Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Álvaro Pombo Donde las mujeres No se la puede tomar en serio a Nines Que - фото 1

Álvaro Pombo

Donde las mujeres

– ¡No se la puede tomar en serio a Nines! Que lo que tenga sea un padecimiento no se lo discuto yo ni nadie. Una enfermedad es lo que no.

– ¡Estaba muy enamorada, viene a ser como una enfermedad…! -comentó mi madre desde el otro extremo de la mesa del comedor donde tomábamos el té toda la familia.

– ¿Y qué? ¿Qué tendrá que ver el amor con no comer? Nines lo que es, es una abúlica completa. Dime, de amor, que tú conozcas, cuántas han dejado de comer. ¡Ninguna! -aseguró tía Lucía respondiéndose a sí misma.

Violeta y yo nos miramos, horrorizadas y encantadas del giro tempestuoso que empezaban ya a adquirir las frases de tía Lucía. Erguida en su silla, sin apoyar la espalda en el respaldo, abría los grandes ojos azules encolerizada por la ligera oposición que parecía ofrecer mi madre.

– ¡Lucía, el huevo! Tómate el huevo, que luego, frío, te sienta como un tiro.

Pero tía Lucía no estaba en ese instante interesada en la temperatura de sus alimentos. Se limitó por eso a dar un fuerte golpe al huevo con su elegante cucharita de marfil. Nadie hubiera sido capaz de impedir que tía Lucía dijera lo que quería decir sobre tía Nines.

– Lo que pasa es que Nines se ha empeñado en no sobreponerse, y no se sobrepone aunque la mates. No hay médico que valga, ni enfermera ni monja ni persona que pueda con una voluntad como la suya. ¡Ha decidido que se muere de hambre y ahí la tienes, por debajo ya de los cuarenta kilos, como Gandhi!

Violeta y yo volvimos a mirarnos. La tormenta iba cada vez a peor y a peor. Con voz reposada -una voz calculada para impacientar a tía Lucía, que era la mayor de las hermanas, después venía mi madre y después tía Nines- declaró mi madre:

– Es muy injusto y muy absurdo eso que dices. Tú sabes todo cómo fue. No me refiero sólo a la desgracia. Me refiero a todo, pobrecilla Nines. La vida suya cómo era y cómo es. No es que se quiera morir de hambre. Ni morirse. Lo que no quiere es vivir más, que es muy distinto.

Un gran silencio planeó sobre la mantelería de hilo color crudo y la elegante vajilla de mi abuela. Violeta y yo nos encogimos y contemplamos fijamente nuestros platos. Ni la discusión ni la emoción eran nuevas. No hacía falta que lo fueran para ser increíblemente fascinantes. La palabra «justicia» llevó la atención de tía Lucía hacia territorios de gran profundidad y nerviosismo. La supuesta injusticia cometida con tía Nines quedó incluida y superada por la idea de justicia en general, que tía Lucía exponía en ese instante. El equilibrio correspondiente a la balanza de la justicia acabó trastornándose del todo, junto con la cucharita y el platito y la taza de té, que bailoteaban desencajadas en la mano izquierda de tía Lucía. Nunca se caían, a pesar de estar con frecuencia a punto de caerse, cosa que hubiéramos todas nosotras preferido: desplomarnos. Y descansar en paz hechas añicos junto con la vajilla y la justicia, en el mantel encharcado de té, sin el más mínimo estilo. Pero el estilo no faltaba nunca: como si tuviese tía Lucía un imán en la yema misma de los cinco dedos de la mano izquierda, con su contrapartida proporcional de acero o de metal en la cuchara, en el plato y en la taza, que permitía un gran desequilibrio en el interior del elegantísimo equilibrio de tía Lucía, su voz y sus modales.

Era noviembre. Tía Nines ya no vivía en casa. Por consejo médico se la llevó tía Lucía a las Adoratrices de Letona, que en el mismo convento, en toda un ala, tenían cuartos, cada uno con su espejo y su lavabo individual, donde hacían por Cuaresma las damas de Letona ejercicios espirituales, internas en tandas de tres días, y que durante todo el año alquilaban las monjas a personas mayores que no se podían ya valer o a enfermas, como tía Nines, de los nervios, que había que vigilar discretamente, sin ofenderlas ni perderlas de vista, porque no estaban aún completamente locas.

