Álvaro Pombo - Donde las mujeres

Здесь есть возможность читать онлайн «Álvaro Pombo - Donde las mujeres» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Donde las mujeres: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Donde las mujeres»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

Donde las mujeres — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Donde las mujeres», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

La desgracia de tía Nines contuvo para mí mucho más significado del que era capaz de expresar verbalmente a los catorce. Decía entre mí: «Es una tragedia», sin saber cómo esa palabra podía aplicarse a dos acontecimientos tan distintos como eran el ahogarse Indalecio -un accidente- y el perder en poco más de un año tía Nines las ganas de comer, de cuidarse, de vivir -esto no era un accidente, sino más bien al revés: el resultado de una decisión, sólo que hecha casi toda de omisiones y de negaciones-. Era una misma tragedia, pero la incomprensibilidad, la inexpresabilidad, no vinieron por el accidente sino, durante todo un año, por virtud de una decisión.

Se la llevaron en taxi. Un taxi de Letona y no de San Román. Yo sabía que se la llevaban aquel día y estuve pendiente en la ventana del pasillo, vi llegar el taxi traqueteando, y vi cómo se bajaba el doctor Mazarín, que venía sentado junto al chófer. Vi salir a tía Nines entre mi madre y tía Lucía como si se la llevaran presa entre las dos. Vista la escena desde arriba, a la luz grisácea del amanecer otoñal en La Maraña, parecía un final de cine mudo, el doctor Mazarín era el verdugo y tía Lucía y mi madre dos jefes de alta graduación o dos fiscales que lo tienen todo claro y se limitan a cumplir sus órdenes. Sentía los pies fríos y una intensa curiosidad. Sentía al mismo tiempo una intensa sensación de no estar sintiendo yo lo que debía, o quizá un ambiguo sentimiento de culpabilidad por limitarme a observar aquella escena desde la ventana en lugar de bajar corriendo a despedirme de tía Nines con un beso. Se fue sin despedirse de nosotros. La dejamos que se fuera sin decirle adiós, como se iban de casa a esas mismas horas casi siempre las ayas, las cocineras, las doncellas, a quienes de pronto parecía que dejábamos de amar al irse. Por eso, quizá, por no haberme despedido de tía Nines, hablábamos de tía Nines Violeta y yo casi todas las tardes. Al principio yo la echaba en falta a la hora del té, su silla y su sitio vacíos recordaban a la tía Nines de antes de Indalecio, laboriosa, confusamente parecida a Fräulein Hannah, la institutriz de Fernandito. Nos llevaba de paseo tía Nines, bajaba con Violeta y conmigo los peores días de borrasca, con la veloz lluvia oblicua contra los impermeables y el ventarrón feroz que daba la vuelta a los paraguas. Veía su sitio vacío y recordaba en vano -como quien recuerda el total de una suma, la cifra, olvidados los sumandos- cómo se quedaba tía Nines con nosotras tardes enteras los domingos jugando a la brisca o a la oca o al parchís, esos tres juegos Violeta y yo los aprendimos con tía Nines. Daba pena recordarla. Una tristeza, sin embargo, que no me entristecía -ésa era la turbiedad, la incomprensibilidad, la rareza.

A los catorce años, los significados de mis experiencias aparecían y desaparecían como fogonazos instantáneos, eran explosiones que era yo incapaz de concordar con el resto de mi vida. Así, a los pocos días del accidente de Indalecio (tía Nines todavía estaba en casa, encerrada en su cuarto, Manuela o cualquiera de nosotras le subía las comidas que probaba apenas, sólo parecían gustarle, únicamente, los purés y las sopas de arroz o de fideos, o un tazón del caldo del cocido) acabábamos Violeta y yo de volver del colegio y estábamos las dos en nuestro cuarto arreglándonos para bajar al té. Iba a ser un té especial porque había una visita: tres señoras que quizá tuvieran la edad de tía Lucía o de mi madre, pero que, a simple vista, parecían mayores, enseñoradas, encorsetadas, pausadas. Las habíamos visto sentadas en la sala con mi madre. La mayor era una rubia que Violeta dijo que era presidenta de la Acción Católica, las otras dos, de menos graduación y quizá edad, no se sabía quiénes eran. Violeta se estaba mirando en el espejo, alisando los pliegues de su falda plisada azul oscuro del uniforme de domingos y festivos. Yo estaba sentada en la cama dándole brillo a los zapatos de las dos. Y Violeta dijo:

– ¿No se te hace raro a ti, a mí se me hace, no ponernos hoy nada de luto? La visita que hay es de cumplido…

– Si lo dices por Indalecio, es una tontería, porque no era nada nuestro.

