La vio sentada en el sofá con un puñado de vecinas, con la cabeza alta, tirándose distraída de un rizo mientras miraba el cadáver. Justo cuando se iba a acercar a ella, la tía Zeliha se sentó junto a su hija y con inescrutable expresión le dijo algo al oído.
Allí estaba el cadáver, tumbado en el diván.
Y entre un grupo de mujeres que gemían y lloraban sin parar, Asya guardaba silencio, cada vez más pálida.
– No te creo -dijo por fin, sin mirar directamente a su madre.
– No tienes que creerme, pero me he dado cuenta de que te debía una explicación. Y si no te la doy ahora, no habrá otro momento. Está muerto.
Asya se levantó despacio y miró el cadáver. Lo miró fijamente, intensamente, como para no olvidar que aquel cuerpo lavado con jabón verde de Alepo y envuelto en un sudario de algodón, aquel cuerpo que ahora yacía inerte bajo una hoja de acero y dos monedas de plata oscura, aquel cuerpo rociado con agua sagrada de La Meca y perfumado con incienso de sándalo, era su padre.
Su tío… su padre… su tío… su padre…
Levantó la mirada y barrió con ella la habitación hasta encontrar a la tía Zeliha, ahora sentada al fondo con una indiferencia que ni las cebollas recién cortadas podrían modificar. Y mirando boquiabierta a su madre, de pronto entendió por qué no había protestado cuando su hija comenzó a llamarla «tía».
Su tía… su madre… su tía… su madre…
Dio un paso hacia su padre muerto. Un paso y luego otro, más cerca. El humo se intensificaba. En algún lugar de la sala Rose gemía de dolor. Igual que hacían las otras mujeres en una cadena infinita, todas interconectadas formando una secuencia de reacción y ritmo, todas sus historias entretejidas, tanto si sus dueñas lo reconocían como si no. Y en cada gemido se producía una pausa, o tal vez, en el dolor colectivo siempre había alguien que no podía sufrir con los demás.
– Baba… . -murmuró Asya.
Al principio era la palabra, dice el islam, precediendo a cualquier existencia. Fuera como fuese, con su padre era justo lo contrario. Al principio fue la ausencia de la palabra, precediendo a la existencia.
Érase una vez, o quizá no fue.
Hace mucho, mucho tiempo, un país no muy lejano donde el cedazo estaba dentro de la paja, el burro era el pregonero y el camello el barbero; donde yo era mayor que mi padre, de modo que le mecía en la cuna cuando lo oía llorar; donde el mundo estaba cabeza abajo y el tiempo era un ciclo que daba vueltas y vueltas de manera que el futuro era más viejo que el pasado y el pasado era prístino como los campos recién segados…
Érase una vez un reino donde las criaturas de Dios eran tan abundantes como los granos de trigo, y hablar demasiado era pecado, porque podrías decir lo que no deberías recordar y podrías recordar lo que no deberías decir.
El cianuro potásico es un compuesto incoloro de sal de potasio y cianuro de hidrógeno. Parece azúcar y se disuelve en agua. A diferencia de otros compuestos tóxicos, tiene un olor muy peculiar.
Huele a almendras. Almendras amargas.
Si se decora un cuenco de ashura con semillas de granada y unas gotas de cianuro potásico, es muy difícil detectar la presencia del veneno porque las almendras se cuentan entre los muchos ingredientes de la receta.
– ¿Qué has hecho, ama? -preguntó don Amargo con su voz rota, esbozando su enfurruñada sonrisa habitual-. ¡Has intervenido en el curso del mundo!
La tía Banu tensó los labios.
– Sí -contestó, con la cara surcada de lágrimas-. Es cierto, le di la ashura , pero fue él quien decidió tomarla. Ambos pensamos que era mejor así, mucho más digno que sobrevivir con la carga del pasado. Era mejor que no hacer nada con lo que sabíamos. Alá nunca me perdonará. Estoy expulsada para siempre del mundo de los virtuosos. Jamás iré al paraíso. Me lanzará directamente a las llamas del infierno. Pero Alá sabe que hay poco arrepentimiento en mi corazón.
