Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes
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Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.
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Desde los doce hasta los dieciocho años fue Mónica la persona más importante de mi vida, por encima de mi propia madre, y aunque yo no tuviera entonces una conciencia muy clara de lo que el deseo significaba, puesto que entonces no había, como ahora, artículos sobre el sexo y sus modos y maneras en cada una de las revistas femeninas, sí sabía que, de una forma oscura y poco definida, mi noción de deseo estaba relacionada con Mónica, íntimamente ligada a su imagen, y podría decir que opté por enamorarme de ella, quién sabe, porque las monjas y el mundo se habían encargado de repetirme una y otra vez que yo no era una chica con todas las letras, sino una chica falsa, una farsante que se hacía pasar por tal. Y si yo no era una chica, si era algo así como una especie de alienígena infiltrado que no era él ni era ella, ¿por qué tenía entonces que enamorarme de un hombre y casarme y tener hijos si a mí no me apetecía? ¿Por qué no iba a enamorarme de quien a mí me diera la gana?
La amaba a los dieciocho de la misma manera que la amaba a los doce. No pensaba en acostarme con ella: me bastaba con sentirla cerca. Estábamos cenando en la cocina -tallarines con queso, para variar: fáciles de preparar y baratos- y la mera presencia de Mónica convertía en acogedor aquel espacio, aquella misma cocina cuyas sucesivas transformaciones yo había presenciado durante seis años, cada vez que a Charo le daba por modernizarla; la misma cocina en la que había cenado o merendado unas tres veces por semana desde los doce años. Ellos devoraban lo que parecían a mis ojos gusanos ensangrentados y yo, como de costumbre, jugueteaba con la comida. No engañaba a Mónica; ella ya sabía que yo no comía, pero hacía tiempo que había desistido de convencerme. Mientras yo me entretenía enrollando y desenrollando la pasta con el tenedor, ellos discutían sobre lo que íbamos a hacer aquella noche. Salir de marcha, por supuesto. Para eso existían las noches: para apurarlas a tragos. El plan estaba decidido. Sólo restaba acordar el itinerario y el medio de transporte.
– El coche no lo sacamos -nos advirtió Mónica-. Eso está muy claro. Y mañana mismo va al taller.
– Bueno, pues vamos en metro -dijo Coco.
– Tú flipas. Yo no voy en metro. Luego sales oliendo a Eau de Metro. Cogemos un taxi, que para eso están -remató Mónica, dándonos a entender que su decisión era irrevocable.
Fuimos en metro, por supuesto. Y fue Mónica, precisamente, la que propuso la idea de meternos en el fotomatón a hacernos una foto de los tres juntos, para la posteridad. El espacio allí dentro resultaba bastante exiguo, de manera que la única solución que parecía adecuada para poder conseguir la foto era que Mónica y yo nos sentásemos sobre las rodillas de Coco. Lo intentamos, pero no resultaba tan fácil, puesto que el taburete sobre el que debíamos apoyarnos nos venía demasiado estrecho, así que, inevitablemente, alguna de nosotras resbalaba, y nos parecía imposible encontrar la posición correcta. Finalmente nos acomodamos como pudimos y Coco introdujo las monedas por la ranura. Yo noté muy bien cómo una mano avanzaba por debajo de mi camiseta y me acariciaba delicadamente la curva de la cintura. No sabía si se trataba de Coco o de Mónica, así que contuve la respiración y me abstuve de hacer comentarios.
Recorrimos los bares de siempre: el Iggy, el Louie, la Vía… y a las tres de la mañana estábamos acodados de nuevo en la barra de La Metralleta. Coco abrazaba a Mónica por la cintura, cariñoso. Yo contemplaba pensativa mi vaso de güisqui, y veía surgir de entre los hielos figuras oscilantes cuyos contornos se desdibujaban y se alteraban a medida que yo iba dándole vueltas al vaso entre mis dedos. Estaba completamente borracha. Necesitaba mojarme la cara. Cuando me incorporé me di cuenta de que me costaba mantener el equilibrio. Calculé unos diez metros de distancia hasta el cuarto de baño, y consideré que podía recorrerlos sin excesiva dificultad, sin caerme ni dar el numerito. Lo importante era mantener la cabeza erguida, fijar los ojos en la puerta del baño, concentrarse en no perder el equilibrio, y avanzar en línea recta imprimiendo un ritmo ágil a mis pasos.
