– Todo lo que dices, tía, es exactamente lo contrario. ¿Cómo puedes decir cosas así? -musité yo.
No creo que me oyeran ninguna de las dos, que repentinamente cambiaron de conversación. Yo me quedé dándole vueltas a todo. Y cuanto más pensaba en esos viajes a San Román en bici, con más tristeza recordaba aquel «O Tannenbaum, o Tannenbaum, wie treu sind deine Blätter» de las navidades. Se me ocurrió de pronto, pero no pasó de ser una ocurrencia, que quizá esa incapacidad de tía Lucía y también nuestra para entender a Fräulein Hannah era un síntoma de muerte. Pero ahí lo dejé para unirme a la conversación con los demás.
Telefonearon de la Casa de Socorro, había tenido Fräulein Hannah, al salir de San Román, un accidente. «Es Fräulein Renate», dijo mi madre, «no le entiendo lo que dice.» Me puse yo y tampoco la entendía. Sólo entendí que la habían llevado a la Casa de Socorro. Eché a correr. La otra bici estaba rota en el garaje. Cuando por fin llegué, el médico me dijo que habría que operarla al día siguiente, había que llevarla a Santa Marta, al hospital más próximo, para la operación. Tenía una fractura de fémur. Estaba adormilada. «Va a pasarlo mal al principio… ¿Familia suya?» Dije que sí. En aquel momento, Fräulein Hannah me parecía toda mi familia. Me impresionó mucho la habitación, donde estaba con otras tres mujeres. Las gafitas de Fräulein Renate en la punta de la nariz, como el pico de un pájaro. Me hablaba en alemán, pero no hacía falta contestar. De madrugada, poco antes de trasladarla a Santa Marta en una ambulancia, telefoneé a casa. Me quedé con ella, la acompañé en la ambulancia. Detrás, en un taxi, vino Fräulein Renate.
– …Ich konnte nichts dafür. Nada pude, vino encima -dijo Fräulein Hannah.
Por lo visto, al salir de la casa de Fräulein Renate, que está en cuesta, en la parte alta de San Román, se le vino encima un coche. Fue el conductor quien llevó a Fräulein Hannah y a Renate a la Casa de Socorro. Además de eso, Fräulein Hannah dijo:
– Das Fahrrad!… kaputt . -Y tras una pausa añadió-: Es tut mir leid… La bicicleta…
Yo le pregunté:
– ¿Le duele mucho?
Y volvió a decir:
– Das Fahrrad!
Fue muy largo. Mucho más de lo que yo creía, mucho más de lo que dijo el médico. Sólo fue menos largo que lo que calcularon que sería tía Lucía y Fernandito. Fernandito dijo:
– Eso es malo, peor que malo. No creo que ya la veamos más andar.
Y tía Lucía:
– Es como que te caiga encima el meteorito. Donde cae se hunde treinta metros bajo tierra, igual nosotros.
Ambas cosas me sonaron a mí realmente terribles. Tan terribles que de inmediato las deseché como un mal pronto de los dos. Da igual lo que se diga, lo que se haga es lo que cuenta. Lo que Fernandito hizo fue pensar que por ejemplo habría que subirle las comidas.
– Habrá que coger una persona -dijo. Y tía Lucía añadió:
– Conmigo no contéis. El día que yo me pierniquiebre, me pegáis un tiro y a correr.
– Lucía, no seas absurda, es absurdo decir cosas así -dijo mi madre.
Y Violeta:
– Es una cosa horrible, horrible, porque al fin y al cabo ella está en España sola, ¿a quién tiene? A quien tenga en Alemania, a nadie más. Aquí en España, ¿a quién tiene aquí en España? ¡A nadie!
Y yo dije:
– Te tiene a ti, a mamá, a Fernandito, a tía Lucía… nos tiene a todos.
Violeta respondió:
– Hija, qué quieres que te diga, a mí no sé si me tiene o no me tiene, quizá no. Siempre he pensado que El Buen Samaritano se expuso, él y toda su familia, y eso no es. Yo me hubiera hecho la tonta…
Yo no me hice la tonta, quizá hubiera sido preferible para Fräulein Hannah que yo no me pusiera de su lado. Me empeñé en hablarlo con mi madre, la convencí para traerla a casa: «Como mucho va a ser cosa de un mes, dos como máximo.» Y Fernandito precisó: «Como mínimo calculo yo que un año, si no es más.» Y tía Lucía complementó la idea con: «Será más, a la edad que tiene eso ya no suelda, no suelda. Conozco por lo menos yo tres casos, y eso que eran más jóvenes.»
