Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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– No es mi hora, eso es verdad -reconoció tía Lucía.

Me quedé con el respingo de tía Lucía, aquel amago de agresión a Tom Bilffinger que mi sensibilidad de adolescente consideró excesivo durante un instante para olvidarlo por completo al instante siguiente. Debió de registrarlo sin embargo mi tenaz memoria, porque reapareció años más tarde. Aquel día recuperamos todos el buen humor y de algún modo acabó hablando casi sólo Tom Bilffinger. El bisabuelo de Tom, por lo visto, había sido íntimo amigo del historiador islandés que recopiló las dieciséis sagas islandesas. Eran relatos muy bonitos, fantasmales, por lo menos Tom los contaba como si los personajes no hubieran nacido en ningún punto del tiempo y no llegaran a morirse nunca: cambiaban de figura, según Tom, porque la figura era accidental como el mundo en Islandia, una niebla flotante, opresiva y dulce, que no se iba jamás, ni en el buen tiempo, que sumía todo en un maravilloso tono rosa miel en cuyo interior la muerte era imposible y los personajes sólo cambiaban accidentalmente -recuerdo que Tom dijo «per accidens» acentuando a la alemana el latín. Era fascinante oírle hablar con aquel acento ronroneante de la alta Alemania. Era un perfecto español con los ritmos de entonación cambiados: de ahí procedía una parte de la fascinación de Tom, de su voz viva, que tenía un cuerpo seco narrativo, como un vino Riesling. Quizá esto lo advertí mucho más tarde y lo incluí en mis recuerdos de Tom Bilffinger. Poseía, en cualquier caso, el difícil arte de relatar cualquier cosa sin interrumpir nunca el curso narrativo, no obstante nuestras interrupciones y preguntas. Aquella mañana se me ocurrió que Tom no sólo ocupaba más espacio que cualquiera de las personas que yo había conocido hasta la fecha, sino que se alzaba con análoga monumentalidad también en el tiempo. Acababan de llegar y de sentarse y parecía que llevaban ya horas con nosotros. Tom tenía esa capacidad que sólo algunos grandes actores tienen de no apresurarse nunca y sin embargo resultar siempre variados y fascinantes. Ni siquiera había deshecho su pequeña bolsa de viaje, que trajo consigo de casa de tía Lucía -es probable que tía Lucía, malhumorada por el madrugón, no le permitiera subir a la habitación para dejarla-, no miró el reloj ni una sola vez. A los catorce años, un hombre del aspecto de Tom, me parecía a mí que había de estar casi permanentemente ocupado: sólo los curas o algún profesor eran capaces de no impacientarse como él en una reunión. ¿Qué hacía Tom cuando no estaba con nosotros? ¿Sería verdad que nunca tenía prisa? ¿Sería cierto -como aseguró tía Lucía- que se había presentado en casa de improviso y para irse al día siguiente, con la intención única y exclusiva de celebrar el cumpleaños de mi hermano? Tranquilizaba el aroma de su tabaco de pipa, las pacíficas nubes que inconfundiblemente transfiguraban nuestra cocina en un reducido campamento de exploradores del Ártico. Mi madre dijo de pronto:

– ¡Pero si son casi las dos! ¿Dónde está Fernandito?

Como si la exclamación de mi madre fuera un ensalmo, Fräulein Hannah apareció en el hueco de la puerta.

Wie geht es Ihnen, Fräulein Hannah?

Sehr gut, danke, Herr Bilffinger. Und Ihnen?

El sonido de la lengua alemana, comprendida sólo a trozos, forma parte de mi niñez. Y estas sencillas frases tienen para mí la calidez formalizada del comportamiento social perfecto. Fräulein Hannah había bajado para decirle a mi madre que se encontraba indispuesto Fernandito, le dolía la barriga.

