Abajo todo se hallaba dispuesto para la fiesta de San Teodorico, la festa di tori . Después del mediodía, la multitud, entre trago y trago, habría de manear cinco o seis bueyes que, uno a uno y tomados de las astas por otras tantas mujeres, serían degollados de un único y exacto golpe de sable. Se diría que el cuervo sabía que así habría de ser. Olía por anticipado el olor que más le gustaba. Pero sabía, también, que, con fortuna, apenas si podría rapiñar una miserable tripa o un ojo, que tendría que disputar con los perros. No valía la pena ni el viaje, ni el riesgo, ni el esfuerzo.
Aún no se había movido. Tenía la paciencia de los cuervos. Hubiera podido esperar a que los autómatas de la torre del reloj golpearan la última campanada cuando, como todas las mañanas, desde el Canal Grande apareciera la barcaza pública que pasaba a recoger los cadáveres del Hospital de Humberto Primo hasta la Isla del Cementerio. Pero tampoco valdría la pena; con suerte podría arrebatar un jirón de carne mala, demasiado magra y ya diezmada por la peste.
Giró sobre sus patas y miró hacia el lado opuesto -el Este-, donde estaba su morada. Allí estaba su amo. Entonces remontó vuelo a Padua.
Voló sobre las diez cúpulas de la basílica y después sobre la Universidad. Se posó sobre el capitel de la cuarta puerta que daba hacia el patio interior. Esperaba. Sabía que su amo habría de salir de un momento a otro. Así sucedía todos los días. Tenía paciencia. Extendió un ala y metió su pico entre las plumas. Se diría que no prestaba atención a otra cosa que a los íntimos agasajos que se prodigaba: acomodarse las plumas del pecho, desembarazarse de un piojo.
En el mismo momento en que sonó la campana que llamaba a misa, el cuervo se tensó como una cuerda, desplegó las alas morosamente, emitió un graznido sordo y se preparó a dar el salto sobre el hombro de su amo, que, como todas las mañanas, habría de asomar desde la recova y, antes de encaminarse a la parroquia, se llegaría hasta la morgue para darle a su cuervo lo que tanto le gustaba: una tripa todavía tibia.
Sin embargo, aquella mañana de invierno las cosas no iban a ser iguales. Había terminado de sonar la primera campanada y su amo todavía no se había asomado. El cuervo sabía que su señor estaba dentro del claustro, podía olerlo, hasta podía escuchar su respiración. Y sin embargo no salía. El cuervo graznó de fastidio. Tenía hambre.
El cuervo y su amo sabían quién era quién. Y por ese mismo motivo se prodigaban un mutuo y velado recelo. Leonardino -ése es el nombre que el amo le había puesto- nunca se posaba francamente sobre el hombro de su señor; mantenía una distancia mínima entre sus patas y la estola, elevándose con un aleteo corto y regular. Tampoco el amo se fiaba de su compañero. Uno y otro -ambos lo sabían- compartían el mismo espíritu inquisitivo por indagar qué se oculta detrás de la carne.
Sonó la segunda campanada y su amo seguía sin aparecer. Algo raro sucedía, el cuervo podía adivinarlo.
Todos los días, Leonardino, posado sobre la balaustrada de la escalera de la morgue, seguía atentamente los movimientos de su amo, sus manos que, sabiamente, guiaban el escalpelo; entonces, cuando veía la sangre que surgía tras del delgado surco que a su paso dejaba la hoja, Leonardino se balanceaba hacia izquierda y derecha y emitía un graznido de satisfacción.
Por mucho que lo había intentado, el amo no había conseguido que Leonardino comiera de su mano; y en verdad no le faltaban motivos para temer; el cuervo sabía de quién era la tripa que su amo le había ofrecido el día anterior, reconocía el olor de aquel gato que, hasta ayer, se sentaba confiado sobre la falda del hombre y que, con la misma mano con que lo acariciaba y le daba de comer, lo había vaciado para disecarlo.
– Leonardino… -canturreaba el amo a la vez que se acercaba lentamente hacia el cuervo blandiendo una tripa con el brazo tendido.
– Leonardino… -repetía y, conforme avanzaba un paso, el cuervo retrocedía otro.