– Tal vez tu eterna morada sea el purgatorio. -Doña Dulce intentó ofrecer un poco de consuelo, impotente al ver llorar a su ama-. ¿Y la chica armenia? ¿Le vas a contar el secreto de su abuela?
– No puedo, es demasiado. Además, no me creería.
– La vida es pura coincidencia, ama -apuntó don Amargo.
– No puedo contarle la historia. Pero le daré esto.
La tía Banu sacó de un cajón un broche en forma de granada con semillas de rubí.
La abuela Shushan, antigua dueña del broche, fue una de las expatriadas destinadas a adoptar un nombre tras otro, que iba abandonando en cada nueva etapa de su vida. Shushan Stamboulian se convirtió en Shermin seiscientos veintiséis. Luego fue Shermin Kazancı y después Shushan Tchajmajchian. Y con cada nuevo nombre se perdía algo para siempre.
Rıza Selim Kazancı era un astuto hombre de negocios, un ciudadano ejemplar y también un buen marido, a su manera. Tuvo el olfato de dejar el negocio de los calderos para dedicarse a hacer banderas a principios de la era de la república, justo cuando la nación necesitaba cada vez más banderas para adornar la madre patria. Así es como llegó a ser uno de los empresarios más ricos de Estambul. Fue por aquel entonces cuando visitó el orfanato, con la intención de hablar con el director para unos posibles tratos comerciales. Allí, en el pasillo mal iluminado, vio a una niña armenia de solo catorce años. No tardaría mucho en averiguar que era sobrina del hombre que más adoraba en el mundo: el maestro Levon, el hombre que le había enseñado el arte de hacer calderos y que había cuidado del niño desamparado que Rıza Selim Kazancı había sido. Ahora le tocaba a él ayudar a la familia del maestro Levon, pensó. Aun así, cuando tras numerosas visitas por fin se declaró, no le guió la bondad sino el amor.
Estaba convencido de que ella terminaría por olvidar. Estaba convencido de que si la trataba bien y con amor, y si le daba un hijo y un magnífico hogar, poco a poco olvidaría su pasado y su herida sanaría. Era solo cuestión de tiempo. Las mujeres no pueden seguir llevando la carga de su infancia tras dar a luz, razonaba. Y así, cuando se enteró de que su mujer le había abandonado para irse a Estados Unidos con su hermano, al principio se negó a creerlo y luego la condenó al olvido. Shushan desapareció de los anales de la familia Kazancı, incluidos los recuerdos de su propio hijo.
Llamarse Levon o Levent no cambió nada para el hijo de Shushan. De cualquier manera se convirtió en un hombre amargado. Por muy gentil y educado que fuera en la calle, en casa era cruel con sus propios hijos, cuatro niñas y un niño.
Las historias familiares se entremezclan de tal manera que lo que sucedió generaciones atrás puede ejercer gran influencia en acontecimientos presentes de apariencia irrelevante. El pasado es cualquier cosa menos pasado. Si Levent Kazancı no se hubiera convertido en un hombre tan amargado y violento, ¿habría sido su hijo Mustafa una persona distinta? Si generaciones atrás, en 1915, Shushan no se hubiera quedado huérfana, ¿sería Asya hoy en día bastarda?
La vida es casualidad, aunque a veces hace falta un yinni para saberlo.
Esa tarde la tía Zeliha salió al jardín. Aram, que no quería entrar en la casa, llevaba horas esperándola y hacía ya tiempo que se había fumado todo el tabaco.
– Te he traído un té -dijo ella.
La brisa de primavera acariciaba sus rostros y llevaba hasta ellos los distintos olores del mar, la hierba y las incipientes flores de los almendros de Estambul.
– Gracias, amor mío. Qué vaso tan bonito.
– ¿Te gusta? -La tía Zeliha giró el vaso entre las manos y de pronto se dio cuenta de una cosa-. Esto es curiosísimo. ¿Sabes de qué acabo de acordarme? De que este juego lo compré hace veinte años. ¡Tiene gracia!
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