Tom, que se había levantado para saludar a Fräulein Hannah y que aún seguía en pie junto a ella, declaró entonces que, incluso si mi hermano estaba enfermo, con más motivo inclusive si lo estaba, era indispensable que él mismo en persona, el propio Tom, subiese un momento a la habitación de mi hermano para darle el regalo que le había traído de Alemania. Todos, a excepción de tía Lucía, que encendió un pitillo, nos pusimos en pie al oír esto, y, encabezados por Tom, salimos al vestíbulo y emprendimos la subida hacia el dormitorio del -con toda seguridad- falso enfermo. De su bolsa de viaje había extraído Tom un fascinante objeto rectangular, una especie de caja envuelta en papel de plata color oro. Fernandito apareció al final de la escalera, en el descansillo, en pijama, con aire de acabar de levantarse de la cama en ese instante. Nada de esto causó en Tom el más mínimo efecto.

Nimm! Ein Geschenk für dich, Das ist zu deinem siebsten Geburstag.

E hizo Tom una pequeña pausa para decir después solemnemente a la vez que entregaba el objeto a mi hermano:

Zum Geburstag viel Glück .

Y todas coreamos un tanto cacofónicamente la conocida canción de cumpleaños. Fernandito parecía confuso, un aire ahora real y no fingido de sonámbulo. Sólo dijo:

– Como no sé lo que es…

Tom mismo abrió el paquete, que resultó ser un estuche de piel de Rusia en cuyo interior había una flauta de madera y una armónica. Tom se sentó en el arcón de madera negra que hay en el descansillo y, sin decir palabra, tomó la flauta e hizo sonar una melodía por toda nuestra casa, que de pronto pareció ahuecada como un gran odeón que recoge todas las sonoridades. Recuerdo la letra de esa melodía que nos enseñó Tom poco después: «What shall we do with the drunken sailor? What shall we do with the drunken sailor? What shall we do with the drunken sailor… early in the morning?» Aquella canción y la voz de Tom nos arrastró a todos, incluido Fernandito. Después bajamos todos a comer. Tom y Fernandito se pasaron la tarde practicando con la armónica y la flauta. El sonido de esos dos instrumentos modificaba la sonoridad de la casa (todas las casas tienen, además de apariencia visible, además de su olor propio, su peculiar sonoridad: las casas de campo suenan a los árboles o a las chicharras, las casas de los músicos suenan apagadas y atentas a ese breve intervalo vacío entre los movimientos de un cuarteto o al momento extático que precede al comienzo de una pieza). Mucho después de que dejaran de sonar flauta y armónica me pareció oírlas desde nuestro dormitorio como un destello leve de agua incesante que se desploma en un cangilón de madera, como el soleado, refrescante, sonido de una fuente en una rosaleda en estío. Y sentir a la vez aquella punzada como de envidia que había sentido intermitentemente casi toda la tarde, al ver tan divertidos con sus instrumentos a Fernandito y Tom Bilffinger. Lamenté ser chica, a nosotras no se nos hacen esa clase de regalos. Tom y Fernandito aquella tarde, como se ríen dos buenos camaradas en reuniones de hombres, ese mundo arbitrario y perfecto que yo jamás entendería.

– Mamá, ¿dónde se conocieron tía Lucía y Tom? -pregunté a los pocos días de irse Tom. Estábamos solas mi madre y yo en su dormitorio por la mañana, mientras se arreglaba.

– ¿Dónde? No sé dónde, se conocieron en un viaje o quizá con motivo de una boda en el sur de Inglaterra. Aquellos años todos viajábamos muchísimo, la verdad es que no recuerdo ese detalle, al principio no le dimos importancia, Tom nos parecía un chico llamativo, un excéntrico medio alemán o medio inglés, que hablaba estupendamente castellano.

– ¿Está Tom en alguna de estas fotos? Me gustaría ver qué aspecto tenía de joven…

– Era un chico muy guapo, desgarbado, pero elegante, muy llamativo.

Iba pasando pensativa el álbum de fotos que mi madre tenía en una mesita baja de su dormitorio junto con los libros que estaba leyendo, y su cuaderno de dibujos. Había visto muchas veces esas fotos. Mi madre y tía Lucía con trajes de montar y sombreritos de grabado inglés. Casi todas esas fotos están hechas en el campo. Hay grandes árboles al fondo. Parecen todos ellos estar de vacaciones. El chico joven que sale con más frecuencia no es Tom, el chico con un uniforme blanco que lleva en el bolsillo del pañuelo cosido el escudo de un colegio británico. Oí decir a mi madre:

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