Leonardino no miraba la tripa; la olía, sí, pero no la miraba. Tenía sus ojos siempre clavados en los de su amo que, al parecer, le resultaban más apetitosos que aquel trozo de intestino. Entonces el hombre le arrojaba la tripa y el cuervo la tomaba en su pico con una voracidad largamente contenida.
Sin embargo, aquella mañana nadie asomó desde la recova. Sonaba la tercera campanada cuando el cuervo supo que su amo no habría de asistir a la cita cotidiana. Disgustado y hambriento, Leonardino voló con rumbo a Venecia.
El nombre del amo era Mateo Renaldo Colón y, ciertamente, aquella mañana de invierno del año 1558 tenía fundados motivos para no concurrir a la cita habitual que todos los días, antes de la misa, lo reunía con su Leonardino. Encerrado entre las cuatro paredes de su claustro de la Universidad de Padua, Mateo Colón escribía.
"Si me asiste el derecho de poner nombre a las cosas por mí descubiertas, lo llamaré Amor o Placer de Venus" , apuntó Mateo Colón y así concluyó el alegato que había estado redactando durante toda la noche. En el mismo momento en que cerró el grueso cuaderno de tapas de piel de cordero sobre el que escribía, escuchó las campanas que llamaban a misa. Se frotó los párpados; tenía los ojos rojos y la espalda fatigada. Miró hacia la pequeña luna que se alzaba por encima de su pupitre y comprobó que la vela que estaba junto al cuaderno ardía ahora inútilmente. Más allá, sobre las cúpulas de la catedral, el sol empezaba a entibiar el aire y a evaporar de a poco el rocío que reverdecía el pasto del jardín sobre el que se cernía la Universidad. Desde el otro lado del patio llegaba el perfume del incienso recién encendido de la capilla que por momentos se trocaba, según lo dispusiera el viento, por los aromas hospitalarios de la humeante chimenea de la cocina. Y conforme el sol ascendía por sobre las tejas de la recova, en la misma proporción iba creciendo el tibio alboroto que llegaba desde la piazza dei frutti . Los gritos de los tenderos y el pregón de los vendedores ambulantes, los balidos de las ovejas que se ofrecían a dos ducados, según vociferaban las campesinas que bajaban a la ciudad, contrastaban con el monástico silencio que imponía el tañido de la campana que llamaba a misa.
Todavía somnolientos, estregándose las manos para morigerar el frío y echando un vapor blanco por la boca, los alumnos salían de los pabellones hacia la recova que circundaba el patio central, convergiendo todos en una fila que se iniciaba en la entrada del pequeño atrio de la capilla.
De pie junto al párroco, Alessandro de Legnano, el decano de la Universidad, velaba el orden con unción e imponía silencio con miradas severamente impartidas aquí y allá o, llegado el caso, con un carraspeo puntualmente dirigido a los contraventores.
Antes de que sonara la última campanada, Mateo Colón se incorporó y caminó hasta la puerta. Sólo cuando giró el picaporte y comprobó que la puerta de su claustro estaba cerrada por fuera, recordó que aquellas campanas no doblaban para él. La fatiga de la noche en vela, pero más la fuerza de la costumbre -que cada mañana lo conducía hasta la capilla después de una breve visita a la morgue-, le habían hecho olvidar que ahora -por disposición de los Superiores Tribunales- estaba preso en su propio claustro. Sintió remordimiento por su Leonardino. Acaso debería sentirse agradecido por su suerte; sin duda hubiera sido peor ocupar una celda fría y mugrienta en la cárcel de San Antonio. Acaso debería agradecer al Tribunal y al decano el hecho de no estar engrillado de pies y manos y poder ver el tibio sol de invierno a través de la pequeña luna de su claustro. Ciertamente, los cargos que se le imputaban merecían el mayor de los rigores: herejía, perjurio, blasfemia, brujería y satanismo. Por mucho menos que semejantes acusaciones se encarcelaba a los penados. Ahora mismo, desde su claustro, podía oír cómo los viandantes insultaban -entre escupitajos- a los reos exhibidos en los cepos de la plaza. Y no eran más que ladrones de baratijas.
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