Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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– Hay mil clases de plátanos en Cuba. Muy distintos. Los que aquí comemos allí los echan a los cerdos. Pasé casi un año en Camagüey, y bueno, el olor a plátano recién frito llegaba a las horas de comer y de cenar hasta la habitación del tercer piso del hotel. Lo que aquí llamáis arroz a la cubana no es ni primo. Recién cortado y frito, que a veces lo rebozan un poquito para tomarlo con la alubia negra y la maíz todavía verde, casi blanca…

Y oí decir a Tom:

– Yo he tomado el banano pintón de La Habana, ¿verdad, Lucía? Nos encantaba.

Ahora oía todo claramente y ahora todo era acerca de si en Cuba se comía mucho o poco arroz, y las frutas cómo eran de enormes, con sus sabores agrirrosas o acidulces, y su carne amarillenta anaranjada que recuerda un poco la de las calabazas. Y la guayaba que toman siempre allí, cortada en rebanadas y puesta encima de un queso mantecoso y chato que a mi padre le sabía a los de aquí. ¿A qué venía toda aquella euforia, todo aquel rigodón, todo aquel parloteo incomprensible? Tuve la sensación una vez más de que por encima o por debajo de los significados literales inmediatos había, velado, irónico, un significado mucho más profundo, el verdadero, que se me escapaba a mí entre el fracaso conversacional de mi familia. Y de pronto se sentó a mi lado tía Lucía y dijo:

– ¿Ves tú como en esta casa no tenemos nadie pies ni cabeza? Nunca se ha tenido, ¿no lo ves?, ¿a que tengo yo razón?, ¿a que parece completamente esto una Tenida de los masones portugueses? Los masones portugueses son cultísimos, Pombal era masón, si no de qué. ¡Míralos a tu madre y a tu padre! Ahí los tienes a los dos, como si el tiempo no pasase ni por ellos ni por nadie. Reverdecidos los dos, es natural. No hay nada más primaveral, yo siempre digo, que una pareja enamorada en pleno otoño. ¿No te encanta pensar que todo vuelve a repetirse exactamente igual tal como fue? Sin ningún inconveniente de los que hubo, que los hubo, como sabes. Ya sé que pensarás que estoy chalada, y, desde luego, estoy chalada, pero hay cosas que las veo yo venir, cierro los ojos y las veo venir. Y en su día lo dije, eso lo dije, lo que pasa es que ahora tu madre no se acuerda y no lo reconoce, pero yo lo dije. Gabriel, el pobre, artista lo que quieras, un genio, ¡pero raro…!, porque, raro, era muy raro, bueno, en fin, qué te voy a contar. Y Fernando estaba ¡muy enamorado!, ¡pero muy enamorado! Y ahí le tienes. Y tu madre, hija mía, hecha una boba. ¿Tú crees que se puede andar así? ¡Que no van a poderse ni casar, como están casados ya! No sé qué tipo de fiesta habrá que dar. Algo que no parezca vesperal, ni una efemérides tampoco. Algo a base de champán y sardinitas en aceite, que es lo rico, canapés. ¿No es encantador, tontita, esta dulzaina? Amartelados como Queen Victoria y Prince Albert. El matrimonio como noviazgo: la ridiculez perfecta.

Me pareció monstruoso ver a mis padres así. Me sentí fuera de lugar. Por fin resultaba que era yo esa persona a quien siempre se omite en las conversaciones con objeto de no herirla ni dar lugar tampoco a innecesarias controversias. Era repugnante que se miraran a los ojos. Salí de la sala y de la casa y entré en el jardín de tía Lucía y me senté en un banco, sin saber qué tenía que sentir, hasta que me di cuenta de que sudaba y me alegré de tener fiebre y poder decir que de momento estaba enferma. ¡Pero sí sabía qué sentir! Sentía repugnancia por la desfachatez aquella de restaurar como si tal cosa lo que habían quebrantado cuando éramos niños, haciéndome creer que no hacían falta hombres en casa cuando en realidad era justo un hombre lo que mi madre había echado en falta todo el tiempo sin decirlo. Aquella mansedumbre era una agresión contra mí, a quien habían tomado por tonta de principio a fin. «Sé qué debo sentir», pensé. «Debo sentir ganas de darles con un martillo en la cabeza, pero soy dócil y me falta la capacidad para marcharme de la casa. Soy una víctima natural, merezco lo que me venga encima…»

– Siempre he dicho que cuanto más palique y menos pensamiento tenga el hombre que una tiene alrededor, mejor. Los pensamientos interrumpen los abrazos, chata.

Me reí porque reconocí en aquello la buena veta de tía Lucía, la que siempre he preferido. Dije:

– Tampoco querrás que sean imbéciles, yo digo.

