Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes
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Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.
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Me marché a la calle y caminé calles y calles de aceras humeantes hasta el Retiro. Me tumbé sobre la hierba, cara al sol, y cerré los ojos, para permitir que el reflejo de sus rayos dibujase figuras calidoscópicas tras mis párpados, compuestas de una infinidad de puntitos brillantes triscando a través de mi cabeza. Tuve que cambiar tres veces de emplazamiento gracias a otros tantos pesados que se mostraban empeñados en conocerme, y dejé pasar las horas, contemplando las nubes y los patos, las turistas y los perros, los novios en las barcas, esperando el momento en que pudiese acercarme a la valla del colegio para recoger a Mónica, acompañarla a casa y contarle todo lo que había pasado la noche anterior. No se lo quería contar a nadie más. No se lo podía contar a nadie más.
Porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.
En el cuarto de baño de Charo decidí poner manos a la obra para cambiar mi imagen. Agarré una mecha, la mojé en peróxido. Luego hice lo mismo con otra. Una chica me miraba desde el otro lado de la luna. Una chica guapa, o no. Yo no estaba muy segura de mi belleza, y de hecho, sigo sin estarlo. La belleza es una cualidad muy subjetiva. Al fin y al cabo, reside más en el ojo del que la aprecia que en el cuerpo o la cara de quien la posee. Pero en el mundo en el que yo había crecido se le concedía tal importancia a la belleza femenina -que parecía mucho más valiosa que la inteligencia- que yo no podía evitar indagar sobre mi propio valor en el espejo. Yo tenía -tengo- los ojos azules. Pero no el tipo de ojos azules que la gente considera bonito. No de un azul pálido celeste, ese azul ideal de hada o de muñeca que se asocia a las miradas limpias e inocentes, sino un azul sucio y grisáceo, salpicado de diminutas motitas marrones sólo perceptibles a corta distancia. Carecían entonces, creo, de la viveza de los de Mónica. Eran más pequeños, y no estaban velados por las mismas pestañas tupidísimas. Los rasgos de mi rostro parecían bien proporcionados. La nariz algo aguileña, quizá, y los dientes, sin ser espectaculares, blancos e igualados, pero yo tenía la impresión de que mi cara era demasiado redonda, y me habría gustado tener unos pómulos más pronunciados, un óvalo de la cara más definido, menos infantil. En definitiva, no me encontraba tan guapa como la gente decía. Lo había escuchado muchas veces, sobre todo a las amigas de mi madre, que no escatimaban elogios a mi apariencia física cuando pasaban por casa. «Herminia, pero qué niña tan monísima tienes, hija, tan fina, tan delgada…» ¿Pero acaso no era eso lo que tenían que decir? No iban a soltar: «Herminia, hija, qué niña tan antipática y tan rara has criado, más tiesa que un palo, más seca que una alpargata», aunque seguro que más de una lo pensaba. De haber sido yo un chico seguro que no habrían insistido tanto, y quizá yo no habría acabado tan obsesionada con mi aspecto.
En estas observaciones y divagaciones empleé los veinte minutos necesarios para que el peróxido hiciera su efecto. Después me aclaré la cabeza bajo el grifo de teléfono de la ducha y me sequé el pelo con el secador de Charo (Braun Silence 1200, tres velocidades y varios accesorios). Después, volví a mirarme en el espejo para comprobar el efecto. Me gustó lo que vi. Sólo faltaba que a Mónica también le gustara.
Encontré a Mónica tirada en el salón del sofá, los pies sobre la mesa, los ojos fijos en la tele. De alguna manera notó mi presencia tras ella y se dio la vuelta para mirarme.
– ¿Te gusta? -pregunté- . Me lo he hecho con un potingue que tenía tu madre en el baño.
Hubo un tenso silencio durante el cual me contempló un largo rato con ojos asombrados antes de decidirse a emitir una opinión. Yo contuve el aliento, intentando imaginar cómo podría hacer desaparecer las mechas en caso de que no le gustaran. Finalmente dictaminó: -Te sienta de puta madre, de verdad. Estás guapísima.