– ¿Cómo que no era nada nuestro? Algo tenía que ser forzosamente siendo novio de tía Nines. Era novio antes de ahogarse.

– No eran casi novios todavía, ¿sabes? Y al ahogarse Indalecio ya no son ni novios -declaré yo solemnemente, y de inmediato sentí una punzada de confusa inculpación. Me sentí cruel por hablar de ese modo con Violeta. Era muy desagradable sentirse cruel: me miré al espejo y se veía la crueldad en mis curvos labios. No había empezado yo después de todo, fue Violeta quien empezó con lo del luto. Por eso dije-: No debieras de haberlo dicho, lo del luto, no debieras de haberlo ni pensado, es como reírnos de tía Nines.

Violeta se había acercado mientras yo hablaba y me contemplaba sorprendida.

– ¿Pero qué dices? Tía Nines no tiene que ver nada. Lo del luto lo he dicho porque me encantaría ir de negro por las tardes, un traje liso negro y sólo un collar de plata austriaca con esmaltes rusos color fresa. Tía Lucía dice siempre que el negro favorece a las personas de complexión como la nuestra, con los huesos suyos de la cara, como si se hubiera dado siempre algo de laca, blanca.

¡Tía Lucía estaba en todo! No podía no reconocerlo oyendo hablar a Violeta del traje negro que le gustaría ponerse por las tardes, sintiendo tanto como sentía en mí misma la persuasión de idéntica influencia. Mientras bajaba la escalera, pensé, sin embargo, en algo que tía Lucía no hubiera pensado: en la doblez con que había yo dirigido, instintivamente, el desagrado de sentirme cruel hacia Violeta: ser inocente a todo trance, verme libre de culpa a cualquier precio. Entré en la sala detrás de Violeta, no sabiendo ni calificar lo que acababa de sentir hablando con ella, ni lo que sentía en ese mismo instante. Ver a la visita, sólo verla, dando conversación premiosamente a tía Lucía y a mi madre, que se limitaban a sonreír y a intercalar de vez en cuando un par de palabritas, me borró cualquier remordimiento y lo redujo todo a un solemne regocijo: aquella comicidad objetiva que casi cualquier visita, de las pocas que teníamos, tenía para mí a los catorce años. Era divertido ir saludándolas a las tres una por una, y sentarse luego frente a la visita en un reposapiés, poniendo cara seria, fingiendo que tomábamos en serio lo que se decía en vez de limitarnos a observarlas para reírnos después Violeta y yo en el dormitorio, imitándolas. Intercalaban: «¡Hines, pobrecilla!», rítmicamente, cada cuatro frases. O bien intercalaban: «Indalecio, que en paz descanse», para amenizar un poco -eso parecía- sus tres monótonos monólogos. No se parecían a nosotras, eran aves de corral, por eso daban risa. Era natural -pensé de pronto- que se hubiese mi madre retirado a vivir solitaria en La Maraña cuando nosotras éramos pequeñas: se vino aquí a vivir para librarse de los cacareos de aquellas aves de corral. «Mejor solas que mal acompañadas», me dije a mí misma. Y me recorrió un solemne escalofrío de cálida grandeza, como un trago de orujo en la garganta, el esófago, el alma: era fascinante aquel ser visitadas contadas veces, como se visita a las reinas madres, por gallinas cluecas engordadas, ataviadas a este efecto, como princesas, como reinas al ponerse los guantes, pensé que las tres habrían precipitadamente cosido el descosido de una punta del dedo, a nosotras sólo se nos ve en ocasiones señaladas -pensé, entusiasmada-. Con ocasión de un funeral o de una boda o de un Tedeum para celebrar la victoria de los nacionales. Nunca se nos veía, sólo nos veían alguna que otra vez, nunca muy de cerca, sólo con motivo de una festividad o de un desfile, a distancia… ¡Aquella gratificante ensoñación me entretuvo aquella tarde como muchas otras! Pensé que todo era verdad: la prueba estaba en que el día del funeral por el eterno descanso de Indalecio, cuando mi madre y tía Lucía -y detrás nosotras dos- se acercaron después de los responsos a dar el pésame a la madre y demás familia de Indalecio, todos ellos se levantaron a la vez, una veintena debían de ser, porque ocupaban enteros los dos primeros bancos, y se acercaron a nosotros como si las dolientes fuésemos nosotras y a nosotras cuatro nos correspondiera en rigor, y no a ellos, presidir el duelo.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Donde las mujeres»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Donde las mujeres» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Donde las mujeres»

Обсуждение, отзывы о книге «Donde las mujeres» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x