– No, yo imbéciles exactos, eso no. Tienen que saberse debrullar, te tienen que dar conversación. No puede ser que seas tú la que les dice todo. Por eso he dicho yo que tienen que tener lo que es conversación. Un palique y un anecdotario y una noción de inglés y de francés, y una cierta taciturnidad pendiente de una. Eso también mejor que tengan que no. Un hombre demasiado explicativo acaba siendo igual que tú. Fernando en eso siempre fue ideal. Tom es ideal, bien que, últimamente, prácticamente ni le veo. ¿Qué adelanto con que se me plantifique en el jardín perpetuamente? Que entraron unos y le tomaron por el guardabosques, no me extraña, con el peso que ha perdido, no me extraña que le tomen por una persona del servicio, enflaquecida, que duerme en catres sin colchón en las buhardillas. ¿Por qué se ha quedado Tom como se está quedando?, que se está quedando en nada. ¡Tom se está quedando en nada! Se lo he dicho: «Mira, lo que no puedo soportar es que me mires como un cocker spaniel con ojitos dulces. A mí me ha enfermado siempre la dulzura, Tom, un empalago la dulzura, Tom», así le he dicho. «… Estoy dispuesta a no volverte a hablar si vuelves a mirarme como un perro San Bernardo, como un buey.» Además, ¿por qué crees tú que pierde peso? Pierde peso porque sólo lee a Porfirio, y claro, tú me dirás, que tenga yo a mi edad, que tenga yo que andar detrás de la persona para que me tome un poquitín de carne y no sólo únicamente la hortaliza y las pulientas no lo puedo soportar. No puedo soportar que su comida principal del día sea ese asco que le mandan de la Escocia, el porridge . ¿Y sabes lo que cena? Cena un tazón de sopas, que las hace un pegotón con la cuchara para no tenerlas que mascar, y yo le digo: «Tom, mastica, hay que masticar los alimentos», y el siempre dice: «Meine Liebe, ich habe keine Zähne mehr!» , porque dice que tiene mal la boca. Así que he acabado por tener que no cenar para no verle no cenar. Pero en fin, muy de siempre, old Tom… Y yo digo, puede que haya en todo esto una parte de venganza muy pequeña, ¡pero parte de venganza! El inconsciente de los alemanes es aún más profundo y más plomo que el consciente que ponen en los libros. Y hay una pequeña, siempre una pequeña, residual, malignidad, siempre lo he pensado, en ese ayuno y esas abstinencias, una descompensación, un non serviam , y eso no es. ¡Cómo que no servirás! ¿Te parezco yo poca persona para no ser servida por el tataranieto del barón Bilffinger? Porque si es eso, dilo claro. Y lo único que dice es «Meine Liebe» o como mucho «Mon chou» . ¡Abstinencia una vez más! Han renunciado algunos de antemano, como Tom, a diferencia de Fernando, que es completamente el tipo opuesto, a la experiencia pasional. ¡Y no!, yo no soy madre de nadie. Entre Tom y yo no hubo nunca un componente, ¿cómo te diría?, de carnalidad. Preferiría, yo le digo, que me adoraras menos y me amaras más como un cualquiera. Yo soy una mujer, lo soy. Necesito una solicitud que me interfiera un poco, que me cambie de mood a mood fisicamente, no sólo mentalmente, ¡vamos a ver! El último sueño de toda mujer verdaderamente femenina y bella es ser transportada en palanquín… Y esto lo digo porque no estoy ciega, y veo y comparo a tu padre con Tom. Bueno… aunque tu verdadero padre fue desde luego otro cantar. Hay una cosa que yo a tu padre no le perdono, y es la detallada exposición de un pensamiento durante toda una comida, de principio a fin. Era un poco cursi, la verdad, tu padre. Era una persona tan perfecta, con tanto conocimiento y tanta enjundia y tanto plano de conjunto y por secciones, que acababa una diciendo: Dios, qué paz las tumbas frías… Era, mira, a tu madre se lo he dicho muchas veces, un conversador-enterrador. Cavaba con las palabras, palabra por palabra, una amplia fosa rectangular, y ahí te metía y ahí te tenías que estar toda la tarde, escuchándole y mirándole, y pensando todo el tiempo «Qué pesado». Pero eso sí, te acababa sepultando. Un día dije: «Me encantaría tener un talayot junto a mi casa», y se pasó un semestre haciendo un plano a escala que, si me descuido, acabo con él mal, ¡pero mal! Porque a diferencia de tu madre, yo el carácter no le tengo nunca igual. Así que yo, cuando la liaison se les deshizo, Dios, qué paz. Porque es que te agredía mentalmente, pensando sin parar un pensamiento y otro pensamiento. No, no había gramo de conversación ni de oración simple o compuesta, ni exclamación, ni puntos suspensivos, nada, que no se encaminase o contuviese un pensamiento pesadísimo… Tu padre en cambio me gustó por eso. Fue lo primero que le dije: «Fernando, por lo menos tú eres tú y no un monólogo de Manuel Dicenta.» En esta casa no se monologa, yo no monologo, nadie monologa. El abuelo, por no monologar, no daba tan siquiera un buenos días. Se iba a visitar a Pepa Juana y ahí queda eso, sin palabras. Tu padre, quiero decir Fernando, fue la perfección, pero no tanto como para encadenarse a una persona, eso nunca…

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