No lo creí, no podía ni quería creerlo, y sencillamente omití toda aquella crudeza, todos los cálculos de todos. Pensé, decidí, que era una ficticia reacción de todos para ocultar la expresión de sentimientos afectuosos ante la situación de Fräulein Hannah. Tía Lucía lo había dicho miles de veces: «Es de mala educación andar diciendo que siento esto y siento aquello. Yo completamente suscribí, pero del todo, lo que la gente hacía, los dos bandos, en el final de la guerra, cuando se acercaba alguien a hablarte: No me cuente usted su caso, se decía. Y yo sigo pensando que eso es lo que hay que hacer. Paño de lágrimas nunca. Es peor casi que llorica…»
Realmente, yo tampoco estaba tan emocionada o tan dispuesta como me pareció sentirme en un principio por la desgracia de Fräulein Hannah. Se lo dije a Tom:
– Tom, ¿qué me pasa? No tengo sentimientos, ni el más mínimo, no me da pena ya por Fräulein Hannah. Debería de darme.
– No sé -dijo Tom-, siempre he pensado que hay que hacer lo que uno debe. No me atrevo a estas alturas de mi vida a asegurar que debe uno sentir lo que debiera.
Se decidió que mientras Fräulein Hannah tuviera que estar inmovilizada, hasta que le quitaran la escayola y pudiera valerse por sí misma siquiera lo más imprescindible, era mejor tenerla en una clínica. De Santa Marta la trasladamos en ambulancia a la clínica de Nuestra Señora de la Salud, que dirigía un célebre cirujano de Letona, el doctor Jiménez de Liaño. Tenía una habitación para ella sola, era casi peor que el hospital el sitio aquel, con las enfermeras apresuradas que iban y venían impecables a mirar y a decir a Fräulein Hannah cuando estaba yo presente: «Es una auténtica alemana. Este valor es alemán completamente.» El hermano de la enfermera jefe era de Falange y había ido a la División Azul y recibido allí la Cruz de Hierro y fallecido allí a consecuencia de la falta de calzado, que se helaban empezando por los pies. Yo iba a verla un par de veces por semana. Fräulein Renate iba todos los días y le leía en voz alta los cuentos de Hoffmann.
Cuando por fin pudo volver a casa, ayudándose con un bastón, Fernandito dijo llanamente:
– Uno no debe comprometerse nunca a hacer lo que no puede. Vale más decirlo claro. Tal y como está se va a quedar. Eso si no empeora.
Mi madre dijo:
– Pero en un hospital no puede estar, es horrible que esté allí, está mejor aquí, en su habitación, no va a ser ningún problema.
Apoyé a mi madre. Me alegré sobre todo de que hiciera callar a Fernandito. Fui yo quien se encargó de decirle a Fräulein Hannah que la llevaríamos a casa. Pero ella dijo:
– He hablado con mi hermano, el mayor, que vive ahora en Bielefeld y le va bien. Prefiero estar allí, al fin y al cabo mi patria es Alemania.
Desde ese momento hasta que se marchó de casa transcurrió un año casi entero.
Fui a despedirla a la estación. Su hermano iba a esperarla en la frontera francesa. Volví a casa a pie. Subí a la habitación de Fräulein Hannah. Todo estaba casi igual. Su ropa y objetos personales habían cabido en una maleta. La casa entera en torno a mí parecía estupefacta. Inquietante silencio boquiabierto de culpables que no reconocen su culpa. Entré en la habitación y cerré la puerta una vez dentro. Estaba todo igual y me pareció -sin embargo- una habitación nunca vista, limpia y deshabitada y neutral como la habitación de un hotel de dos estrellas. Una habitación que no formaba parte de mi casa ni de ninguna casa, como un dormitorio en una pesadilla.
Lo olvidé todo enseguida. Mi madre puso una transferencia a nombre de Fräulein Hannah en la sucursal del Deutsche Bank de Bielefeld, una gratificación generosa por los servicios prestados. Nunca supe cuánto era. Recuerdo sólo que Fernandito comentó que se trataba de «una fuerte suma». Así acabó…
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