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Lucía Etxebarria: Beatriz y los cuerpos celestes

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Premio Nadal 1998 Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

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Han pasado las horas sin que nos diésemos cuenta, la tarde está cerrando sus puertas a la luz y sólo permanecen algunos rayos débiles, atrapados entre las ramas más bajas de los árboles. Vislumbro a lo lejos la silueta de la doctora, o lo que sea, que me ha hablado antes. Llega hasta nosotros y me comunica, con su impasible corrección hermética, que ya ha acabado el tiempo de visitas y que debo darme prisa si pretendo coger el último autobús de regreso a Madrid. Mónica, obediente, se alza del banco y me toma de la mano para que haga lo mismo. Se despide de mí con un abrazo y una sonrisa de postal. «Hasta pronto, Betty», me dice, y me hace prometer que pronto volveré a verla, pero lo cierto es que no sé si tendré valor; y la dejo allí, inmersa en su delirio místico.

Sólo me llamaba Betty cuando estaba especialmente cariñosa. Casi lo había olvidado ya.

La he sentido más alejada que nunca, nada mío ya, como una estrella lejanísima, a millones de años luz. La luz de las estrellas más distantes tiene una peculiaridad: cuando nos llega, ha podido tardar en el viaje hasta miles de millones de años y entonces estamos viendo la estrella tal como era hace milenios. Es como un viaje en el tiempo, y lo curioso es que podemos ver la luz de un astro que se extinguió siglos ha, quizás incluso antes de que los dinosaurios poblaran la Tierra. Al despedirme de Mónica comprendo que todo aquel amor que he mantenido vivo durante cuatro inacabables años no ha sido más que la luz de una estrella muerta.

He dormido de un tirón toda la noche y he soñado con gatos de todos los pelajes y colores: gatos persas grises de ojos amarillos, gatos callejeros blancos y negros, gatitos que parecían bolitas de algodón e inmensos gatos de callejón gordos y peleones; gatos de pelo largo, gatos de pelo corto, gatos de todo tipo de raza y condición. Cuando despierto, pienso que quizá Cat está intentando enviarme un mensaje y luego se me ocurre que lo más lógico es pensar que soy yo la que me envío un mensaje a mí misma.

Así que marco el número de la que ha sido mi casa en Edimburgo, aun a sabiendas de que Cat probablemente estará dormida. Una afectada vocecita, meliflua e infantil, me responde al otro lado de la línea. Superada la sorpresa inicial reconozco la voz de Aylsa y pregunto por Cat. Cat está durmiendo, me dice, y no sé si debería despertarla. Se pone nerviosa y al final de la frase el tono digno degenera en un gañidito nervioso. Al percibir la arrogancia que subyace en su voz es cuando me pregunto qué diablos hace Aylsa en mi casa, a esas horas de la mañana. Y entonces rectifico mentalmente: ésta es mi casa, no aquélla. Haciendo gala de autodominio le encargo a Aylsa que informe a Cat de que he llamado y de que he tenido un buen viaje, y no acabo de pronunciar la frase cuando me doy cuenta de que es demasiado tarde para anunciar que he tenido buen viaje, puesto que yo debería haber llamado a la mañana siguiente de mi llegada, no casi diez días después. El caso es que Caitlin tampoco me ha llamado, aunque tiene este número. ¿No es sorprendente que hasta ahora no haya echado de menos su voz? Quizá Cat no me ha llamado por orgullo, o quizá estaba muy ocupada rehaciendo su vida con la propietaria de esa vocecita que me responde que muy bien, que avisará a Cat de que he llamado, y que corta acto seguido la comunicación, sin darme ni siquiera la oportunidad de despedirme. Aylsa, pequeña zorra, qué poco tiempo te ha hecho falta para correr a ocupar mi cama y adoptar ese tonillo de reina ofendida con el que me has hablado por teléfono. Devuelvo el auricular a su cuna de plástico y me preciso a mí misma que el hecho de que Aylsa haya dormido en mi casa (y vuelvo a pensar en la casa de Cat como la mía) no implica necesariamente que haya dormido con Cat; quizá se haya quedado acompañándola para ayudarla a sobrellevar su recién estrenada soledad. E incluso si hubiera dormido con Cat, ¿con qué derecho me preocupo yo por ello? Yo que tantas noches dormí con Cat arrastrando en mi piel el olor de Ralph. Yo que, al marcharme, dejé claro que no sabía muy bien si volvería y eché de esa manera por tierra tres años y medio de relación. Yo, que contrapuse a la generosidad de Cat todas mis dudas y mis inseguridades. Yo, que jamás he utilizado la palabra amor en un solo párrafo que haya escrito sobre ella.

Evidentemente, yo no tengo derecho a mostrarme celosa.

En el mundo hay millones de parejas que han ido forjando su relación a base de mucha voluntad y de pequeñas renuncias compartidas. Hay millones de seres que no exigen a la persona que está a su lado un cien por cien de compatibilidad y de gustos comunes. Es el ansia de perfección la que asesina los afectos, la sed de absoluto, el miedo a la costumbre, la perenne nostalgia de imposibles, la negativa constante a aceptarnos como somos y a aceptar a los demás por lo que son. Cuando uno no se entiende a sí mismo es imposible que entienda que otros le amen, y es imposible por tanto que respete a aquellos que le quieren. Pero el tiempo nos ofrece sólo dos opciones: o asumir lo que somos, o abandonar; y si no abandonamos, si decidimos quedarnos en este planeta minúsculo y pactar con nuestra aún más minúscula vida, podemos interpretar esta resignación como una derrota, o como un triunfo. Yo ya no aspiro a grandes fuegos, apagado el incendio que Mónica supuso. Ahora sólo espero renacer de mis cenizas y disfrutar de ciertas brasas de pasión, ese rescoldo de calor intermitente que suponen los gestos familiares, los años de experiencia, el calor conocido de los labios y la serenidad tantos días encontrada en unos ojos en los que ya no brillan ni la ansiedad ni el deseo excesivos; una dulzura asociada a la propia rutina, a la asumida carga del peso del afecto, mientras que blandamente va fluyendo el cansancio, la extraña indiferencia ante lo que hemos hecho. La paz, a fin de cuentas. O el amor.

Se me ocurre volver a llamarla más tarde, cuando se despierte, invitarla a que venga a Madrid a visitarme. Sugerirle que tome una semana del mes de vacaciones que su jefe le debe desde tiempos inmemoriales. Enviarle un billete de avión a Edimburgo, un ramo de flores, un anillo de oro. Probablemente es tarde para enviarle nada. Ni siquiera me siento con derecho a esperar nada de ella, y no cuento con nada que pueda prometerle. Y ahora, si lo pienso, no sé qué argumentos podría ofrecerle para rogarle que me hiciese una visita. Puede que ni siquiera sea digna de que Cat entre en mi casa.

Pero una palabra suya bastará para sanarme.

You want a reason: I'll give you reasons dont't change your ideals with every season, just look inside yourself for information and make your own life a celebration, you've got the power, power to be strong, an education that should be lifelong, don't be a victim of expectations, just make your own life a celebration.

the beloved. Conscience

Gracias:

Por ayudarme a escribir mejor: Pedro López Murcia, Miguel Zamora y Pedro Manuel Villora.

Por aportaciones, sugerencias, correcciones y críticas despiadadas: Laura Freixas, Ana Cuatrecasas, Joaquín Arnaiz, Carlota Guerrero y Carlos el Lento.

Por la intendencia veraniega: Amorós Mayoral hermanos.

Y sobre todo, gracias a todos mis amigos y amigas, que son imprescindibles.

***
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