"Aquí yace Sylvius, que jamás hizo nada sin cobrar.
"Ahora que está muerto, le enfurece que leas esto gratis".
Aquella mañana el decano estaba de un excelente humor. Se lo veía confortado. Tenía el aspecto espiritual de quien ha ganado una batalla. Y, en efecto, así era exactamente. Disfrutaba por anticipado del anhelado fuego de la hoguera que, gustoso, encendería, si de él dependiera, con sus propias manos. Esperaba con ansiedad que, de una vez, se acabara el día que recién empezaba. Mañana sería el comienzo del proceso que había promovido, no sin innumerables escollos, ante los cardenales Caraffa y Alvarez de Toledo y, finalmente, ante el mismísimo Paulo III.
Alessandro de Legnano caminaba animado, como si de pronto hubiera dejado de aquejarlo la gota que, desde hacía años, arrastraba como un lastre pertinaz. Tanta era su euforia que no había notado siquiera que desde la sandalia de messere Vittorio sobresalía el trozo de papel mal plegado. Quizá la solícita actitud de messere Vittorio no tuviera otro fundamento que la ignorancia. Tal vez el escultor florentino no supiera que, de ser descubierto, habría de correr la misma suerte que su amigo: de acuerdo con la Sagrada Legislación, quien hablara con herejes presos también habría de ser considerado hereje.
Mateo Colón se había convertido en la última obsesión del decano. Uno y otro nunca se habían caído en gracia. Alessandro de Legnano experimentaba hacia Mateo Colón un odio proporcional a la íntima admiración que le prodigaba. Siempre se había dirigido al anatomista con desprecio y no perdía oportunidad para descalificarlo frente a los alumnos, llamándolo il barbiere , a propósito de la norma que excluía a los cirujanos del Real Colegio de Médicos, obligándolos a afiliarse al Gremio de Barberos, que los igualaba con los pasteleros, los cerveceros y los notarios públicos. Desde luego, cuando Mateo Colón se convirtió en una eminencia, el decano no se sustrajo a los elogios e hizo propias las felicitaciones llegadas de todas partes cuando su catedrático descubrió las leyes de la circulación sanguínea, como si el mérito debiera atribuirse a la inspiración que irradiaba su decanato.
El anatomista y el decano nunca se guardaron simpatía. Al contrario. Uno y otro se prodigaban una recíproca aunque no simétrica envidia. Mateo Colón era el anatomista más respetado de toda Europa; tenía prestigio pero no poder. El decano, nadie lo ignoraba, ni siquiera los Doctores de la Iglesia, era dueño de una inteligencia próxima a la de una mula pero gozaba de la influencia del Vaticano y contaba con la bendición del propio Paulo III. Era la autoridad y ostentaba un buen predicamento entre algunos inquisidores, para quienes había aportado su alegato en el juicio que llevó a la hoguera a más de un colega hereje.
El nuevo hallazgo del anatomista superaba todos los límites de la tolerancia. El Amor Veneris -la América de Mateo Colón- iba más allá de lo permisible para la ciencia. La sola mención de un cierto "placer de Venus" -por más de un motivo- le revolvía la sangre.
A juicio del decano, desde que Mateo Colón había sido nombrado regente de la Cátedra de Cirugía, la Universidad se había transformado en un burdel de donde entraban y salían campesinas, entraban y salían cortesanas y había llegado a decirse que hasta religiosas entraban por la noche y salían antes de la madrugada. Y todas, a decir de los rumores, lo hacían con los ojos desorbitados y una sonrisa semejante a la de Mona Lisa. Por si fuera poco, a sus oídos había llegado la versión de que por el claustro del anatomista pasaban las pupilas del prostíbulo que se encontraba en la planta superior de la Taverna dil Mulo . Y no se equivocaba.
