Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes
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Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.
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– Tampoco hace falta, Mónica; no exageres. La pobre Bea se va a asar -dijo Coco.
El poblado no era sino dos hileras paralelas de chabolas, situadas unas frente a las otras y divididas por una especie de camino polvoriento a través del cual avanzábamos nosotros tres. A nuestro alrededor correteaban montones de niños sucios y harapientos. Algunos, demasiado pequeños todavía para andar, gateaban a la puerta de sus casas, llevándose de cuando en cuando puñados de arena a la boca.
Finalmente entramos en una chabola que a primera vista en nada se diferenciaba de las otras. Allí dentro había una abuela dormitando sobre una tumbona de playa y un adolescente enjuto y renegrido, estirado cuan largo era sobre un viejo sofá de eskai. Mando en mano iba zapeando canales de la televisión que estaba frente a él, una Sony Trinitron de veinticuatro pulgadas, presumiblemente robada.
Saludó a Coco con afabilidad y acto seguido se nos quedó mirando a nosotras dos, que veníamos tras él, de arriba abajo, aunque sin dirigirnos la palabra.
– Tengo lo tuyo -dijo el gitanillo, señalando con la cabeza lo que parecía ser una habitación interior, protegida por una cortina de baño que hacía las veces de puerta-. Vamos a hablar ahí dentro, entre hombres.
Desaparecieron durante unos minutos que Mónica apuró consumiendo a chupadas ansiosas un cigarrillo mientras se paseaba de un lado a otro de la reducida estancia en tanto yo permanecía inmóvil, apoyada en el zaguán de la puerta, sin atreverme a interrumpir su silencio porque la conocía bien y sabía que más valía no hablar con ella cuando estaba nerviosa. Al poco tiempo reaparecieron Coco y su amigo. Coco traía un paquete en la mano, envuelto en papel de periódico, del tamaño de un bolso de señora. El gitanillo me dirigió la misma mirada insolente con la que me había saludado.
– Es guapa la niña -le dijo a Coco, señalándome a mí con la cabeza-; ¿es algo tuyo?
– Es amiga de mi mujer -respondió él.
– Déjamela un rato y te paso cinco gramos limpios.
– Olvídalo. Yo nunca pillaría de tu jaco, tío. Antes me fumo el Nesquick.
Abandoné el sitio encolerizada y escandalizada.
Coco condujo durante el camino de regreso. Yo mantuve la mayor parte del camino un mutismo obstinado al que ni Coco ni Mónica parecían prestar excesiva atención. Por fin, prácticamente a la entrada de Madrid, exploté. Le dije a Coco que, por más que me lo preguntaba a mí misma, no podía comprender por qué no había dejado claro que yo no estaba en venta, y que lo que más me molestaba de todo aquello es que Coco se refiriese a mí como si fuese un objeto de su propiedad. Él se rió, como sin darle al tema mayor importancia, e intentó explicarme que los gitanos entendían las cosas a su manera, y que a él no le apetecía perder el tiempo inculcándole al Chano conceptos que no iba a comprender. Para el Chano yo era paya, y como había venido con Coco, me metía. Y si era paya y me metía, tenía que ser una puta, y nada que Coco pudiera decirle podría hacerle cambiar de opinión, así que más valía ignorarle. No entré en discusiones porque sabía que llevaba las de perder, así que me puse a mirar por la ventana, enfurruñada y maldiciendo a Coco para mis adentros. Le odiaba. Mónica no era la misma desde que le conoció, pensaba yo. Le echaba a él la culpa de nuestro distanciamiento.
Al rato Mónica debió compadecerse de mí, porque se dio la vuelta en su asiento e intentó animarme.
– Vamos, Bea, no te pongas así, no es para tanto. Nadie te ha insultado. Esta gente está acostumbrada a ese tipo de transacciones. Venga… si supieras con cuántos negros me lo he hecho yo por un simple chino, te sentirías orgullosa de que alguien ofreciera cinco gramos por ti.
No tenía claro si se trataba o no de una broma, y no quería saberlo. Era cierto que en el último año Mónica cada vez me contaba menos cosas, pero yo prefería no imaginar siquiera que ella hubiera ya sobrepasado límites que yo nunca alcanzaría, fingir que no reparaba en la constante presencia de una verdad que flotaba frente a mí, dolorosa de aceptar, imposible de ignorar. Entonces recordé de improviso las palabras de Coco, aquello de que fumaría Nesquick antes que probar el material de aquel tipo. Y se me ocurrió que, si el caballo del tal Chano era tan malo como Coco aseguraba, habíamos ido hasta allí para comprar otra cosa… ¿Cocaína?
