Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Discutía todo esto con Tom. Discutir con Tom era estupendo. Sólo que no era la felicidad. Discutiendo con Tom acerca de la felicidad me sentía a salvo de la felicidad (ese desprestigio de criadas que se casan cuando los novios vuelven de la mili). Por aquel entonces se usaba ya esa estúpida palabra: «ligar». Ligar era la felicidad de las criadas y en general de los siervos. Querer ser felices y lograrlo perpetuaba su servidumbre. Eran felices y no se rebelaban, no estudiaban, no progresaban. Eran felices y engordaban. Grandes culos como platos soperos, la curva de la felicidad se cerraba sobre sí en el círculo de la perfecta estupidez: la perfecta casada. «A Dios gracias», me decía a mí misma, «ni soy ni quiero ser feliz. No soy una chica casadera.» Y con el aplomo y con el desparpajo que da el estar a punto de cumplir veintidós años y sacar casi todo con matrículas, una tarde, a finales de mayo, le dije a Tom:

– ¿Sabes por qué te ha fascinado siempre tía Lucía? Porque no es feliz. Si os hubierais casado y fuerais ya felices, a estas alturas estabas harto de ella.

Estaba encaramada yo en mi escalera y veía el mar en una franja rectangular de aluminio insurgente. Era temprano todavía, aquella tarde fui temprano a ver a Tom, que últimamente pasaba más tiempo en el cuartito de las herramientas que con tía Lucía o con nosotros. Realmente había logrado redibujar todo el jardín, con su pequeña rosaleda y todo lo demás, que siempre hubo delante de la puerta principal del torreón, pero que todos recordábamos, como por definición, en ciernes: ondulaciones imprecisas correspondientes a macizos de confusos geranios o claveles chinos o begonias que se reproducían a sí mismas, año tras año, en el espacio errático que siempre llamábamos todos, con tía Lucía, «el jardín de delante». Tom hizo maravillas en aquel jardín, sólo definiéndolo a partir de lo que había: los macizos y los senderillos, exaltando simplemente lo que hubo al buen tuntún hasta entonces. De aquella tarde de primavera, casi ya junio, llegaba hasta nosotros, junto con el mar remunerante, la meliflua gratificación del aroma de la rosaleda y de la tierra cavada, ahuecada, limpia y recién regada. Como un símbolo de lo que -a falta de felicidad y de perfección verdaderas- creía yo elogiar denominándolo «el gran éxito de Tom».

Casi más por elogiarle que por desear yo hablar nuevamente del asunto, puse en conexión el matrimonio con la jardinería y con el concepto de felicidad que -dije- sólo porque Tom había dedicado a las tres cosas tantísimo tiempo, resplandecían ahora las tres como nimbos alrededor de la arcangélica cabeza de tía Lucía. Debí de decir algo chusco en cualquier caso, porque en aquella época yo hablaba del modo más pedante y rebuscado y no natural que podía. Tom sonreía, se reía, sin hacer más comentarios.

– ¿Sabes? Para mí al menos, el silencio no es oro. -Y se lo repetí en alemán-: Weisst du, Tom? Schweigen ist kein Gold für mich .

Y Tom respondió que quizá tenía yo razón, pero que no sabía en ese momento qué decir:

Vielleicht hast du recht. Was kann ich aber sagen? Lo dices todo tú. Y una cosa que has dicho hace un momento es desgraciadamente la verdad al final: que Lucía no es nada feliz.

– ¿Eso he dicho?

– Muy al principio, de pasada casi, como una ilustración de tu victoriosa, tu enérgica diatriba contra la felicidad de los esclavos. Es verdad que no es feliz tu tía. Una verdad triste que ni siquiera sirve para ilustrar un argumento. Porque tu argumento, chiquilla, sólo es superficial, sólo es verbal…

Fue entonces, o por referencia a esa tarde en concreto, cuando Tom me habló de lo que Fichte pensaba acerca del matrimonio y del amor.