– ¿Tú crees?
– Claro que sí. Pero tú estás guapa siempre, joder. Y ya iba siendo hora de que cambiaras un pelín tu imagen. Lo que me sorprende es que una tía tan guapa como tú se empeñe en no pintarse, en llevar los mismos vaqueros todo el santo día y en comportarse como santa Teresita de Jesús. Tienes dieciocho años. Digo yo que te va tocando, no sé, arreglarte un poco, enrollarte con algún tío…
– Los tíos no me interesan.
– ¿Qué quieres decir?, ¿que te van las tías? -Me lanzó la pregunta como si nuestra conversación fuera un partido de tenis en el que nos lanzáramos y devolviéramos verdades a gran velocidad, intentando distraer la capacidad de reacción de la parte contraria.
– No. Sólo he dicho que los tíos no me interesan -contraataqué-. No es lo mismo.
– A ver… -preparada para el saque-, ¿tú te has tirado a algún tío o no?
Yo sabía que ella ya conocía la respuesta y que estaba jugando conmigo.
– ¿A cuántos te has tirado tú? -A la gallega, respondí a la pregunta con otra y le devolví la pelota.
– No sé. A partir del número cien dejé de contar.
El teléfono interrumpió la conversación con su trinar histérico y me impidió averiguar si Mónica mencionaba en serio aquella centena. En general, resultaba muy difícil reconocer cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba. Sonaron dos timbrazos y después el silencio se hizo con el salón antes de que llegara el tercero. La figura de Coco rellenó de improviso el marco de la puerta.
– Ése es mi código: Dos veces, colgar, volver a llamar -dijo-. Es para mí.
A los diez segundos volvió a sonar otro timbrazo. Coco descolgó y en seguida se enzarzó en una conversación ininteligible, llena de pausas, en la que de vez en cuando intercalaba una serie incongruente de monosílabos: «… sí… claro, tío… guay… fijo… no, no…». Debió de tirarse diez minutos o más al aparato, y al final lo único que pude deducir de lo que dijo era que Coco necesitaba al menos dos días para conseguir lo que su interlocutor telefónico le pedía.
Colgó con cara de preocupación.
– Tenemos un encargo nuevo, Mónica -se dirigía a su amiga ignorándome por completo, como si yo no estuviera en aquel salón.
– Gracias a Dios -dijo ella.
– Lo que no tenemos es dinero para la inversión.
– Pues conseguiremos dinero.
– Aquí mismo -dijo Coco.
Aparcamos el coche en la esquina de Conde de Xiquena con Bárbara de Braganza. No había luna, la calle se perdía en una negrura densa y opaca y el asfalto se confundía con la noche. Atravesando esta oscuridad, el reflejo de los ojos de Mónica brillaba en el retrovisor.
– ¿Cuánto puedes tardar? -preguntó ella.
– Ni puta idea. Depende de la suerte. De todas formas, si no localizo algo en media hora, nos vamos.
– Está bien. Ahora voy a apagar el motor del coche. Lo encenderé dentro de diez minutos justos, y lo mantendré encendido, esperándote. Dejo tu puerta abierta.
Coco le dio un beso apresurado en los labios y salió del coche.
– Suerte -le dijo Mónica a guisa de despedida; luego se volvió a mí-. ¿Quieres un cigarro?
– ¿Estás segura de que no nos la estamos jugando? -pregunté con voz ligeramente trémula.
– Segura. Ya te he dicho que lo hemos hecho más veces. Pero si tanto miedo te daba, no haber venido con nosotros, joder. Si lo llego a saber me callo y no te cuento nada.
– No hubieras podido evitarlo. Siempre me lo has contado todo. Reventarías si no me lo contases, como el niño del cuento.
El niño del cuento al que yo me refería había albergado un secreto que se había ido hinchando como un globo dentro de su cuerpo. Como Mónica no me replicaba, me arrellané en el asiento trasero del coche y respiré hondo, decidida a tomarme el asunto con la misma calma de la que Mónica hacía gala, y a no preocuparme más de lo necesario.
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