Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Recuerdo una tarde especialmente porque fue Fernandito, y no yo, quien sacó a relucir -con ocasión de Violeta- todos los recurrentes capítulos, casos, y jurisprudencia adjunta, que abarcaban como en un cómico y solemne tratado en dos gruesos volúmenes nuestra totalidad, nuestras singularidades individuales en el interior de la singularidad común de nuestra propiedad, nuestra familia.

– ¿Sabes qué, hermana?

– No, no sé, Fernando.

– Que a Violeta le vendría bien casarse, quiero decir como es debido, con alguien que la quisiera de verdad, alguien a quien ella quisiera. Le vendría bien tranquilizarse.

– ¡Y tanto! -exclamé yo, sorprendida por aquel avance de Fernandito, tan poco aficionado a iniciar por cuenta propia asuntos como éste.

– Con el éxito que tiene, no se entiende que no esté casada ya.

– Sí se entiende -dije yo, fingiendo más seguridad de la que tenía-. Se entiende si te fijas en lo que su padre quiere sacar de ella.

– ¡Ya estamos! -exclamó Fernandito-. Para ti todo tiene que ser culpa de papá, que es por cierto tu padre también. Tú también, mi niña, eres hija de papá.

– Anda y que te ondulen, Fernando. Has de saber que la paternidad, a diferencia de la maternidad, es aleatoria.

– Déjate de tonterías. Lo que te pasa con papá es que empiezas por definirle como lo que no es y sacas después las conclusiones. Eres injusta con papá.

– Puede que lo sea. Pero no en lo de Violeta. Lo que él quiere es que Violeta sea la perpetua hija preciosa que acompaña al padre anciano, o lo que sea que él en este instante pretenda ser o se figure ser. Pero al final siempre es lo mismo: Violeta es la hija soltera que se queda con el padre. Desde que llegó así ha sido hasta hoy.

– Incluso suponiendo, hermana, que eso fuese así, no lo sería sin la cooperación activa de Violeta. Violeta, desde luego, quiere ser, por lo menos en una parte importante de sí misma, esa figura de la hija consagrada al padre.

Estaban todos en la sala cuando entré. Tía Lucía cerca de la puerta con una taza de té en la mano, que bailoteó en el platito a causa del seísmo que causó mi entrada. Tía Lucía giró en redondo y se adelantó un paso o dos hacia mí:

– Estamos teniendo una Tenida bárbara. ¿Verdad, Tom?

Y Tom respondió:

– ¡Espléndida!

Fernandito añadió:

– Menos mal que al fin llegas, si te retrasas te quedas sin fruit cake .

Ahí estaba tía Teresa, sentada junto a mi madre, que servía el té. Me acerqué a saludarla, sin ver todavía a mi padre (que quizá se hizo a un lado al entrar yo). Me senté con ellas. Bebí un sorbo de té, fingí interesarme por el fruit cake que mi madre me puso en el plato. Parecía haber muchísima gente en la sala. Sólo estaban los de siempre, y entre ellos mi padre, de pie, como tía Lucía, Tom y Fernandito. Me pareció que todos sonreían o que hablaban todos a la vez, me pareció que se reían más estrepitosamente que otras veces. Sentía el corazón dándome saltos, una presión en la boca del estómago. Había cambiado el corazón de sitio y me oprimía. Una vez sentada, con tía Teresa a mi izquierda, la escena pareció tranquilizarse, como si mi llegada fuese para todos ellos una indicación para cambiar el ritmo de las conversaciones. Tuve la sensación de que todos estaban pendientes de mí, fingiendo que se ocupaban de otra cosa. Por ejemplo, fingiendo Violeta que deseaba servirse un poco más de cake , o tía Lucía fingiendo hallarse fascinada por el absurdo collar de perlas de tía Teresa. Tía Teresa, ahogada por su collar y por el corsé, estaba instalada en el sillón -demasiado bajo y hondo para ella-. Estiraba las dos rechonchas piernas por debajo de la mesita. Recuerdo que pensé que iba a saltar todo por los aires si alzaba sin querer los pies. Fingían inclinarse hacia las pastas o hacia el té que mi madre iba sirviendo. Todos pendientes de mí con la solicitud de quienes temen que de pronto todo explote si no tienen cuidado. Al mismo tiempo sonreían y parecían encontrarse cómodos. Mi padre, tan elegante como siempre, hablaba ahora con mi madre y con Violeta. Le oí decir: «Tengo un poco de mano con el teniente alcalde.» Me sentía fuera de lugar. Pensé que hice mal en venir, era verdad que -como me había temido cuando a mi madre le dio por invitar a mi padre- no pintaba nada en aquella reunión que se celebraba en honor de tía Teresa y de mi padre y que hubiera transcurrido igual sin mí. ¿De qué hablaban? Nadie hablaba de nada en especial, como si hubiese yo llegado tras cerrarse un trato y ahora fuese ya sólo cuestión de charlar hasta la hora de irse, de celebrar el trato ya cerrado.