Desde que la bula papal de Bonifacio VIII prohibió la disecación de cadáveres, la obtención de muertos era un trabajo peligroso. Sin embargo, había en Padua, por aquellos días, una suerte de mercado clandestino de difuntos, cuyo más solvente miembro era Juliano Batista, quien, en cierto modo, vino a poner orden a las cosas. Después del paso de Marco Antonio della Torre por la Cátedra de Anatomía de la Universidad, sus discípulos no vacilaban en abrir sepulturas, saquear la morgue de los hospitales y hasta descolgarlos de las horcas ejemplares. El mismo Marco Antonio tuvo que poner freno a la turba de pequeños anatomistas para que no asesinaran transeúntes por las noches. Tanto era el afán, que debían cuidarse los unos de los otros; tanta era la necrofilia, que el más alto halago al que podía aspirar una mujer era:
– Qué hermoso cadáver tenéis -le decían antes de degollarla.
Al menos, el predecesor más remoto, Mundini dei Luzzi, que doscientos cincuenta años antes había hecho la primera disección anatómica pública de dos cadáveres en la Universidad de Bolonia, había tenido el infinito decoro de no abrir la cabeza, "morada del alma y la razón".
Juliano Batista tenía, por así decirlo, el patrimonio del mercado de cadáveres; los compraba a los deudos más o menos menesterosos, a los verdugos y a los sepultureros. Después de ponerlos en condiciones presentables, los revendía a universitarios, catedráticos y a necrófilos más o menos reputados.
Sabía, sin embargo, que a Mateo Colón no hacía falta engalanarle la mercadería -engaño imposible para un anatomista, por otra parte-, de modo que se evitaba el trabajo de ruborizar las mejillas, devolver el brillo a los ojos con trementina y a las uñas con barniz de ultramar.
Si el anatomista necesitaba, por ejemplo, examinar un hígado, Juliano Batista extirpaba el órgano, rellenaba el lugar vacante con estopa o trapos, separaba la mercadería, cerraba el cadáver cosiéndolo con hilo de seda y, finalmente, vendía el cuerpo a otro cliente. Si un cuerpo estaba irrecuperable, Juliano Batista encontraba para todo un destino; nada se tiraba: los cabellos a la corporación de barberos y los dientes al gremio de los orfebres.
La disecación de cadáveres era tan ilegal como corriente. La bula de Bonifacio VIII ya no tenía en la práctica ninguna vigencia. Sin embargo, para el único que el decano aún la hacía regir era para Mateo Colón. El anatomista bien sabía que Alessandro de Legnano hacía la vista gorda para con todos, inclusive estudiantes, salvo para con él. De modo que debía proceder con el mayor de los cuidados.
En los últimos tiempos Mateo Colón había comprado cerca de diez cadáveres, todos pertenecientes a mujeres. Confeccionaba listas escrupulosas de los cuerpos disecados donde apuntaba: nombre, edad, motivo de muerte, descripción y hasta dibujos, no sólo de los órganos examinados, sino también de la expresión de cada uno de los cadáveres.
Sin embargo, sus prácticas eran más afines a la carne viva que a la muerta. Y sobre todo, con cierta carne en particular que, por otra parte, no era en absoluto frecuente puertas adentro de la Universidad, pues era carne prohibida. Interdicción que el decano se ocupaba de hacer cumplir con más escrúpulos que éxito. Entre los estatutos de la Universidad, en efecto, quedaba taxativamente prohibido el ingreso de mujeres. Sin embargo, por razones mucho menos relativas a los asuntos de la ciencia que a los ímpetus de la carne, era más o menos frecuente la furtiva visita de las campesinas venidas desde el fics lindero a la abadía que, de tanto en tanto, regalaban una noche de júbilo a doctores y alumnos.
Una de las formas de entrar en la Universidad -además de escalar los altos muros- era la de confundirse entre los muertos que, una vez a la semana, ingresaban en el carro público en la morgue. Así, ocultas debajo de un manto, permanecían quietas hasta quedar solas en el subsuelo de la morgue, donde eran recogidas por sus amantes.
Читать дальше