Hablaba menos con mi madre ahora, hablaba con Tom cada vez más y pensaba a veces que quizá por eso hablaba menos con mi madre, como si tuviese un cupo para hablar y no diese para ambos a la vez. No había manera sin embargo de no reconocer que hablaba menos con mi madre porque me interesaban menos que antes sus opiniones acerca de las cosas. Mi madre parecía ahora más callada que nunca, pero curiosamente mucho más contenta. La verdad es que no pensaba mucho en ella, fascinada yo por Tom sin entender por qué. «Tom me refleja», pensaba. Verme reflejada en ese particular reflejo que Tom me proporcionaba era una increíble novedad para mí. Pensaba que veía en Tom una especie de padre. Ninguna de estas fórmulas sin embargo se sostenía a la larga. «¿Por qué necesitas una fórmula?», me preguntaba a mí misma. Y me respondía: «Porque soy un ser consciente, reflexivo, no me satisface sólo hacer lo que hago, tengo que justificarlo, explicarlo.» Un día se me ocurrió que hablaba con Tom porque, de hecho, no podía hablar ya con nadie más. «Quizá lo que nos une a Tom y a mí es que ni él puede hablar ya con tía Lucía en serio, ni yo puedo hablar ya con mis hermanos o con mi madre como hablábamos antes: sólo por el gusto de hablar.» Era el final -pensaba- de mi niñez y de mi juventud.

Una tarde mi madre desapareció. No apareció, quiero decir, a la hora en que todo el mundo aparecía en casa, a la hora de tomar el té. Nadie dijo nada, y eso era justo lo más raro de todo. «¿Dónde está mamá?», pregunté por fin. Y contestó Fernandito: «De compras, creo, en Letona. Debe de haberse retrasado.» Esa contestación, perfectamente aceptable en cualquier otra familia, sonaba extraña al pronunciarla en casa. Después de merendar, cada cual se fue a su cuarto. Hacia las doce de la noche se oyó llegar traqueteando un taxi. Bajaron de él mi padre y mi madre. Él volvió a subir al taxi. Era incomprensible, y sin embargo no podía siquiera comentarlo con Violeta. No podía contar con que Violeta reaccionase como yo necesitaba. De pronto, decirme a mí misma esa obviedad me entristeció como nos abruma un resultado fruto de la mala suerte.

Al día siguiente, a la hora del desayuno, mi madre contó que había pasado la tarde en Letona con mi padre. Habían ido, por lo visto, al cine. Pensé: «Qué cosa más absurda», dándome cuenta de que era estúpido pensar semejante pensamiento. Se lo conté a Tom, exagerando quizá el desconcierto que sentía, mientras lo contaba me parecía justificado por completo. Me irritó que Tom dijera:

– No veo el problema por ninguna parte, ¿por qué no van a ir juntos al cine?

– ¡Que por qué no! -dije yo-, porque eso en realidad es traicionarme a mí.

Tom se echó a reír. Viendo mi cara seria, me explicó que no era de mí de quien se reía sino de mi capacidad de exagerarlo todo.

– No es eso, perdona -dije-. Durante años mi madre y mi padre han vivido separados. Desde que yo tenía siete años hasta hace unos tres, mi madre daba a entender que se separaron porque no se querían y no se entendían. Mi padre era un frívolo además, ésa es la imagen que yo tengo. Si ahora se van juntos al cine, ¿quiere decir que ya no es frívolo o que nunca lo fue, o que ha empezado mi madre a ser la frívola? No lo entiendo. Se me debe una explicación. Mi madre me debe una explicación.

Me chocó mucho que Tom dijera, con especial firmeza:

– Tu madre no te debe ninguna explicación.

Yo repliqué:

– Me hizo creer una cosa, y luego es otra.

– Los hijos no entienden a los padres -dijo Tom-, o no tienen por qué entenderlos mejor que otras personas. La familia es una relación que también vale en la medida en que desaparece.

Estaba tan contrariada, tan estupefacta, oyendo a Tom hablar de esa manera, que no encontré ningún argumento para contradecirle. Me estaba sintiendo estúpida y ridícula. Por fin, por no quedarme callada, logré decir:

– Yo creo, Tom, que tú no entiendes cómo ha sido mi relación con mi madre. Era una relación muy especial, éramos amigas, más que amigas.

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