Era notable que ahora que tía Nines se había ido hablábamos de ella sin parar. Nunca lo hicimos mientras vivía con nosotros. La decisión de trasladar a tía Nines a las Adoratrices no fue, según mi madre, nada fácil de tomar: tuvieron que reunirse tía Lucía y mi madre, el doctor Mazarín y su ayudante para sopesar bien los pros y contras que el traslado conllevaba. Tía Nines misma no tomó parte en los debates, ni, por lo que parece, tampoco en la decisión. Se limitó a decir: «Me parecerá muy bien cualquier cosa que vosotras decidáis.» Una salida ésta, en opinión de tía Lucía, completamente abúlica, aunque de sobra suficiente para dar a entender que se iba de casa por su propio pie, sin que nadie la echara, y que se instalaba en las Adoratrices por su propia voluntad y sin que nadie se propusiera aislarla expresamente. Una vez en el convento, fue tía Nines poco a poco dejando de comer y de interesarse por la vida en general. En noviembre se habló de la terquedad de tía Nines, tarde tras tarde, durante todo el té e incluso después. Tía Lucía llevaba todo el peso de la conversación, dando la impresión en ocasiones de que no sólo hablaba con nosotros sino ya de paso a una multitud agolpada en un gran teatro, que requería explicaciones claras y precisas, pronunciadas en voz un par de octavas más alta de lo que se acostumbra en las casas a la hora de tomar el té. El doctor Mazarín y su ayudante fueron calificados de eminentes e imbéciles, incluso en ocasiones a la vez, todo a lo largo de diciembre y de enero. El doctor Mazarín llegó a ser, a ojos de tía Lucía, un perfecto incompetente, a mediados de marzo, incapaz de separar los cuerpos de las almas. Y el responsable, por lo tanto, al cabo de aquel año, de impedir que se matase lentamente tía Nines a consecuencia de la desesperación, la depresión y quizá el deseo de unirse allá en la muerte con el único novio que tuvo y que perdió, Indalecio. Tía Lucía siempre enfatizaba -y mi madre asentía discretamente a esto- que no estaba tía Nines loca, sino tan cuerda como cualquiera de nosotros. Y la prueba estaba en que, cuando la encontraron sin vida una mañana, tenía abiertos y elocuentes sus dos ojos, tenazmente clavados en el cielo raso de su habitación con lavabo individual, con un aire de paz y confianza en lo que la esperaba en la otra vida.

En esta vida, en cambio, no esperó tía Nines gran cosa. Y por eso se llevó la gran sorpresa cuando, sin esperarla, se le vino encima la oportunidad de ser feliz. Había transcurrido su vida lentamente hasta que Indalecio apareció. Se enamoraron, iban a casarse, fue visto y no visto. Y repentinamente se acabó.

Violeta y yo lo hablábamos todo en el dormitorio hasta las tantas sin encontrar la solución: que hubiera una solución y que hubiera que encontrarla a aquellas alturas del trágico suceso, con tía Nines instalada en las Adoratrices, no era una actitud que compartíamos Violeta y yo. Hablar de tía Nines parecía no tener para Violeta más finalidad que el hablar mismo. En cambio yo -quizá por ser dos años mayor- hablaba para modificar la triste situación. Pero era triste justo porque no podía modificarse, y por eso se habló de ello tanto aquel invierno: porque, al hablarlo, lo triste, más que entristecer, ennoblecía, embellecía la propia situación. Era todo ello estimulante a fuerza de ser triste no sólo en líneas generales sino también detalle por detalle: así, era tristísimo en concreto que ni siquiera fuese tía Nines hermana de mi madre y tía Lucía, hija de mi abuela y de mi abuelo como ellas. Era hermanastra nada más, hija de mi abuelo y la persona cuyo piso utilizaba en sus viajes a Madrid. A raíz del accidente de Indalecio, Violeta y yo supimos este dato, ignorado hasta entonces porque desde mucho antes de que empezaran a fijarse mis recuerdos, siempre llamamos tía Nines a tía Nines y siempre vivió en casa.

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