Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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– ¿No te parece, Tom, que salvo que te cases es una lata ser mujer?

Tom me miraba con sus amables ojos azules extranjeros, comprensivos, fieles, ineficaces. En el fondo quizá pensaba que sólo valía la pena pertenecer al género femenino si se era una mujer extraordinaria, una Madame Stäel o una Madame Curie, o en su defecto una mujer de gran belleza y elegancia como tía Lucía. Para acabar luego en una brillante excéntrica como Edith Sitwell. Salvo cuatro casos, sin embargo, ser mujer me parecía una lata al acabar Filosofía.

Por entonces empezaron a llegar a la isla los primeros tímidos veraneantes, que se instalaban con sus tortillas y sus botellas de gaseosa y sus balones de colores, a respetuosa distancia de nuestras dos casas, en lo alto del pinar o justo al borde, en las playitas exigüas entre los acantilados, la playa del Cormorán y la que siempre se había llamado de los Moros. A partir de junio ya se les veía cruzando en hileras indecisas el puente, y ascender, evitando nuestra casa, como si se sintieran vigilados, hasta los rellanos que daban acceso a esas playas. Ascendían y descendían penosamente por los senderillos. Algunos días llamaban a la puerta de atrás para llenar sus botellas de agua. Nos sentíamos todos alterados por aquellos temerosos extraños que deslucían el gran silencio del estío con sus vocecitas y sus radios ridículas. Nos habíamos acostumbrado a pensar que la isla entera -y no sólo nuestras casas con sus jardines- nos pertenecía. Tía Lucía ya no salía del jardín. Se sentaba en la terraza bajo una gran sombrilla mientras Tom iba y venía recortando el seto, regando las petunias y los claveles chinos, labrando la huerta. Por eso, para tía Lucía las hileras de veraneantes no resultaban tan molestas como para mí, que veía interrumpirse la claridad de los paisajes por la engorrosa turbiedad de los grupos familiares y de las pandillas. «No se les puede decir nada. Están en su derecho, las playas y lo demás son terrenos del ayuntamiento», decía mi madre. Un buen día vi cómo un par de albañiles de San Román -que conocía de vista- desbrozaban una parte de las zarzas en uno de los prados más llanos que rodeaban la playa de los Moros para, según me informaron, construir un merendero. Les dije que no tenían permiso para construir nada allí, que estaba prohibido por ser Patrimonio Nacional, cosa que inventé entonces. Se fueron a regañadientes y volvieron a los pocos días con una autorización del ayuntamiento. El alcalde en persona subió a pedir disculpas a mi madre. Cosa evidentemente absurda. Fue para mí un verano intranquilo y sólo podía desahogar mi mal humor discutiendo con Fernandito. Él decía: «Hasta ahora, hermana, nuestros propios límites parecían menos limitadores por el más simple de todos los motivos: porque el paisaje que nos rodeaba parecía ilimitadamente nuestro. Era una tontería, una ilusión, posible sólo gracias al escaso desarrollo económico de la posguerra. Ahora todo el mundo empieza a ir y venir con sus cochecitos y sus tortillas de patatas. Es también estupendo a su manera, aunque perturbe tu idea del paisaje. Las cosas cambian a mejor.»

Así era, y sin embargo todo aquello me parecía insoportable. Para colmo de males se dejaron unos rescoldos y ardió el lado algo más ancho de aquel prado. Cosa que, según el alcalde, dentro de lo malo venía bien. En el merendero se hacían las fritangas y el olor llegaba hasta la terraza de tía Lucía junto con las canciones del momento, la yenka, María Cristina me quiere gobernar…