Me sentía anónima en el cuarto de estar de mi propia casa, ni recordada ni olvidada, ahí, como un cenicero feo, recuerdo de Santa Cruz de Tenerife. ¿Hacia quién se inclinaban todos ellos? Me sentía ensordecida contemplándoles, como si el hecho de no intervenir en la conversación acarreara una sordera momentánea. No hablaba, y tampoco les oía. La injustificable tristeza que todo lo negaba. Mi padre estaba en pie, con las manos cruzadas tras la espalda, se inclinaba hacia mi madre, quien a su vez alzaba hacia mi padre la cabeza. Me fijé que adoptaba esa posición una y otra vez, incluso cuando mi padre no le hablaba, como si fuese la única posible o la única correcta, una posición reglamentaria, interrumpida sólo por los gestos automáticos de llenar de nuevo nuestras tazas u ofrecernos de nuevo el plato de sandwiches o de pastas. ¡Era tan raro verla así! ¡Tan inapropiado! Embebida en el gesto aquel de alzar ligeramente la frente, el rostro, hacia mi padre, dejando ver su cuello blanco, un gracioso tallo juvenil, una silueta del dieciocho en un medallón azul y blanco, una dama desconocida: «Die Unbekannte Dame.» Le dije a tía Teresa:

– ¿De qué hablabais, tía Teresa, cuando entré? Me ha sido imposible venir antes.

– Pues del pulgón, mujer, ¿de qué va a ser? Del pulgón de los rosales, que este año ha sido de verdad un padecimiento que me empezó ya en junio. Sulfatándolas y todo como estuve, y nada. Se conoce que el pulgón va asimilando los sulfatos. Y tu madre decía que no cree que hasta tal punto sea posible. Pero mucho me temo que así sea.

Pensé que, si fuera preguntando a cada uno, cada uno iría diciendo de qué acababa de hablar con quien fuese. Estaba persuadida de que se hablaba de algo más cuando yo entré. Con la servilleta me sequé el sudor de las palmas de las manos. Era una reunión poblada de señas. Me di cuenta de que una parte del malestar que sentía se debía a que yo esperaba que se hablara de negocios, y allí nadie hablaba de negocios. Eso fue sin embargo lo que por fin me había decidido a venir: la convicción de que mi padre había venido a hablar expresamente de negocios. Pensé que si iba a ser así, yo estaría en igualdad de condiciones: estaba segura de entender cualquier negocio tan bien como mi padre o como Fernandito. ¿Por qué no? El Derecho mercantil es muchísimo más fácil que Aristóteles. Y si iba a hablarse de negocios, no habría sentimientos de por medio. No habría nada personal que me pudiera herir, que me pusiera públicamente en evidencia. Porque -sin duda-, con mi padre en casa, la familia perdería intimidad, me mirarían como la gente se mira entre sí. Era evidente, sin embargo, que toda mi familia estaba eufórica, todos hablando al mismo tiempo, mi padre y mi madre en especial. «Debo de parecer un fantasma aquí sentada», pensé, «mal arreglada como estoy. Seguro que viéndome se están acordando todos de tía Nines, que era así: desatenta y muda como yo, fantasmal incluso antes de conocer a Indalecio, fantasmal de suyo, por incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso. Ni tía Nines ni yo supimos nunca casar el entendimiento con la cosa. Inadecuadas ambas, fantasmales ambas, dentro de nada de su misma edad, las dos solteras, altas, adjuntas a esta casa, ninguna de las dos sabía vestirse, nos quedamos las dos a vestir santos. Mejor eso, ¿verdad, tía Nines?, que desnudar borrachos y dejar que te empitonen cruda, sin ni tan siquiera disfrutarlo…» Desbarraba y lo hacía adrede, ¿de qué servía dejarme consolar?, ¿y quién iba a consolarme? La voz de mi padre perforó de pronto mi agitado ensimismamiento melancólico como hace explotar un globo:

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