en vereda.

Por entonces no existía peor castigo ni destierro para una niña de trece años que separarla a la fuerza de las amigas con las que había compartido travesuras y confidencias durante ocho y obligarla a integrarse con el grupo de mocosas del curso inferior de las que se había reído durante tanto tiempo. En teoría podría verse con sus amigas de siempre, las de toda la vida, a la hora del recreo, pero Mónica bien sabía que las cosas nunca eran así, que existía una regla escrita según la cual desde el momento en que no existía un enemigo común, en que no se podía malmeter contra la misma profesora de sociales, ni hacer desaparecer todas las tizas minutos antes de que entrara en clase, ni jugar a pasarse notitas clandestinas durante los exámenes, ni ponerse a bailar ballet en el pasillo que quedaba entre los pupitres durante las clases cada vez que la gorda de sor Amparo se daba la vuelta contra la pizarra para explicar el desarrollo de una ecuación, se borraba de un plumazo aquella camaradería construida durante años; y el escaso contacto que pudiera establecerse en los recreos no serviría para mantener algo que se había forjado a base de ocho horas diarias de tortura común.

Bien sabían las monjas, como bien sabía la propia Mónica, que desde el momento en que la hija de Charo no asistiera a las excursiones de las de BUP, ni a sus retiros espirituales, ni participase en sus obras de teatro ni en la organización de fiestas a beneficio de Caritas, se convertiría en una paria para el grupo que ella misma lideraba no hacía tanto. Lo sabía tan bien como las monjas que habían decidido, muy conscientemente, convertirla en tal.

Así que gracias a las monjas y a la madre que decidieron que la niña repetiría octavo de EGB, yo conocí a mi alma gemela, en el momento en que más sola se encontraba y más me necesitaba.

Normalmente cada alumna elegía un pupitre el primer día de clase y allí se quedaba durante todo el año. Mónica se encontró integrada a la fuerza en un grupo de desconocidas, y acabó sentándose a mi lado porque yo no tenía amigas íntimas, es decir, que nadie deseaba de forma particular ocupar el espacio contiguo al mío, de forma que Mónica se encontró con un sitio vacío y allí se colocó. Las monjas aprobaron esta decisión ya que creyeron que, como yo tenía buenas notas y era tan calladita, podría convertirme en una buena influencia que atemperaría un poco la impulsividad de aquella niña respondona. Así que de pronto me vi obligada a compartir mi espacio durante ocho horas diarias con la criatura más radiante que hubiese tenido nunca cerca.

Mónica era morena y mate, de ojos negros, rasgados y húmedos, enmarcados por un bosque de pestañas oscuras y rizadas. Vivaces e inteligentes, aquellos ojos siempre dispuestos a sonreír obligaban a prestarle atención, por más que no se la pudiese calificar de guapa, en el sentido estricto de la palabra. Los pómulos sobresalían, tal vez demasiado, a ambos lados de la nariz afilada. Bajo ella, la boca, algo hinchada, formaba un hoyuelo a la derecha que se dejaba ver cuando sonreía y enseñaba una hilera de dientecillos blancos y puntiagudos, como pequeñas piedrecitas de río. En resumidas cuentas, era atractiva, a pesar o a causa de sus facciones irregulares. Pero su belleza radicaba, sobre todo, en sus ojos, aquellos ojos que estremecerían a una esfinge, y que la convertían en una criatura triunfante. Unos ojos que hablaban por sí mismos, que ni siquiera las gafas lograban esconder.

Hablaba y hablaba sin parar, y encontró en mis silencios el caldo de cultivo ideal para desarrollar su vena parlanchina. Siempre daba por hecho que el resto del mundo prestaría, como prestaba, en efecto, atención a lo que a ella le sucedía, y no en sentido inverso. Me fascinó porque era mi alma gemela y a la vez, paradójicamente, mi opuesto total, mi complementario. Me pasaba horas escuchándola embobada, arrastrada por su corriente de energía, mientras ella despotricaba incesantemente contra Charo, contra las monjas, contra nuestras embobadas condiscípulas. Acabó por convertirse en mi amiga, en mi única amiga, y por compartir mis gustos musicales y mis rarezas. Con el tiempo intercambiaríamos libros y discos y álbumes de cómics y construiríamos poco a poco entre las dos un universo privado que yo imaginé eterno. No lo fue.

Al poco de conocerme, me invitó a merendar a su casa. Ni su padrastro ni su madre llegaban nunca antes de las diez, de forma que su casa era un territorio libre, en el que se podía ver cualquier programa que a una le apeteciera en la televisión, escuchar música a todo volumen, atiborrarse de patatas fritas y Coca-cola, en fin, todo lo que a una le apetece hacer a los doce años, todo lo que en mi casa no me permitían hacer. A mi madre no le hacía ninguna gracia ver cómo yo me iba alejando de ella gradualmente, y fue precisamente en aquella temporada cuando comenzaron nuestras discusiones a gritos. Y aquello se convirtió en un círculo vicioso, porque cuantas más tardes pasaba alejada de casa, más insoportable se volvía mi madre, y cuanto más me chillaba mi madre, menos ganas tenía yo de volver a casa. Así que acabó por convertirse en una costumbre que yo me fuera del colegio a casa de Mónica, con la excusa de hacer los deberes, y que muchas noches me quedara a dormir allí. Entonces le tocaba a Charo lidiar con mi madre para convencerla de que no había nada malo en que yo me quedase a dormir en su casa, y que tanto Mónica como yo estábamos en esa edad en la que las adolescentes necesitan intercambiar confidencias y tan importantes se hacen las amistades. Estoy segura de que a mi madre no le hacía ninguna gracia que yo intercambiara confidencias con nadie, y mucho menos con Mónica, pero le impresionaban tanto la elegancia y la mundanidad de Charo que no se atrevía a discutir, y acabó aceptando, aunque a regañadientes, su derrota, y permitiendo que mi intimidad con Mónica se afianzara. Eso sí, lo pagué caro, porque desde entonces todo fueron discusiones y reproches y lágrimas por cualquier cosa, nada de lo que yo hacía o decía le gustaba y se declaró entre las dos una guerra tenaz y callada que se mantendría durante años.

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