Por entonces Fräulein Hannah cogió la costumbre de bajar a San Román en bici. Lo curioso, sin embargo, no era esta costumbre nueva, sino que considerara indispensable notificarnos bien a mi madre o bien a mí el motivo de bajar y la hora del regreso -siempre la misma: entre ocho y nueve de la noche-. Solía bajar todas las tardes (a excepción de domingos y festivos) después de comer, hacia las cuatro, y volvía entre ocho y nueve, cuando todo el mundo había ya tomado el té y cenado, rehusando así con sencillez tomar nada: «No es para mí necesidad estando merendada ya de San Román.» Subía a acostarse inmediatamente después de dar la novedad. También por entonces era frecuente oírla comentarnos lo muchísimo que costaba alimentar a una familia e incluso a una persona sola. Y ahí estaba su amiga de los últimos años, una suiza-alemana, Fräulein Renate, que se instaló por los años cincuenta en San Román y vivía de sus clases de alemán y de francés. El costo de la vida y Fräulein Renate salían siempre emparejados en la conversación de Fräulein Hannah. Recuerdo que al principio registraba yo en esa referencia una nota agobiante, sólo eso. Muy pronto empecé a casar las piececitas de todo aquel triste y tenaz rompecabezas que, con los años, fue muy lentamente desorientando a

Fräulein Hannah. Bajar en bici a San Román coincidió con nuestra mayoría de edad y la creciente simplificación de sus obligaciones domésticas. Como tía Teresa en Pedraja, Fräulein Hannah se levantaba muy temprano, no paraba en toda la mañana, y tenía las tardes, como es natural, desocupadas. Estar desocupado era normal en casa: era mejor incluso estar desocupado que ocupado. «Estar siempre ocupado es ratonil», decía tía Lucía. «Al ratoncito le encanta la incesante ocupación, pero no a nosotras.» Era una bobada, pero sin embargo -en el fondo- todos pensábamos lo mismo. Para tía Lucía, la expresión «Tengo muchísimo trabajo» era soez. Fräulein Hannah jamás decía que bajaba a San Román a darse una vuelta o un garbeo o un paseo. Siempre detallaba la materia de su acción, su contenido utilitario: era dar un recado, hacer una compra, hablar con el veterinario… Siempre mencionaba a Fräulein Renate, desde luego, en calidad -pensaba yo- de postre de cocina al final de una tarde dirigida por sensatos fines que nos aprovecharían a nosotras. Curioso -pensaba yo- que con los años que lleva con nosotros (todos los que tiene Fernandito), no entienda que en esta casa irse en bici a San Román porque te dé la gana tiene un significado preciso y comprensible. Ir a un recado o a una compra nos parece -aunque nos convenga- una sosería. Para nosotros -pensaba yo- la utilidad y la gracia son contrarios. Tía Lucía hizo también con Fräulein Hannah el comentario que, de alguna manera, levantó la liebre, la veloz malicia inaprehensible que nunca después se nos olvida:

– ¿Qué trajín os traéis con San Román ahora?

Y mi madre dijo:

– Es Fräulein Hannah, que se busca ocupaciones por las tardes.

– ¿Y tú la dejas? Tienes que estar completamente obnubilada , sister , si la dejas.

– ¿Por qué no voy a dejar que baje a San Román a hacer recados? No veo por qué no.

Y yo dije:

– No son recados que Fräulein Hannah se saque de la manga a bulto, siempre son cosas que hay que hacer.

– ¡Esa persona no es de ley! ¡No puede ser de ley! -declaró tía Lucía, súbitamente remontada-. ¡Es demasiado idiótico para ser… ¡Es la malicia del espíritu!

– Pero qué dices, Lucía -dijo mi madre-, hay veces que no se te entiende lo que hablas.

Tía Lucía se remontó otro punto más, más de lo corriente incluso para ella. ¿Qué tenía contra Fräulein Hannah?

– Tampoco yo lo entiendo, tía. ¿Qué es lo que hace Fräulein mal? -dije yo.

– ¡Lo que hace bien es lo que hace mal! El recadito útil de la persona fidelísima. La malevolencia que imita las maneras y las boquitas de piñón de las voluntades santas, de las benevolencias, ¡para ofendernos! Pero no a vosotras, que no sentís ni padecéis. ¡A mí! Eso es lo que es… Decirme a mí… Es una frivolidad darse un paseo en bici cuando una puede, ¡y debe!, estarse en casa rematando el jaretón. ¡Por favor! Una teutona sólo sale de la casa si es preciso. De lo contrario le teje a Sigfrido un camisón. ¡Maldad! Nos echa en cara que no se pasea porque es útil, mientras que nosotras somos meramente unas señoritas bien, que no apoyaron al Führer en el putsch del veintiocho.

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