– Coco -pregunté-, ¿qué hay en el paquete que has pillado?
– Mira, nena, cuanto menos sepas, mejor -respondió él, sin desviar los ojos de la carretera.
– Si no queréis que me entere, ¿para qué me traéis?
– ¿Vais a pasaros la vida peleando? Bea, a partir de ahora si no quieres venir con nosotros, te quedas en casa, y dejas de dar la murga, ¿vale?
– ¿OS QUERÉIS CALLAR LAS DOS? -dijo Coco.
En ese mismo instante se oyó un golpe sordo y un aullido lastimero. Después el chirrido de los frenos: Coco había detenido el coche en seco. Abrió la puerta y bajó del coche de un salto. Mónica salió tras él, y yo la seguí.
– ¡Mierda! -le oí decir a Coco-. Mierda, mierda, mierda.
Al principio no me di cuenta de lo que había pasado. Había un bulto parduzco sobre el asfalto que parecía una alfombra vieja. Cuando fijé la vista comprendí lo que era. Un perro agonizante, reducido apenas a un tembloroso guiñapo de pelos sanguinolentos. En sus ojos vidriosos brillaba un pánico resignado.
– Vámonos de aquí -dijo Mónica.
– ¿Cómo que vámonos? -dije yo, sollozando-. Este animal está vivo. No puedes dejarlo aquí.
– Sí podemos -replicó ella.
– Está sufriendo, ¿es que no lo ves?
El perro abría la boca como si intentara acaparar la mayor cantidad de aire posible en cada bocanada.
– Bea, cállate, por favor -me dijo Mónica-. No podemos hacer nada. Anda, vuelve al coche. -Podemos llevarlo al veterinario -repliqué.
– Se habrá muerto antes de que lleguemos. Además, no es más que un chucho callejero. -Me arrastró del brazo hasta el coche, y me metió a empujones en el interior.
No dije palabra. El coche arrancó dejando atrás la carroña recalentada por el sol, las vísceras del color de una paleta sucia. A través de la ventanilla del coche los edificios se sucedían a velocidad de vértigo.
Cuando llegamos al garaje Mónica inspeccionó con cuidado los guardabarros del coche. Estaban abollados. Había que llevar el coche al taller y asegurarse de que lo repararan antes de que volviesen sus padres. Un problema serio, dijo, porque ahora necesitaban dinero extra. En ningún momento mencionó a aquel perro abandonado, a sus entrañas, a sus boqueadas de agonía. Mientras la contemplaba, agachada frente a los faros delanteros (uno se había roto) comprendí que no la conocía, que sólo ahora empezaba a conocerla. Y de pronto ella alzó la mirada y me sorprendió. No sonrió, no hizo ningún gesto. Quizás adivinó lo que yo estaba pensando. Yo me sentía más cerca del perro que de ella, como si en cualquier momento me pudieran dejar tirada en la carretera, en cuanto me convirtiera en un obstáculo en su camino. Intuí que al clavarme la mirada como lo hacía me estaba asestando también una puñalada de certeza, honda y sostenida.
– Este loro es potentísimo, tía.
No hacía falta que Coco lo dijera. Había puesto la música a un volumen tan atronador que las paredes vibraban. Él seguía el ritmo con los pies mientras esperaba a que su novia (por decir algo) preparase los rectángulos de papel de aluminio necesarios para fumarse un chino.
– ¿Tú vas a querer? -me preguntó Mónica.
– No.
– ¿Ni por una vez? Pruébalo y decide. Puede que te guste.
En aquel momento sonó el timbre. Mónica ocultó precipitadamente la bolsita de la heroína y el papel de aluminio y, por señas, nos indicó que desapareciéramos del salón; así que nos internamos en el pasillo, y cerramos la puerta. Coco pegó la oreja a la puerta y yo le imité. Reconocí la voz: se trataba de la vecina, la del caniche. Llevaba años oyéndola, desde que empecé a visitar la casa de Mónica, ya que solía pasarse a menudo para hablar con Charo de naderías. Se notaba que la pobre no tenía mucha gente con la que relacionarse. Esta vez había venido a quejarse del volumen de la música, y Mónica se deshizo en excusas, haciendo gala de sus mejores modales, para asegurarle que el incidente no volvería a repetirse. En cuanto Mónica cerró la puerta, Coco y yo volvimos al salón.
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