Estaba a punto de alcanzar la puerta cuando una figura oscura me interceptó el paso. Alcé la cabeza y a duras penas reconocí el rostro -desdibujado por mi visión borrosa- del tipo alto que conocí en aquel mismo local la última vez que estuvimos allí, el mismo al que todo el mundo tomaba por policía.
– Hola, ¿te acuerdas de mí? -me dijo-. El otro día intenté hablar contigo.
– Si, me acuerdo. ¿Querías algo? -respondí, intentando aparentar indiferencia y disimular mi lengua de trapo.
– No sé, eres tan guapa que no sé qué decirte.
– Debe de ser porque se te está yendo la sangre del cerebro en dirección sur. Pronto no te acordarás de tu nombre.
– La verdad es que me olvido de cualquier cosa cuando te veo…
Aquél era exactamente el tipo de frase que me producía ganas de vomitar, y de hecho, experimenté al instante la sensación de una especie de remolino que me ascendía por el esófago. Aunque en aquel caso las náuseas estuvieran provocadas, casi con seguridad, por el alcohol.
– Corta, tío. Cuando me dicen cosas así, me pregunto por qué no llevo un rollo de cinta aislante en el bolso -le respondí, con los ojos fijos todavía en la puerta del cuarto de baño.
– Deja en paz a mi amiga, viejo verde. -Mónica acababa de surgir de entre la penumbra del bar. Supuse que me habría visto hablando con el tipo y le habría faltado tiempo para plantarse disparada a mi lado intentando evitar males mayores. Exactamente lo mismo que había hecho Coco la última vez. Me fastidiaba muchísimo la superprotección que ambos se empeñaban en ofrecerme, como si dieran por hecho que yo era incapaz de manejar ese tipo de situaciones o de mantener la boca cerrada.
El tipo desapareció, como era de esperar, y Mónica volvió a endilgarme la consabida charla, la misma lata que ya me había dado Coco: que si debía tener cuidado con quien hablaba, que si la pinta del tipo era sospechosa. A mí me parecía que exageraban y que seguramente el pobre no era más que un chico normalito al que yo le gustaba. Seguro que la policía tenía cosas mejores que hacer que andar por ahí intentando trincar a dos aprendices de camellos de tres al cuarto, pero yo estaba demasiado mareada como para que me apeteciera ponerme a discutir con Mónica. Sólo alcancé a articular que no me encontraba bien y que necesitaba ir al cuarto de baño. Ella me observó con expresión preocupada y me tomó de la mano. Yo me dejé arrastrar.
En cuanto llegamos al cuarto de baño, Mónica me colocó agachada frente al lavabo y abrió uno de los grifos para que el agua fría me cayera en la nuca. Me preguntó si me sentía mejor y yo asentí con la cabeza.
– Has bebido demasiado. Eso es todo. No estás acostumbrada. Suerte que tía Mónica está aquí. Anda, ven conmigo.
Me hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los váteres. Entramos y cerramos la puerta tras nosotras. Entonces ella abrió su mochila y sacó su navajita roja y la cartera. De la cartera extrajo una papelina y su carnet de identidad.
– No quiero jaco -le dije.
– Esto no es jaco. Es coca. Exactamente lo que necesitas tú ahora.
Apoyó la cartera sobre la cisterna y depositó un poco de polvo blanco sobre ella. Con el carnet dividió el montoncito de polvo en dos montoncitos más pequeños que fue alineando en vertical hasta que se convirtieron en dos rayas. Después sacó un billete de su pantalón y lo enrolló para formar un tubo cilíndrico, que me pasó acto seguido. Ella esnifó primero, y luego yo. Al áspero roce del polvo en las fosas nasales le sucedía un regusto amargo y familiar en la boca. El espacio de la cabina era muy reducido y nos obligaba a permanecer muy próximas la una a la otra, prácticamente tocándonos. Yo era más alta que Mónica, pero aquella noche nuestras miradas quedaban a la misma altura porque ella se había puesto unas sandalias con plataforma.
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